El sol comenzaba a inclinarse hacia el ocaso, tiñendo de dorado los campos tranquilos de Aguascalientes. Dentro de la casa, sin embargo, el tiempo parecía suspendido. María y Ramiro, enredados entre suspiros, se entregaban al deseo con una ternura nueva, en una escena que hablaba de amor, de pasión y de conexión auténtica. El comedor, con su mesa rústica de madera y los platos desordenados en el suelo, se convirtió en el altar silencioso de su amor. Allí, entre caricias y miradas, entre besos húmedos y respiraciones aceleradas, Ramiro acariciaba con devoción cada rincón del cuerpo de María, mientras ella, confiada, se dejaba amar como nunca antes. Pero lo que ambos ignoraban era que, del otro lado de una ventana semioculta por la bugambilia, alguien los miraba. Un rostro contra el crista

