El portón del penal femenil se cerró detrás de María con un sonido metálico que le erizó la piel. Cada paso hacia el interior del reclusorio parecía una despedida definitiva del mundo exterior, de su historia, de su dignidad. Llevaba un pantalón sencillo de mezclilla, una camisa blanca arrugada, y los ojos vacíos. —Nombre completo —ordenó una guardia con voz seca. —María del Rosario Mendez Estrada. —Edad. —Diecinueve. —Delito. Silencio. La guardia la miró con desprecio. —¿No vas a decirlo? —Me acusan de complicidad en un homicidio —susurró María. —¿Complicidad? Ajá… otra mosquita muerta —murmuró mientras anotaba—. Quítese todo. —¿Perdón? —¡Que se encuere, dije! Aquí no entra nada. Ni mentiras, ni ropa limpia. Dos oficiales la metieron en una pequeña habitación de revisión. La l

