2.

891 Words
En esa época todavía vivíamos en una vecindad tipo el chavo del ocho, patio grande, y alrededor habitaciones de una pieza en la que vivían familias enteras dentro de dos piezas en las que hacían de cocina, comedor y dormitorio. Nosotras éramos cuatro, mamá, mis dos hermanas y yo, la del medio. Recuerdo muy poco de esa época, el niño al que le hicieron la fiesta poco antes de que falleciera. Joselito, el niño de nueve años que vivía al frente, al que su mamá le pegaba por no saber limpiarse el trasero. Las inundaciones y los ratones que no nos dejaban dormir y yo les gritaba. —¡Fuera de aquí! Mientras ellos se llevaban lo que sea hacia su nido en el hueco de la pared y que siempre que mamá lo sellaba con estuco, ellos volvían a abrirlo. Recuerdo que por esa época mi mamá tenía una estatuilla bastante elaborada del Supay, el diablo, con sus magníficas y elegantes vestimentas que lo hacía lucir tan peligroso, y yo me quedaba admirándolo por horas, imaginándonos en aventuras llenas de peligro, el Supay y yo nos íbamos a otros mundos lejanos tan distintos al que yo pertenecía. Hubo una época en la que casi siempre olvidábamos la llave de la casa y entonces, me quedaba a esperar en el patio, sentada en un banco de concreto, mientras mi hermana mayor, se llevaba a la más pequeña y se iban a buscar la llave. Sin nada más que hacer, me ponía a jugar con una rama de árbol. Un hombre que jamás vi hasta ese momento, entró y se me quedó viendo. Yo pensaba que era el hombre más guapo que había visto hasta ese momento. Los que veía a diario eran hombres cansados que no notaban que yo estaba ahí, y se entraban a sus casas sin siquiera saludar, que es de buenos modales, o estaban los otros que venían a vender la leche, helados. Ellos siempre me saludaban y trataban de convencerme de que le pida dinero a mi madre para comprarles, pero yo no tenía permitido decirles que estábamos solas en casa y que mamá llegaría pasadas la medianoche. Así que solo me volvía a casa y esperaba que esos hombres se marcharan, pero este hombre el que se me quedó mirando no pertenecía a ninguno de los dos tipos de hombres que yo conocía, este hombre en cuestión se dirigió hacia mí, y me dijo: —Negra. Ese hombre era blanco, y bastante más alto de los hombres que veía por la calle, luego me enteré que no era de aquí, era un alemán que estaba de paso, pero en esa época no tenía idea, solo recuerdo que cada vez que le veía se me acercaba a repetirme eso. Recuerdo que una vez vi malicia en su cara y sonreía, me miraba las piernecitas desnudas. Pero no es que me causara miedo, sino una sensación que me paralizaba cada vez que le veía, y como yo no podía moverme, le veía acercándose sin poder echarme a correr. Recuerdo que una de esas veces, cuando llegó mi mamá, un poco más temprano, y menos cansada recordé lo que me pasaba con ese hombre y se lo conté. —No vayas a acercarte a ese extranjero. ¿Entendido? Y no le hagas caso. —Que yo no me acerco, mami, es él. —Si lo vuelve a hacer, metete a la casa, rápido. ¿No te dije que siempre te quedes con tus hermanas? —Pero mami… —Bueno, basta. Ve a dormir, que mañana te quedas dormida y le haces lío a tu hermana… Pero llegado el momento era ese alemán quien se detenía al verme, y lo hacía siempre de la misma manera, con esa sonrisa maliciosa, me repasaba el cuerpo de pies a cabeza y me decía Negra. Luego se retiraba a su habitación. Así acababa siempre. Recuerdo que eso me enfadaba tanto. —Yo no soy negra, soy morena. ¿Qué no ve bien? —protestaba por dentro. Hasta que una noche, mucho tiempo después, justo antes de navidad, vi que había dejado olvidado su llave en la puerta de su casa, lo recuerdo bien, el llavero era un cuadrado azul y amarillo y tenía escritos en relieve y en otro idioma. Llena de ansias de venganza, fui y me lo apropié. Era justo. La justicia tomada por mis manos. Una niña de no más de ocho años. Con el tesoro entre mis manos regrese a mi trinchera. Recuerdo que a eso de la medianoche, mi mamá nos despertó. La habitación del hombre se prendía fuego. Los vecinos iban y venían con baldes de agua intentando reducir las llamas. —Pobre hombre, si encontraba su llave a tiempo, habría podido evitar este desastre… —lamentaba la vecina. —Dice que ha perdido el trabajo de su vida… —contestó doña Martha, la del frente. —¿Y de qué trabajaba pues? —preguntó mamá, esta vez. —Quién sabe. Quién sabe —respondió doña Martha. Y cuando cada quien regresó a su casa, me levanté a curiosear y vi al alemán completamente sucio y desesperanzado sentado en el mismo banquito donde yo me sentaba. De repente, sus ojos se clavaron en mí, pero ya no me miraba como las anteriores veces.
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