Capítulo 29: Hambre

1013 Words
Capítulo 29: Hambre El amanecer era gris. Las ramas de los árboles cercanos al refugio se mecían con un viento frío que parecía llevar consigo un mal presagio. Ariadna abrió los ojos antes de que el primer rayo de sol atravesara la grieta de la ventana. Dormir no había servido de nada. Su mente seguía cargando con todo. A su lado, Cloe dormía, abrazando la mochila como si fuera su única fuente de seguridad. Ariadna se puso de pie, tomó el mapa arrugado que habían marcado días atrás y lo extendió sobre la mesa de madera. Con un bolígrafo casi seco, señaló un punto: una vieja ferretería y una tienda de abarrotes abandonada, a unas cinco calles del refugio. Ya la habían explorado semanas atrás, pero si corrían con suerte, aún podrían encontrar algo en los sótanos o en los compartimentos traseros que pasaron por alto. Sabía que no podían quedarse mucho más. El agua estaba a punto de agotarse. La comida también. Y dentro de la habitación cerrada con candado, el gruñido bajo de su padre convertido se escuchaba con menos fuerza. Algo en su interior le decía que no quedaba mucho tiempo. —Hoy salimos —dijo en voz baja, más para sí misma que para Cloe. --- Media hora después, estaban listas. Cloe se ajustó una mochila en la espalda y tomó de la mano a su hermana. —¿Estás segura? —preguntó la pequeña, con un hilo de miedo en su voz. —Nunca. Pero vamos igual —respondió Ariadna. Avanzaron con pasos firmes pero en silencio. El mundo exterior no era como antes. Era una selva de concreto donde la muerte acechaba tras cada sombra. Las calles seguían desiertas, pero no silenciosas. A lo lejos, un zombi caminaba lentamente entre los autos oxidados. Otro, más pequeño, se arrastraba por el asfalto como si se negara a morir del todo. Cloe apretó la mano de Ariadna cuando lo vio. —No mires. No pares —dijo su hermana mayor, firme pero serena. Pasaron frente a una tienda quemada. Las vitrinas estaban reventadas, los estantes vacíos. Un cadáver colgaba de una cuerda improvisada desde un poste. Ya no parecía humano. La ferretería estaba al final de la calle. Tenía las puertas destrozadas, pero el interior estaba en penumbra, cubierto por una mezcla de humo viejo y polvo. Entraron con cautela. Ariadna sacó su linterna y barrió el lugar con el haz de luz. Pasaron por cajas volcadas, herramientas oxidadas, estantes vacíos. Pero en la parte trasera, detrás de una vieja cortina metálica, encontraron una escalera. —Sótano —susurró Ariadna. El corazón le golpeaba fuerte en el pecho. Bajaron lentamente. El aire se volvió más húmedo y espeso. Abajo, el olor a metal oxidado y humedad era insoportable. Pero también encontraron algo. Una caja de herramientas cerrada. Una garrafa de agua sellada. Cintas, clavos, vendas, un pequeño generador. No era mucho, pero era algo. Lo empacaron con rapidez. Entonces escucharon el ruido. Un golpe sordo arriba. Cloe contuvo la respiración. Ariadna apagó la linterna. —No hagas ruido —le indicó, abrazándola con fuerza. Unos pasos arrastrados descendieron por la escalera. Lentamente. Como si quien bajaba no tuviera prisa… o no estuviera del todo vivo. Ariadna sintió cómo la piel se le erizaba. Las sombras cambiaron de forma. La figura apareció: un mutado. Más grande que un zombi. Con una piel amoratada, casi sin labios. Tenía los ojos inyectados, el cráneo deformado… y los brazos extendidos como si oliera su miedo. Ariadna retrocedió, pero su pie golpeó una caja. El sonido retumbó como un disparo. El mutado chilló. —¡Corre, Cloe! —gritó. Ambas corrieron escaleras arriba, esquivando la oscuridad como podían. Detrás de ellas, los pasos descompuestos del mutado eran cada vez más rápidos, inhumanos. Llegaron a la salida. Ariadna empujó la reja, pero estaba trabada. —¡Ayúdame! —gritó a su hermana. Cloe la ayudó con las dos manos hasta que la reja cedió y ambas escaparon a la calle. El mutado salió tras ellas rugiendo, directo a la luz del día. Pero algo en la claridad le molestó. Se detuvo, gruñó… y regresó a las sombras del local. Ariadna cayó de rodillas, jadeando. Cloe se arrodilló a su lado. Estaba temblando. —¿Qué era eso? —preguntó. —Un mutado. Algo más allá de un infectado. Eso no era humano. La pequeña la abrazó con fuerza. Ariadna correspondió al abrazo, conteniéndose para no romperse ahí mismo. En medio del terror, ese momento fue íntimo. Doloroso y real. --- Regresaron al refugio al atardecer. Ariadna dejó las provisiones sobre la mesa y fue directo a la puerta cerrada. Su padre seguía allí. Tal vez por poco tiempo. Apoyó la frente en la madera, sintiendo que el mundo se desmoronaba lentamente. Cloe se acercó por detrás y la abrazó por la espalda. —Te tengo, Ari. Y tú me tienes. Pase lo que pase. Ariadna se giró. La abrazó fuerte. Por un momento, ambas lloraron en silencio. Todo lo que habían visto, perdido y temido… pesaba demasiado. —Tenemos que ser fuertes, Clo. Porque si no lo somos… esto nos traga. —Lo sé —respondió ella con voz temblorosa—. Pero estoy cansada de tener miedo. —Yo también. Ese fue su primer momento de catarsis. Y también el primer día que Cloe dejó de ser solo una niña de golpe hace a penas unos días ella jugaba con sus amigos y ahora tiene que luchar por su vida. --- Esa noche, mientras dormían abrazadas, el mutado que habían encontrado olisqueaba en la oscuridad. Su cabeza deformada alzándose hacia el viento. Y no estaba solo. Detrás de él, más sombras mutadas se arrastraban por la ciudad como si fuera una especie de abejas buscando con desesperación su panal pero estos son diferente porque la abeja reina eres tú, pero en vez de eso quieren comerte entero o a pedazos y ya no quedaba más que sobrevivir en ese frió mundo. La cacería comenzaría pronto y debían estar listo para lo que se aproxima.
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