Sarah cruza el umbral con pasos rápidos, casi apresurados, como si cada movimiento estuviera guiado por un impulso instintivo de protección. Su mirada se desliza fugazmente hacia la calle, analizando cada rincón con precisión, asegurándose de que no haya ojos curiosos observando, de que ningún desconocido se haya quedado lo suficientemente cerca como para escuchar siquiera un susurro de lo que ocurre dentro. Es un gesto automático, una costumbre adquirida con el tiempo, quizás fruto de una vida donde la precaución es más valiosa que la confianza. Es como si su cuerpo estuviera entrenado para la cautela, como si cada fibra de su ser comprendiera que en este mundo, un segundo de descuido puede costarte más de lo que estás dispuesto a perder. Sus hombros se tensan apenas, y aunque intenta

