Allen lo interrumpió bruscamente, con una voz firme y fría, mientras Aidan intentaba responder: —Tenías fiebre y te dije que así no sales a ningún lado. Había un tono cortante en sus palabras, una especie de autoridad inquebrantable que, sin embargo, no podía ocultar el trasfondo de preocupación que las motivaba. Allen no se permitía mostrar debilidades frente a su hijo, y esa dureza era su manera de protegerlo. Pero tan pronto escuchó la manera en que su propia voz había sonado, tan áspera como el filo de una hoja, una carcajada inesperada escapó de sus labios. La risa era sincera, un sonido que, como un imán, arrancó una sonrisa de Aidan, quien se relajó un poco ante la súbita muestra de calidez disfrazada. Aidan, acostumbrado a las maneras a veces severas de su padre, aprovechó el

