Justo antes de que Minerva pudiera comenzar a relatar los hechos ocurridos —esa historia que tanto pesaba en su interior, que palpitaba en su pecho como una verdad sofocada—, se produjo algo inesperado. Aidan, aún con los ojos buscándolo todo en ella, esperando las palabras que por fin le darían sentido a su confusión, percibió el mínimo cambio en su expresión. Ella iba a hablar. Sus labios apenas se entreabrieron, y en esa breve pausa entre lo que se siente y lo que se dice, ocurrió algo que desgarró la quietud del lugar.
Una detonación retumbó tan cerca que parecía provenir de la tierra misma. La arena bajo sus pies se elevó violentamente como si un ente dormido hubiese exhalado con furia. Aidan dio un paso atrás instintivamente, pero fue inútil: la ráfaga de polvo lo envolvió, se metió
