El viento, a pesar de su fuerza, no tiene la violencia de una tormenta. Es como la caricia helada de un lago poco antes de romperse en lluvia: frío, húmedo, casi gentil. Me empuja hacia atrás con insistencia, pero sin violencia, como si intentara advertirme, como si la propia cripta respirara, exhalando un susurro que decía: no están solos aquí abajo. Al fondo del salón, Minerva se desliza hacia un sofá largo tapizado en terciopelo azul oscuro. Se sienta con la perfección mecánica de un autómata entrenado en etiqueta cortesana: ambas manos sobre las rodillas, la espalda recta, una elegancia que raya lo antinatural. Su quietud contrasta con la incomodidad que crece como fuego contenido entre nosotros tres. Sarah, por su parte, no quiere estar cerca. Se mantiene junto a la puerta, tensa, c

