Mar de Cerdeña, Italia.
Regina se deslizó rápidamente en una g****a entre dos rocas, oculta a la vista. El corazón le martillaba en el pecho con una fuerza ensordecedora. Por desgracia, la grie-ta estaba llena de erizos de mar, y las espinas le hirieron el hombro. El dolor agudo se sumó a su angustia, pero permaneció inmóvil, conteniendo la respiración. Su único objetivo era permanecer en la sombra.
Se asomó lo justo para escrutar el mar a través de una pequeña r*****a, abriendo los ojos de par en par. A pesar de haber nadado lo más rápido posible, no estaba segura de haber escapado de aquel demonio rubio.
Tras largos instantes, oyó el rugido de un motor que se acercaba. Un escalofrío de terror le recorrió la espalda. Se encogió más en lo profundo de la grie-ta, conteniendo el aliento. Ahogó un grito de dolor cuando su frente golpeó contra la roca afilada, y un líquido caliente le resbaló entre el cabello castaño. ‘¡Maldición!’ Lágrimas de frustración le surcaban el rostro. A través de una rendi-ja de luz, alcanzó a ver una lancha pilotada por el joven que la había amenazado. Contuvo el aliento. ‘¡Oh Dios, por favor, que no me vea!’
El hombre tenía una expresión furiosa y dio varias vueltas para controlar cada rincón del mar a su alrededor. Regina cerró los ojos y giró la cabeza, como si eso pudiera volverla invisible.
‘No puede verme aquí. Tranquila, Regina. Quizás se marche y se olvide de mí.’
Después de algunas vueltas interminables, el hombre se retiró tras el promontorio.
Regina permaneció quieta allí un buen rato más, por seguridad. Le vino a la mente aquel dicho: «Ninguna buena acción queda impune». Siempre le había parecido una frase tonta, pero quizás era cierta.
Jamás habría imaginado vivir algo así. ¿Cómo demonios había acabado en esa situación?
Bien pensado, el día había empezado mal desde el principio…
Esa mañana
La luz del alba penetró por la ventana del pequeño dormitorio y dio de lleno en los ojos cerrados de Regina, que dormía en la cama inferior de una litera.
La joven estaba agotada tras una noche de trabajo en uno de los muchos restaurantes de su pequeño pueblo costero.
El pueblo apenas tenía mil habitantes, pero atraía numerosos turistas en verano, la única temporada en que había trabajo para todos, incluso para su perezoso hermano mayor, que dormía en la cama de arriba. A sus diecinueve años, todavía compartía habitación con él. Sus padres no podían permitirse una casa más grande, y ella sabía que sus probabilidades de continuar los estudios eran pocas. Regina había asistido a la escuela de hostelería local. No era su máxima aspiración, pero el turismo era la única fuente de ingresos del pueblo, y además le gustaba cocinar. Así era ella: prefería agradecer lo que tenía en lugar de lamentarse por lo que no podía alcanzar. Siempre sonreía, iluminando cada habitación en la que entraba con su buen humor.
Incluso en sueños sonreía. Soñaba con ser ascendida a barista, luego a camarera, después a cocinera, y finalmente a chef con estrellas Michelin. Entonces sí que llegaría el dinero, mucho dinero…
Entrecerró los ojos, molesta, y se giró hacia el otro lado, suspirando. Estaba tan cansada que haría falta mucho más que un rayo de sol para despertarla. Tal vez un cañonazo, un terremoto o…
“¡Guau! ¡Guau guau!” Un pequeño spitz entró disparado en la habitación.
Aquel perrito era un misterio de la física. ¿Cómo podía un ser tan pequeño ladrar tan fuerte? “Oh no, Mint, ¡ahora no!” gimió Regina, poniéndose la almohada sobre la cabeza.
“¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!” El perrito comenzó a dar saltitos, pero no tenía las patas lo bastante largas para subir al colchón.
“¡Aargh! Mint, te juro que si no paras te regalo a la tía Quinta”, se quejó. La tía Quinta era sorda, no podría quejarse del ruido.
Regina levantó la vista hacia la litera de arriba y llamó: “¡Leone! ¡Eh, Leone!”
Ninguna respuesta. Su hermano probablemente llevaba los auriculares puestos.
“¡Leone!” Regina dio una patada a la base del colchón de arriba.
“¡¿Qué pasa?!” respondió su hermano, molesto.
“Saca a Mint, tiene que hacer pipí.”
“¿Al amanecer? Ni de broma. Ya estás despierta, ¿no? Sácalo tú.”
Fastidiada, Regina se incorporó; el sueño ya se había ido. “¡Vaya, Leone! ¿Por qué siempre tengo que sacarlo yo por la mañana? ¡El perro también es tuyo!”
“Te lo regalo. Yo llegué tardísimo anoche, tengo sueño…”
“¡Sí, a divertirte con los amigos! ¡Yo estuve fregando platos en el restaurante hasta la una!”
Mientras discutían, desde la otra habitación llegó la voz atronadora de su padre: “¡Haced callar a ese perro o habrá problemas!”
Regina, irritada, comenzó a golpear el colchón superior con los puños. ‘¡No! ¡Le toca a él y lo sacará él!’
“Eres una auténtica pesada”, dijo Leone, bajando de la litera. “¡Ven, Mint!”
El pequeño spitz trotó feliz tras su hermano.
“¡Oooh, gracias!” Regina estaba satisfecha. ¡Por fin se había hecho respetar! Se apartó el largo cabello castaño y apoyó la cabeza en la almohada, acomodándose.
Pero se sorprendió al ver a su hermano volver enseguida a la habitación.
“Eh, ¿y el perro?”
“Le abrí la puerta y lo dejé salir.”
Ella abrió de par en par sus ojos verdes. “¿Qué? ¡Pero es peligroso! ¡Qué vago eres!”
“Ya volverá solo, ya verás”, dijo él, subiendo la escalera y dejándose caer pesadamente en la cama.
Regina cerró los ojos, pero una serie de “¿Y si…?” la inquietaba. No podía dejar a Mint vagando solo. Con un suspiro de frustración se levantó, murmurando contra la irresponsabilidad de su hermano, se vistió rápidamente y salió.
“¿Mint? ¡Aquí, bonito!” llamó en voz baja; eran las seis de la mañana y no quería despertar a los vecinos.
El pequeño hocico peludo asomó entre los arbustos al otro lado de la carretera y corrió hacia ella.
“¡Despacio, Mint, cuidado con la carretera!” El perrito le hizo fiestas, y luego corrió de nuevo hacia el campo, justo cuando un coche se acercaba peligrosamente.
Alarmada, Regina lo llamó. Mint, que ya había cruzado la carretera, regresó corriendo a su llamada…
¡Screeeetch! El chirrido de los frenos rompió el silencio, seguido de un aullido de dolor.
El conductor no había conseguido evitar el impacto.
Con el corazón en un puño, Regina corrió hacia el perro, que había sido lanzado más lejos sobre el asfalto.
«¡Criminal! ¡Asesino! ¡Lo atropellaste! ¡No se debe correr en esta carretera!» gritó.
El hombre bajó del coche, llevándose las manos a la cabeza, desesperado. «¡Oh Dios! ¡Lo siento mucho, señorita! No vi al perro… ¡salió de la nada! Le juro que no iba rápido, no tuve tiempo de frenar…»
Regina se dio cuenta de que el conductor no tenía culpa. Su pequeño ya había estado a punto de ser atropellado varias veces, y a pesar de sus regaños, seguía corriendo a la carretera. Lloró lágrimas ardientes, acariciando el cuerpecito inmóvil. Apenas escuchó al hombre ofrecerse a indemnizarla. Sacudió la cabeza, incapaz de aprovecharse de la pérdida de su perro, pese a su difícil situación económica.
Regina recogió al animalito y lo llevó a casa. Despertó a la familia, que se reunió alrededor de ella de luto. Su padre se enfadó. «¡Eres tonta! ¡Debiste tomar los datos de ese conductor!»
Regina bajó la cabeza y miró a Mint entre sus brazos. Ya pensaba en enterrarlo cuando el perro se movió y le lamió el rostro.
Una oleada de alivio la envolvió. «¡Oh Mint! ¿Solo estabas desmayado? ¡Dios mío, qué maravilla!»
Su padre tomó al perro y lo examinó. «Mira, tiene la cola rota. ¿Y ahora quién pagará los gastos médicos? ¡Es toda tu culpa!» Señaló amenazador a Regina.
La madre intervino. «Déjala en paz, pobrecilla. ¡Está temblando! Cariño, ve a darte un baño en el mar.»
El padre gruñó. «¡Siempre la defiendes! ¡Así nunca madurará!»
Regina aprovechó la vía de escape que le ofrecía su madre. Salir de casa era lo mejor, dado el humor de su padre.
Al llegar a su playa favorita, se recogió el largo cabello castaño y se zambulló. El mar siempre conseguía calmarla; la frescura y el sonido de las olas, el ritmo de su respiración y de los latidos de su corazón… Le gustaba nadar durante horas, recorriendo grandes distancias y explorando grutas ocultas y pequeñas calas a las que nadie podía llegar a pie.
Con una familia numerosa y ruidosa y una casa pequeña, apreciaba esos momentos de soledad. A veces disfrutaba de la playa sola. Otras, acompañaba a su hermano Leone y a sus amigos. Se llevaba bien con los chicos, eran como hermanos.
Con cuidado de no alejarse demasiado de la orilla a causa de las numerosas lanchas y zodiacs que cruzaban el mar, rodeó un promontorio. Y allí, frente a ella, se alzaba un enorme yate.
‘¡Guau, qué yate magnífico! ¡Debe alojar al menos a 200 personas! ¿Cómo será por dentro? Súper lujoso, seguro. Debe pertenecer a alguien increíblemente rico…’
Mientras admiraba la embarcación, se quedó helada al ver a un niño caer al agua desde una de las cubiertas superiores.
Pocos instantes después, el pequeño emergió, luchando por mantenerse a flote: «¡HELP! ¡HELP ME!» (en inglés:¡Ayuda! ¡Ayúdenme!) gritó.