El Amante

1751 Words
Narra Noemí El curso siguiente a la marcha de Enzo me afilié a un sindicato y fui nombrada jefa de estudios suplente. Con voz, con voto, con un ligero aumento salarial y, por supuesto, con la consiguiente responsabilidad. Ser jefa de estudios suplente implicaba que tenía que seguir llevando mis obligaciones como profesora, dando clases y preparando exámenes. Juan, el director del centro, me señaló que no tenía por qué hacer guardias, ni por qué entrevistarme con padres, pero yo era enlace sindical y quería dar ejemplo ante mis compañeros. Era consciente que todo el trabajo que yo no hiciera repercutiría en la carga laboral de otros profesores. Sorprendentemente Enzo volvió el curso siguiente. Al parecer pidió concurso de traslado a mi centro, es decir, a nuestro centro porque eso era… nuestro centro. Llegó como en una película del oeste, montado en una moto de gran cilindrada, embutido en una cazadora de cuero y unos vaqueros. Cuando le vi me acerqué a él e, intentando disimular la emoción, le saludé dándole dos besos. —“Hola, Enzo ¿cómo tú por aquí? —¿Quieres la verdad?, necesitaba estar cerca de ti, Noemi, ja, ja, ja —“Anda, bromista. Tira “pa dentro” Era Septiembre. En mayo del año siguiente Samuel y yo tuvimos una discusión fuerte a raíz del viaje de Semana Santa. Había planeado ir a Valencia cuatro días, idea que, al parecer, tomó medio Madrid. Cuatro horas y media de atasco fueron demasiadas para los nervios de Samuel y cuando le pedí que detuviera el coche para descansar me miró fríamente y me dijo: “¿No te cansas de decir gilipolleces? ¿Dónde paro? ¿En mitad del atasco?, joder, cielo, no ayudas, hostia, … no ayudas” Lo que más me dolió no fue que lo dijera gritando sino que lo hiciera delante de nuestros hijos. Samuel llevaba mal lo de conducir, entraba en un estado de nervios y, a veces, explotaba, y eran explosiones violentas, no físicas, siempre eran explosiones verbales pero muy salidas de tono. Eso sí, sus cabreos nunca duraban más de un par de minutos. Explotaba y luego pedía perdón durante todo el día. Ese día decidí que no le iba a dirigir la palabra durante toda nuestra estancia. Y así fue. Hice oídos sordos a todas sus disculpas, a todas sus muestras de afecto y cuando volvimos a casa inicié mi discurso, —“Eres un maltratador. Eres un puto maltratador. Un hijo de puta. Tus hijos viven asustados. Menos mal que en Julio van a Irlanda para estudiar. No te necesito. ¿Qué coño hago viviendo contigo?. Gano más que tú, tengo más clase que tú, no eres más que un picapleitos barriobajero de mierda. Entérate: No vas a venir con nosotros de vacaciones a Irlanda. No quiero que vengas y no vas a venir. Maltratador. Asqueroso…” Lo dije con toda la capacidad para hacer daño que sabía que tenía. Eran muchos años juntos, sabía que eso le hundiría. Esperé su reacción y, contra todo pronóstico, no fue violenta. Muy tranquilo, casi en tono de burla, soltó —“Cariño, no soy un maltratador. No doy el perfil. Sí, grito a veces, es cierto, quizás cada seis meses pero sabes que es por el estrés. ¿Sabes por qué lo sé, Noemi?... Porque me lo ha dicho un psicólogo cliente mío”. —“Tú y tus amigos”, repliqué, “Estoy harta, Samuel. Harta de no saber cuándo vas a explotar” —“Cielo, es por el juicio. Sabes que ese juicio es muy importante y que se celebra en julio y sabes que me afecta. —“No, no. Ahora es el juicio, otras veces los impuestos o el despacho, estoy cansada. No queda más opción que acudir a una terapia de pareja” —“Te equivocas, Noemi, pero tú decides. Aunque solo sea para que veas que no miento, merece la pena. Elige tú el psicólogo” —“No vendrás a Irlanda, Samuel, ya te lo digo. No vendrás con nosotros.” —“Noemi, escucha, soy tu marido, joder. Llevamos juntos toda la vida, no me hagas eso. Vamos al psicólogo y luego decidimos.” —“No, Samuel. No vas a venir, me acompañará Gloria. Tú estás fuera. Y cuando vuelva, ya veré si pido el divorcio” —“¿Y qué vas a alegar? ¿Qué no quieres hacer el amor conmigo desde hace tres años? ¿Qué no te gusto?” Aquello estaba descontrolándose. Era un golpe bajo en toda regla. Tenía toda la razón. Llevaba más de tres años sin acostarme con mi esposo. Desde aquella guardia con Enzo no sentí la menor atracción hacia Samuel. Me era totalmente ajeno. Algunas veces, por cansancio, otras por costumbre, la mayoría de las veces porque no deseaba ser tocada por él. Lo cierto es que buscaba cualquier excusa para no acercarme a él, para que él no se acercara a mí. Levanté un muro entre él y yo. InNoemiqueable, una auténtica barrera de indiferencia hacia todo lo que fuera suyo. No quería saber nada de él, ni de su trabajo ni de su ocio. Me centré en mi desarrollo personal y todo aquello que compartía con él, las películas, los libros, la música, todas esas conversaciones, los paseos, todo ese amor lo fui borrando para sustituirlo por una apatía hacia todo lo que estaba relacionado con su persona. Pensándolo ahora debo admitir que su reproche tenía fundamento pero no le iba a conceder ese mínimo reconocimiento. Recibí la acusación y devolví la pelota, —“No vayas por ahí, Samuel. No me presiones, no me acoses. No vendrás” —”Tú misma, Noemi. Tú misma” Y se alejó. Cerró la puerta tras de sí. Sin portazos, sin fuerza, un cierre delicado. Creo, que ese fue el cierre definitivo a nuestro matrimonio. Dos días después acudimos a terapia de pareja. A veces juntos, a veces separados, durante cinco meses tendríamos que acudir. Si bien no acudí a las sesiones de julio al estar en Irlanda. Tampoco acudí a las de agosto por mis vacaciones. Efectivamente, Samuel no daba el perfil de maltratador. Era un excelente padre, tenía un sentido del humor muy agudo y, algo definitivo, ningún maltratador reconocería que lo era. Sin embargo, el primer día de terapia, Samuel se sentó en la silla, miró fijamente al psicólogo y le dijo: —“Yo vengo con la idea de que maltrato y vejo a mi esposa, doctor. Ten el pleno convencimiento de que soy un machista y un fachorro tal y como le lo dicen mi mujer, mi cuñado y mis compañeros de despacho. No quiero un diagnóstico sino una cura. Véase en la libertad de hacer lo que estime oportuno”. Eso fue en mayo. En junio, Enzo y yo hicimos el amor en la misma sala de profesores en la que tres años antes me tragué toda su leche. —“Llevo tres años sin follar, Enzo, haz que merezca la pena” —“Dalo por hecho, Noemi, dalo por hecho” Esta vez, no hubo campana que nos detuviera e hicimos el amor. Nos desnudamos tranquilamente, y comenzó una sinfonía de risas, besos, caricias, saliva, polla y coño y bocas llenas de sexo, de fluidos, sudor y semen, mucho semen, muchas ganas de follar, gemidos y más gemidos, mi sexo lleno, completo, mis muslos humedecidos con la leche de mi amante, bendito esperma que resbalaba desde mi v****a. Crema que recogió Enzo con un dedo y me lo introdujo en la boca. Chupé ese dedo lo más sensual que pude. Le miré traviesa, mamé ese dedo, saboreé lo que para mí era licor de hombre. Me embargó una mezcla de pasión, amor e ideología, estaba follando con mi hombre perfecto, un idealista de izquierdas, hermoso, sensual, atento, infatigable, semen y marxismo se fundían en mi corazón. —“¿Qué diría tu marido si nos viera, Noemi?” —“¡Que se joda ese maltratador!” En julio me fui a Irlanda. Samuel, por supuesto, se quedó en casa. Enzo se vino conmigo. Mis hijos ya llevaban una semana instalados en sus nuevas residencias. Me preguntaron por su padre, claro. “Vine sola. Vuestro padre está con el tema de impuestos, ya sabéis que hasta finales de julio no va a parar.” Las mañanas de esos siete días, excepto alguna mañana en que Pilar no podía venir por las actividades programadas en su academia, fueron para mis hijos, pero las tardes y las noches fueron para mí y para Enzo. Tardes de paseos y risas inmortalizadas en las fotos que nos hicimos con nuestro móviles. Noches de pasión, de sexo desenfrenado entre un hombre de 33 años y una mujer de 45, con aroma de semen e infidelidad. Me sentía plena, dichosa, me habría quedado eternamente viviendo en esa semana. Pero todo se acaba, y esa semana no iba a ser diferente al resto. Volvimos, qué remedio. Llegué a casa y allí estaba Samuel. Más tranquilo, más sosegado, seguía acudiendo al psicólogo y estaba en vías de hacerse unas pruebas porque unas migrañas recién llegadas le estaban amargando la vida. Transcurrió agosto sin novedad y llegó septiembre y, por tanto, la última sesión de psicólogo. Por los correos que recibimos pudimos saber que Samuel no era un agresor, simplemente tenía un problema de control de ira. Bastaba una palabra neutra que debía usarse cuando gritara o se pusiera nervioso para controlar esa ira. Samuel propuso “corazón” yo decidí “cabeza”. “Pásese usted el martes para recoger el informe”, rezaba el correo que recibió Samuel. —“Estupendo” señaló mi marido “Por la mañana temprano me hago el escáner de cabeza y luego recojo el informe del psicólogo. Podemos quedar a comer si quieres, Noemi” —“No puedo”, aduje, “Tengo reunión de enlace sindical” dije sin apenas poder contener una sonrisa por la ironía de la respuesta. —“Vale, amor. Nos vemos entonces por la noche en casa” Sí, sentí cómo me quitaba un peso de encima cuando Samuel nos descubrió. Ya era hora de quitarnos las máscaras, de decir “adiós” a las fachadas y “hola” al amor. Qué equivocada estaba. Todavía no lo sabía pero lo iba a descubrir, vaya si lo iba a descubrir.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD