Lira dejó caer el libro sobre la alfombra de piel sintética. La imagen impresa de la heroína, valiente y radiante, era un contraste tan cruel con su propia existencia que el peso del papel se sentía insoportable. Se levantó y caminó hacia la ventana, apoyando la frente contra el cristal frío. Afuera, el sol del atardecer teñía de oro y carmesí el borde de los pinos.
—Voy a salir un momento —anunció, más a la pared que a las figuras inmóviles de su padre y su nueva esposa, absortos en la pantalla de una tableta.
—No te demores, cariño —murmuró su padre sin levantar la vista.
Un nudo se formó en el estómago de Lira. No era que no le prestaran atención; era que su atención no la registraba. No era importante.
Respiró hondo y cruzó el umbral. El aire exterior era fresco y limpio, una fragancia de tierra húmeda y agujas de pino que era la primera cosa honesta que había olido en días. Caminó sin rumbo hacia la línea de árboles que había estado observando. El bosque la llamaba. No con una voz audible, sino con una presencia innegable, como si el corazón palpitante del mundo estuviera justo al otro lado de esa valla invisible.
Dio un paso. Luego otro. Los primeros árboles eran altos y robustos, con ramas que se entrelazaban como dedos protectores. El miedo seguía ahí, un escalofrío en la nuca, pero por primera vez, la curiosidad era más fuerte que la soledad. Si nadie la buscaba, ¿qué importaba dónde estuviera?
Se internó unos pocos metros, lo justo para que la cabaña se sintiera como un recuerdo lejano. Se detuvo junto a un macizo de helechos. La luz del sol se filtraba en haces polvorientos que la hacían sentir como si estuviera entrando en una iglesia olvidada.
En el interior del bosque:
Kael sintió su proximidad como un cambio de temperatura en la misma tierra. Se había acercado sigilosamente a la periferia, observándola a través del camuflaje de su forma faúnica, con el corazón latiéndole como el tambor de una guerra silenciosa. Cuando ella cruzó el umbral, él contuvo el aliento, temiendo que sus pezuñas peludas lo traicionaran con el menor sonido.
Ella estaba cerca. Muy cerca.
El aire se llenó con su esencia. No era el perfume artificial de otras mortales; era algo más puro, el olor a vainilla, papel viejo y una punzada delicada de tristeza que le apretaba el pecho. Era un aroma tan embriagador que Kael sintió una punzada física en sus fosas nasales. Era ella. Su luz, su carne. La prueba de que su deseo no era un sueño.
Lira se sentó en un tronco caído, suspirando. Kael aprovechó la distracción para moverse, rápido como un susurro, a espaldas de ella. No podía dejar que se fuera sin dejarle un rastro de su devoción.
Con cuidado febril, reunió lo que el bosque le ofrecía: tres campanas de Irlanda, de un verde intenso, dos flores silvestres de un blanco puro que olían a almendra, y una ramita de madreselva entrelazada con musgo. No eran las flores más lujosas, pero eran las más frescas, recién extraídas de la tierra.
Silenciosamente, mientras Lira miraba una ardilla trepar, Kael dejó el pequeño manojo sobre el tronco, justo donde ella tendría que verlo al levantarse. Luego, se retiró, sus grandes ojos fijos en ella, antes de fundirse de nuevo con las sombras. Su corazón estaba en el manojo de flores; era el primer regalo de un amante que aún no tenía rostro.
De vuelta en la periferia:
Lira se levantó para volver, sintiendo el aire enfriarse. Entonces lo vio. Un ramo silvestre, cuidadosamente dispuesto sobre el tronco. Las flores no parecían cortadas, sino entregadas. ¿Quién...?
Con la curiosidad venciendo al miedo, lo tomó. La combinación de las flores y el musgo era deliciosa. Llevó el ramillete a su nariz y aspiró profundamente. El aroma era a tierra, a vida y a algo más... salvaje y embriagador, casi eléctrico. Por un instante, sintió una conexión extraña y poderosa con el bosque, como si el manojo fuera un mensaje, una pequeña caricia enviada a su soledad.
Nadie le había regalado flores nunca.
Una sonrisa minúscula, la primera genuina en semanas, se dibujó en sus labios. Apretó el ramillete contra su pecho y se apresuró a volver a la cabaña. Su padre y su esposa seguían igual, inmersos en su mundo.
Sin decir una palabra, Lira subió las escaleras hasta su habitación. Tomó un vaso de agua de la mesita de noche, colocó el pequeño ramo dentro y lo puso junto a su cama. Se quitó las zapatillas y se acostó, con los ojos fijos en las flores misteriosas.
No se sentía tan sola. No ahora. El bosque le había devuelto el saludo.
Lira dejó el ramo silvestre en el vaso de agua junto a su cama, y la pequeña sonrisa de la tarde se desvaneció, reemplazada por la rutina de la desazón. Se metió bajo las sábanas, el libro de cuentos abandonado a sus pies. La cabaña crujía con el viento, los ruidos se sentían amplificados en la oscuridad, pero por primera vez, no le prestó atención. Su mente volvía a las flores, a ese aroma a tierra, a algo salvaje y casi electrizante. Se sentía protegida, aunque no sabía por qué.
Lo que Lira no sabía era que con ese simple manojo, había invitado a la esencia del bosque a su alcoba.
Para Kael, la criatura de los musgos y las sombras, la distancia ya no era un obstáculo. Él había imbuidos las flores con una fracción de su propio poder, una magia tenue y embriagadora diseñada para penetrar la barrera protectora de la cabaña. El fauno ya no estaba solo en el exterior; su presencia sutil se disolvía en el vapor del agua, flotando en el aire que Lira respiraba.
Para Kael, Lira era más que una admiración. Era una devoción. Era su ninfa, su virgen, un objeto de pureza casi religiosa. Su aroma lo confirmaba: no olía al cinismo o a la experiencia gastada de las mujeres que a veces se aventuraban en la periferia de su mundo. Ella olía a inocencia virgen, a tristeza juvenil, a la frescura sin mácula de una promesa no cumplida.
Mientras Lira se adentraba en el dulce sopor, Kael se acercó a la ventana. Esta vez, no se quedó en las sombras. Se acercó lo suficiente para que la luz plateada de la luna lo bañara, permitiéndole verla mejor. Sus grandes ojos, hechos para discernir cada detalle de la naturaleza, se fijaron en la línea delicada de su mandíbula, en el cabello n***o que se esparcía como seda sobre la almohada blanca.
Ella era tan preciosa que la obsesión le quemaba la piel peluda de las piernas.
De repente, los ojos de Lira se abrieron.
Kael se encogió instintivamente, fundiéndose con la negrura de los arbustos exteriores. El corazón le retumbó en el pecho.
Lira se levantó, confusa, y se asomó por la ventana. Su vista, no entrenada para la caza o el camuflaje, no distinguió nada más allá de las sombras familiares. Frunció el ceño, convencida de que solo había sido una alucinación producto de la fatiga.
Fue el momento que Kael necesitó.
Concentró su voluntad, enviando una oleada de su magia más pura a través de la esencia del ramo. No era dañino, era un hechizo de tranquilidad profunda. Lira se desplomó de nuevo en la almohada, cayendo en un sueño profundo y guiado, un viaje inducido a su propio subconsciente.
Ahora Kael podía observarla, no solo su cuerpo, sino su alma. Y lo que vio fue un paisaje de desolación.
Vio la grieta en el alma de Lira, el abismo de abandono que la separación de sus padres había dejado. Vio las aulas del instituto, donde era un fantasma, olvidada entre los libros de otros mundos, ignorada. ¿Cómo era posible que una criatura tan luminosa se sintiera tan sola?
Pero en lo más profundo de su deseo, en el rincón más secreto de su corazón, Kael encontró la silueta de un hombre. Un humano joven, de rasgos atractivos, que Lira observaba con anhelo. El dolor de esa visión fue inmediato para el fauno, pero la desesperación se agudizó cuando vio la reacción del muchacho: indiferencia, rechazo velado, casi desdén.
El fauno cerró los ojos y se retiró de la ventana, sintiendo una furia helada hacia ese humano necio y una claridad absoluta.
No podía presentarse ante ella con su piel de bosque. Ella lo temería. Para conquistar a su ninfa humana, debía ofrecerle lo que su corazón anhelaba, incluso si eso significaba pisotear su propia naturaleza.
Kael supo lo que debía hacer. Se presentaría ante ella como un hombre, un hombre que se pareciera lo suficiente a lo que su corazón le dictaba, un hombre que la viera de verdad.