Prólogo:
Kael
Siempre he sido el guardián de estas arboledas, un eco más entre el susurro de las hojas, una sombra en la danza del sol a través de las copas. Mi existencia era sencilla, atada a la tierra, a los ritmos eternos del bosque. Hasta que ella llegó.
La vi por primera vez a través de un velo de ramas, una figura menuda contra la rudeza de la cabaña. No era una ninfa, no una de las mías. Era humana, frágil, y llevaba en sus ojos la misma melancolía que a veces tiñe el cielo antes de la tormenta. Lira. Su nombre, un murmullo que el viento trajo hasta mí.
Desde entonces, mis días se convirtieron en un ritual de observación. Me ocultaba entre los helechos, me fundía con la corteza de los viejos robles, solo para atrapar un destello de ella. Sus manos, delicadas, a veces trazando figuras invisibles en el cristal de la ventana, otras veces jugueteando con el borde de su vestido. Sus mejillas, pálidas, que anhelaba sentir bajo la palma de mi mano.
La he visto reír, y el sonido fue tan dulce como el canto del ruiseñor al amanecer. Pero la he visto llorar, también. Pequeñas lágrimas silenciosas, como rocío en los pétalos de una flor, resbalando por su piel. Y en esos momentos, un anhelo feroz, casi doloroso, me invadía. El deseo de cruzar la distancia, de borrar su tristeza, de reclamarla como mía.
Yo, Kael, el fauno de los bosques ancestrales, caí rendido ante su belleza natural, ante la inocencia que irradiaba y la soledad que la envolvía. Era una luz inesperada en mi existencia solitaria. Una luz que ahora me quema, que me consume.
Ella, tan ajena a mi presencia, tan ignorante de la criatura que la idolatra desde las sombras. Pero el deseo es una fuerza poderosa, y la distancia entre nuestros mundos se ha vuelto insoportable. Los viejos sabios dicen que los faunos no deben mezclarse con los mortales. Pero ¿cómo puedo negarme a mí mismo la posibilidad de tocar el sol, cuando el sol ha decidido brillar solo para mí?
Mi corazón, hecho de madera y musgo, ha aprendido a latir por ella. Y estoy dispuesto a despojarme de todo lo que soy para estar a su lado. Incluso si eso significa convertir una mentira en mi verdad.
Lira
El crujido de las hojas secas bajo mis zapatillas era lo único que lograba penetrar el denso muro de silencio que me rodeaba. No era el silencio del bosque, que siempre vibraba con su propia sinfonía de vida. Era el silencio de mi existencia. Uno que se había instalado en mí desde que mis padres, o lo que quedaba de ellos, decidieron que sus caminos debían separarse como dos ríos que buscan mares distintos.
Tenía dieciocho años, pero me sentía como un barco a la deriva, sin velas, sin brújula, a merced de un mar que no me quería. La cabaña, recién comprada por papá y esa mujer de sonrisa demasiado perfecta que ahora llamaba “esposa”, era un refugio temporal, me habían dicho. Para mí, era una cárcel de madera y cristal, en medio de la nada, un lugar donde mi invisibilidad alcanzaba su máxima expresión.
En el instituto, era Lira. La chica de cabello oscuro que siempre leía un libro en la hora del almuerzo, la que se sentaba al fondo de la clase y cuya voz rara vez se escuchaba. Era una sombra en los pasillos llenos de risas ajenas, una pieza que no encajaba en ningún puzle. ¿Útil? No sabía lo que significaba esa palabra. Mi único consuelo, mi única fuga, eran las historias. Mundos de fantasía donde los héroes encontraban su propósito y las doncellas eran rescatadas. Qué irónico. Yo era la doncella en apuros, pero sin héroe a la vista.
Papá… su mirada, antes tan llena de mí, ahora parecía un reflejo distante de lo que fue. Ocupado con su nueva vida, con sus planes de futuro que no me incluían. Y ella, su nueva esposa, se esforzaba demasiado por ser amable, por sonreír, por ofrecerme un plato de galletas. Intentaba, sí, pero no veía. Nadie lo hacía. Estaba sola. Completamente sola.
A menudo, me encontraba sentada junto a la gran ventana del salón, con un libro abierto en mi regazo, pero con la mirada fija en el bosque. El verde profundo se extendía hasta donde el ojo podía ver, una masa impenetrable de árboles altos y sombras danzantes. Me atraía de una forma extraña, casi magnética. Había algo en él, un murmullo constante que no era el viento, una promesa silenciosa que no entendía. Me provocaba un misterio innegable, un anhelo de descubrir qué se escondía más allá de los primeros árboles. Pero también me infundía un miedo helado. ¿Qué secretos guardaría tanta inmensidad? ¿Y qué pasaría si esos secretos decidieran revelarse a alguien tan frágil como yo?
A veces, juraba ver movimientos donde no había nada, sombras alargarse de forma inusual, o escuchar un sonido que no se parecía a ningún animal. Me encogía un poco más, apretaba el libro contra mi pecho, deseando desaparecer. Deseando no sentir. Deseando que alguien me encontrara, que me viera de verdad.