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¿Cómo Domar a un Conde?

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¿Cómo domar a un Conde?

Lady Miranda recibe con ilusión la noticia de su próximo matrimonio con el conde de Headfort, convencida de que es el mejor destino que la vida podía ofrecerle. Para Gabriel Albright, sin embargo, esa unión representa una carga impuesta por el deber y las apariencias. Acepta casarse por conveniencia, sin imaginar que su futura esposa no es la dama sumisa y superficial que esperaba.

Miranda es valiente, inteligente y decidida… y pronto, Gabriel descubrirá que el mayor riesgo no está en el matrimonio, sino en perder el control de su propio corazón.

En un mundo de engaños, secretos y traiciones, donde nada es lo que parece, ambos deberán enfrentarse a sus propios miedos y elegir si el amor vale más que el orgullo y la posición.

Una historia apasionante donde el verdadero poder no está en los títulos, sino en la fuerza del amor.

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Capítulo 1
"La primavera es el comienzo en que cada amor da su primer fruto." — Anónimo Londres, 1819 —¿Padre, me llamaste? —preguntó Miranda al entrar al despacho. —Sí, hija, pasa. Quiero hablar contigo —respondió el hombre mientras tomaba sus manos con ternura y, con una sonrisa cálida, añadió—: Miranda, ¿sabes cuánto te quiero, verdad? —Lo sé… Y tú también sabes el amor tan grande que siento por ti, padre —contestó ella, sonriendo y guiñándole un ojo. —Mi mayor anhelo es verte casada y que me des muchos nietos —dijo el marqués de Hutchinson, mientras se sentaban juntos en el sofá. —Ese es un sueño que ya me has contado cientos de veces... Pero bien sabes lo decepcionantes que han sido estas temporadas para mí —suspiró Miranda. —Londres está lleno de tontos que no saben apreciar un diamante cuando lo tienen enfrente —exclamó el marqués—. Por eso, he decidido tomar cartas en el asunto... Esta mañana he concedido tu mano al conde de Headfort. —¿El conde de Headfort? ¿Dijiste eso, padre? —preguntó, conteniendo el impulso de gritar—. ¿Es una broma? —No es ninguna broma, Miranda —respondió con firmeza—. Esta mañana hemos hecho todos los arreglos para que, dentro de dos meses, seas su condesa. Miranda dio gracias al cielo por estar sentada. “¿Casarme? ¿Con él? No lo puedo creer…” pensó, aturdida. Las piernas le temblaban y la noticia la había dejado sin palabras. —¡Por Dios, Miranda! —exclamó su padre, preocupado—. No te quedes callada. —No sé qué decir... Me has tomado por sorpresa. Realmente ya había perdido la esperanza de casarme, y ahora vienes con esta noticia tan inesperada. Y además de eso… me dices que será con el conde de Headfort. No es algo que pueda asimilar fácilmente. El marqués conocía a su hija mejor que nadie. Si ella llegara a sospechar los métodos que había utilizado para forzar aquel compromiso, jamás aceptaría. Por eso, no le quedaba más remedio que mentirle. —Headfort necesita una esposa de buena familia, una dama de su estatus. Y le agrada mucho la idea de que seas tú. Está muy ansioso, querida. —¿Estás seguro de que desea casarse conmigo... y no con Megan? —preguntó ella con desconfianza. —Es contigo, señorita, con quien desea casarse. Así que… felicidades, hija mía —dijo el hombre, abrazándola con afecto. Después de la conmoción, Miranda terminó de hablar con su padre y se retiró a su habitación. Se dejó caer sobre la cama, aún en una especie de trance. No podía creer que, finalmente, iba a casarse. Hasta entonces sentía que llevaba un cartel invisible en la frente que decía: “Solterona. No se acerquen. Peligro”. En todos los bailes terminaba en los rincones, acompañada únicamente por casamenteras y chaperonas que cuidaban de las debutantes. El problema era que no se ajustaba a los estándares de belleza inglesa: su cabello, lejos de ser rubio como dictaba la moda, era castaño y algo rebelde —que lo dijera su doncella Ashly, que lidiaba con él a diario. Tampoco era delgada ni tenía la piel de porcelana. Tenía pecas. Mientras los ojos azules eran el ideal, los suyos eran verdes. Y como si eso no bastara, cada vez que un caballero se le acercaba, entraba en pánico y pasaba por aburrida o tímida. Definitivamente no tenía muchas cosas a su favor. En cambio, su hermana Megan parecía ser todo lo que una dama debía ser: hermosa, coqueta, y con todos los caballeros a sus pies. Megan y Miranda jamás se llevaron bien. Desde niñas, una silenciosa rivalidad crecía entre ellas. Megan fue, es y siempre sería la favorita de su madre. Por más que Miranda se esforzara por agradarle, nunca lograba complacerla. Para la marquesa, solo existía Megan. Su padre, en cambio, trataba de compensar ese vacío con afecto. No había nada que no hiciera por ella. Hasta el punto de conseguirle un esposo. Lo que el marqués ignoraba, era que acababa de hacerle el mayor regalo sin saberlo, pues Miranda estaba secretamente enamorada de Gabriel Thomas Albright III, conde de Headfort. Para ella, ningún otro caballero existía. Todavía recordaba la primera vez que lo vio: ocurrió una noche, en el baile ofrecido por la duquesa de Arden. Cuando Gabriel entró, todo se detuvo. Era un hombre imponente, hermoso, alto. Su rostro era de esos que una no olvida. Sintió cómo su corazón revoloteaba. Le quitó el aliento. Vestía un elegante traje n***o con camisa blanca que se ajustaba perfectamente a su figura atlética. Literalmente, la flechó. Durante toda la velada no pudo apartar la vista de él. Desde aquel día, en cada baile al que asistía, deseaba verlo de nuevo. Pero Gabriel rara vez acudía a eventos sociales. Era un blanco fácil para madres insistentes y casamenteras que lo acorralaban para presentarle a sus hijas. “¿Qué madre no querría casar a su hija con el maravilloso y tentadoramente guapo conde de Headfort?” pensó Miranda, divertida. ✨✨✨✨✨✨ Gabriel entró en la sala donde su madre se encontraba sentada junto al fuego, bordando en silencio. Arrastró una silla y se sentó cerca de ella. —Acabo de comprometerme en matrimonio con Lady Miranda —anunció el conde, frunciendo el ceño. —Hijo, cómo me gustaría que existiera otra solución para todo este asunto —respondió su madre con tristeza—. No deseo verte infeliz... pero no hay otra alternativa. Si no cumples, el marqués de Hutchinson nos dejará en la ruina. Ha sido muy claro con sus condiciones. —Un esposo para su hija solterona —dijo Gabriel con frialdad—. ¿Cómo pudo mi padre hacernos esto? —Hijo mío, he tenido que vivir un infierno durante todos estos años —musitó ella, secándose una lágrima con su pañuelo—. Y me duele que tu padre, aun después de muerto, siga arruinando nuestras vidas, como lo hizo conmigo... por culpa de sus malditos vicios. —No merece tus lágrimas —Gabriel se levantó de la silla y se arrodilló ante ella—. No quiero verte sufrir más, madre. Haré lo que esté en mis manos para evitarte una nueva pena... Ya no hay nada que hacer, salvo seguir adelante. —Lo siento tanto, hijo. —Quédate tranquila. Esto es solo un revés. Encontraré la forma de solucionarlo —le dio un suave beso en la frente y la abrazó con ternura. Más tarde, Gabriel decidió ir al club. Necesitaba distraerse; los problemas comenzaban a sobrepasarlo. Al ingresar en White’s, se encontró con su amigo Andrew Clayton, vizconde de Weymouth. —Mi estimado conde de Headfort, ¿qué hace tan temprano por aquí? —preguntó Weymouth con una sonrisa irónica mientras se dirigían a una mesa. —Hoy no estoy de humor para tus juegos. —No me digas... ¿Tu nueva y misteriosa amante te ha dejado plantado? —No. Hemos quedado de vernos esta noche, en el mismo lugar de siempre. Un lacayo colocó sobre la mesa una botella de whisky con dos vasos. —Entonces, ¿a qué se debe tu mal humor? —Esta mañana fui a la casa de Hutchinson, para intentar llegar a un acuerdo por la deuda que dejó mi padre. —¿Va a ejecutar el poder que tiene sobre tus bienes? —No. Algo peor... Cancelará la deuda solo si a cambio me caso con Lady Miranda. —¿Con la fea? —preguntó el vizconde, atragantándose con el whisky antes de soltar una carcajada—. Dile a ese viejo desgraciado que mejor te deje en la ruina antes de cometer semejante sacrilegio. —¿Podrías, por una vez, dejar la burla para otro día? —replicó Gabriel con ironía, fulminándolo con la mirada. Andrew se encogió de hombros, divertido, y reflexionó en voz alta: —Una jugada maestra del marqués... Solo con chantaje lograría que Lady Feíta, la solterona, consiguiera casarse. Con la otra hija, Lady Megan, no tendrá ningún problema. —No la conozco. —Hermano, es un verdadero encanto. Aún no ha sido presentada en sociedad, pero cuando lo sea, dará mucho de qué hablar. —Solo he coincidido una o dos veces con la solterona... y, honestamente, no tengo deseos de conocer a nadie más de esa familia. —No te culpo. Si me la cruzara en medio de la noche, me moriría del susto —añadió riendo—. Pero en fin, volviendo al tema del matrimonio... Imagino que no aceptaste semejante locura. —¿Acaso tengo otra opción? —Pues no. —¿Y tu querida... aceptará que tomes por esposa a otra mujer? —No lo sé. Eso lo descubriré esta noche, mi estimado vizconde.

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