Prólogo – Domando al Amor
Prólogo – Domando al Amor
El cielo de la tarde comenzaba a cambiar dando paso al atardecer cuando Julieta Medina se quedó parada frente a la puerta de la casa de Clara y Martín.
El aire tenía ese aroma húmedo a tierra recién regada, mezclado con el perfume de los jazmines que trepaban por la galería. Un zorzal cantaba a lo lejos, como si el mundo fuera ajeno a la tormenta que ella llevaba dentro.
Su corazón latía con fuerza, como si cada golpe dentro del pecho le recordara la magnitud de lo que estaba por hacer. La voz de su psicóloga todavía resonaba en su cabeza: “No podrás avanzar si no enfrentás tus errores. Pedí perdón. No debes hacerlo por ellos, Julieta…debes hacerlo por vos”.
Respiró hondo. Tenía las manos frías y la garganta seca, pero aun así levantó el puño y golpeó la madera.
El ruido seco se expandió en el silencio de la tarde. Apenas unos segundos después, la puerta se abrió de golpe y allí apareció otro hombre que no era Martín Saavedra.
Era un hombre que imponía respeto con solo ocupar el marco de la entrada. Alto, de hombros anchos, la camisa vaquera azul arremangada hasta los codos, las manos curtidas por el trabajo. La barba rubia le acentuaba el mentón fuerte, y sus ojos azules, tan claros como el cielo, se clavaron en los de ella con una intensidad que la desarmó en ese instante.
Él la recorrió con la mirada, y una chispa de ironía se encendió en sus labios.
—Mirá vos… —dijo con voz grave, arrastrando las palabras como quien paladea un refrán de campo—. “Hasta la espina se cree rosa cuando florece en la puerta ajena”.
Julieta parpadeó, sorprendida por la frase, sin saber si era un halago o un ataque. Algo en su tono sonaba casi poético, pero su mirada dura lo convertía en filo. Estaba a punto de responder, cuando detrás de él apareció Clara, con su embarazo ya notorio y la expresión de alguien que acababa de ver un fantasma frente a ella.
—¿Qué hacés acá? —soltó Clara, con un tono áspero, como si cada palabra fuera piedra arrojada sin filtro.
Julieta tragó saliva. Buscó sostener la mirada de la mujer a la que había herido tanto, y habló con voz baja pero firme:
—Vine a hablar con vos, Clara… Vine hasta aqui a pedirte perdón.
Mateo arqueó las cejas y soltó una risa seca, sin humor.
Dio un paso hacia adelante, interponiéndose como un guardián. Su cuerpo parecía una muralla.
—Así que vos sos Julieta Medina… —su voz tronó como un látigo—. Vos sos la yegua que intentó destrozar la familia de mi hermana y de mi cuñado.
Las palabras fueron un cuchillazo. Julieta sintió que el calor le subía al rostro, pero no retrocedió.
—Sí —susurró, bajando apenas la vista—. De eso mismo quiero hablar. Sé lo que hice y me pesa todos los días.
Mateo no cedió. Su mirada era un muro de piedra y sus brazos cruzados sobre el pecho reforzaban esa barrera.
—¿Y qué querés? —escupió—. ¿Seguir tirando veneno ahora que ellos están llevándose bien?
Julieta apretó los labios, buscando fuerza en lo más hondo de sí.
—No… —dijo, con un hilo de voz que sin embargo sonó sincero—. Solo quiero pedirles perdón a ellos.
Clara, con los ojos humedecidos por la mezcla de sorpresa y dolor, miró a su hermano.
—Mateo, dejala pasar.
Él giró hacia ella, incrédulo.
—¿En serio? ¿Vas a dejar entrar a una víbora a tu casa de nuevo?
El silencio fue un golpe en el aire.No solo para Julieta si no para Clara también ella había dejado entrar una víbora por años ,pero ya había aprendido la lección.Julieta cerró los ojos un instante y aunque esas palabras la atravesaron como lanzas, se obligó a sostenerse en pie.
Cuando volvió a mirarlo, lo hizo directamente a los ojos y le habló con calma, casi con ternura.
—No vengo a envenenar nada, Mateo… Vengo a pedir perdón. Nada más.
La tensión se podía cortar con cuchillo. El aire mismo parecía cargado de electricidad.
Mateo apretó la mandíbula con tanta fuerza que los músculos del cuello se le marcaron. Cada fibra de su cuerpo gritaba que no era buena idea, que ese rostro bonito no merecía la compasión de su hermana. Pero Clara se hizo a un lado, abriendo la puerta de par en par.
Julieta entró con pasos temblorosos, y al hacerlo sintió que cargaba el peso de todo su pasado sobre los hombros. El perfume de la casa que estaba mezclado con el aroma de una torta de chocolate que se estaba horneado y té de hierbas, le recordó lo que había hecho, lo que había podido destruir y lo que nunca creyó que Martín recuperará.
Mateo la siguió con los ojos, la furia palpitando en sus venas.
Para él, esa mujer no era más que la enemiga que había querido envenenar lo más sagrado de su hermana.
Fue entonces cuando la puerta volvió a abrirse.
Martín apareció en el umbral, con Martina de una mano y el pequeño Benjamín de la otra. Venían riendo, con la inocencia de quien vuelve de un paseo sencillo.
Pero al levantar la vista y encontrarse con Julieta, el gesto de Martín se congeló.
Su voz salió seca, cortante, cargada de un dolor que aún no cicatrizaba.
—Vos no sos bienvenida en mi casa.
Julieta se estremeció, clavando la vista en el suelo.
Martín rodeó con un brazo a su esposa, y enseguida se apresuró en aclarar:
—Clara, yo no tengo nada que ver con esta visita.
Clara lo miró con calma, casi disfrutando el nerviosismo que lo hacía ponerse a la defensiva.
Sus labios dibujaron una mueca serena.
—Ya lo sé, Martín. —Le acarició el brazo, tranquila—. Ella vino porque quiere pedirnos perdón.
El silencio que siguió fue espeso, como si todos los relojes de la casa se hubieran detenido.
Mateo seguía con los brazos cruzados, fulminando con la mirada a Julieta, dispuesto a saltar si era necesario.
Julieta, en cambio, apretaba las manos contra su falda, buscando un ancla para no derrumbarse. Y los niños, ajenos al pasado, se limitaron a mirar con curiosidad a esa mujer que parecía traer la tormenta consigo.
Y aunque no podía imaginarlo, en ese mismo instante comenzaba una historia que ningún caballo, por más indómito que fuera, habría podido predecir.