Capítulo 2— El Día en que Todo se Rompió
El campo estaba en silencio aquella tarde, un silencio que pesaba más que cualquier trueno. La brisa movía las hojas secas, los caballos golpeaban suavemente el suelo con sus cascos, pero dentro de la casa, en ese caserón antiguo que alguna vez había estado lleno de vida, lo único que quedaba era la sombra de una familia rota.
Mateo Iriarte se había acostumbrado al vacío. Desde el accidente de sus padres, la casa nunca volvió a ser la misma. Las risas de su madre en la cocina, el silbido de su padre llamando a los perros, las discusiones suaves sobre el trabajo del tambo… todo se había extinguido en un abrir y cerrar de ojos. Un camión, una ruta mojada, una curva traicionera. Fin.
Él tenía treinta años en ese entonces, y de golpe se sintió como un niño perdido. Clara, su hermana, estaba sumida en sus propios problemas y en el torbellino que luego sería su vida, su embarazo de riesgo y Martín se alejaba con su empresa a cuestas. Mateo quedó en el campo, aferrado a la tierra como si fuera lo único que lo mantenía de pie. Pero el tambo, esa máquina diaria que requería una energía que él ya no tenía, fue lo primero que abandonó. No podía levantarse cada madrugada para un trabajo que le recordaba demasiado a su padre.
Los caballos, en cambio, eran distintos. Ellos no pedían palabras, solo presencia. Se acercaban, lo miraban con esos ojos hondos, y le daban la única compañía que no lo juzgaba. En esos meses oscuros, cuando no quería hablar con nadie, fueron su refugio silencioso.
Pero no fue suficiente. La tristeza lo devoraba por dentro, y aunque él intentaba seguir, se iba hundiendo cada vez más. Entonces estaba Tatiana. Su novia de años, la mujer con la que se iba a casar antes de la tragedia. Habían aplazado la boda porque no había lugar para festejos, pero en el fondo, Mateo pensaba que ella iba a ser su sostén, su motivo para salir de la cama cada mañana.
No fue así.
Al principio, Tatiana parecía acompañarlo. Lo llamaba, le insistía en que debía seguir, que no podía quedarse encerrado entre caballos y recuerdos. Pero con el paso de los días, sus visitas se hicieron menos frecuentes. Cada vez encontraba una excusa distinta para no ir al campo. “Tengo trabajo, estoy cansada, me siento asfixiada allá”. Él trataba de entender, pero sentía el desgarro.
Hasta que un día, las palabras fueron más crueles que el silencio:
—Si querés quedarte encerrado, quédate. Pero yo no voy a hundirme con vos.
Mateo se la quedó mirando, con la garganta cerrada. La amaba, y esa frase le taladró el pecho. No dijo nada, porque en ese entonces todavía estaba paralizado por el dolor. Tatiana se fue, y él se quedó mirando la puerta cerrarse, como si lo abandonara todo al mismo tiempo.
Pasaron semanas. Mateo, con el corazón cargado de culpa y necesidad, decidió que debía cambiar. No podía seguir así. Recordó que había prometido casarse, que ella había sido su compañera durante años, y que tal vez lo único que necesitaban era reencontrarse. Se afeitó, se puso la vieja camisa azul que ella adoraba y subió a la camioneta. La ciudad quedaba a una hora de camino, y en ese trayecto él iba armando en su cabeza las palabras que le diría a su novia.
“Perdóname por haberme caído. Perdóname por no haberte dado lo que merecías. Vamos a empezar de nuevo. Me hacés falta, Tatiana.”
El tránsito estaba cargado, el cielo nublado, pero Mateo se sentía por primera vez en meses con un propósito claro. Tenía miedo, claro, pero también esperanza.
Cuando llegó al edificio donde Tatiana vivía, estacionó y respiró hondo. Recordaba bien ese apartamento,era el lugar donde solían encontrarse cada vez que él iba a la ciudad tenían una relación buena y nunca discutían hasta ahora.Ella también iba al campo, pero hacía tiempo que no pisaba su casa.
Subió las escaleras, porque el ascensor estaba roto. Cada peldaño le pesaba, pero al mismo tiempo lo acercaba a lo que él creía sería un nuevo comienzo. Cuando llegó frente a la puerta, golpeó suavemente. No obtuvo respuesta. Volvió a golpear, esta vez con más fuerza. Nada.
El corazón le latía fuerte. Probó el picaporte. Para su sorpresa, estaba abierto.
Empujó la puerta.
El primer sonido que escuchó fue una risa. Una risa que conocía demasiado bien. La de Tatiana. Y una voz masculina que no tardó en reconocer.
Se le heló la sangre.
Avanzó unos pasos, como un fantasma. El pasillo lo llevó directo al living. Y allí estaban: Tatiana y Ramiro Cáceres, su mejor amigo de toda la vida, el hombre con el que había compartido asados, confidencias y cabalgatas, estaban enredados en el sofá.
La camisa de ella abierta, el cuerpo de él encima, las manos donde no tenían que estar. La traición era tan evidente que dolía en los ojos.
—¿Qué…? —la palabra apenas salió de su garganta, rota, desfigurada.
Tatiana dio un salto, con el rostro desencajado, mientras trataba de cubrirse con una manta. Ramiro se incorporó de golpe, sudoroso, con la mirada de un niño atrapado robando.
—Mateo… —balbuceó Tatiana, extendiendo una mano hacia él, temblorosa—. No es lo que parece…
—¡No te atrevas! —rugió él, la voz quebrada entre rabia y dolor—. ¡No te atrevas a decir esa maldita frase!
Ramiro intentó acercarse, las manos alzadas buscando calmarlo.
—Amigo, dejame explicarte…
—¿Amigo? —Mateo escupió la palabra como si fuera veneno—. Vos eras mi hermano, Ramiro. Mi hermano.
El silencio posterior fue insoportable. Solo se escuchaba la respiración agitada de los tres. Tatiana lloraba, balbuceando excusas que ya no tenían ningún peso. Ramiro bajó la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada.
Mateo sintió que todo su cuerpo temblaba. No sabía si pegarle, si gritar, si romper algo. Pero nada alcanzaría para arrancar ese dolor. Esa imagen ya se había clavado en su memoria como un hierro candente.
Dio un paso atrás, luego otro, como si necesitara aire. El mundo giraba, la habitación parecía cerrarse sobre él. Finalmente, sin decir más, salió de ese lugar.
Cuando llegó a la calle, el aire frío lo golpeó de lleno. Se apoyó contra la camioneta y cerró los ojos. Le temblaban las manos. Sentía que había perdido a todos: a sus padres, a la mujer que amaba, al amigo en el que confiaba. Estaba solo.
Manejando de regreso al campo, la rabia y la tristeza se mezclaban como un torbellino dentro de él. Golpeó el volante, gritó, maldijo. Y cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue caminar hacia los corrales. Los caballos lo esperaban, como siempre, con esa calma muda que parecía entenderlo sin preguntas.
Se quedó horas allí, acariciando a su yegua preferida, un pura sangre tordillo que había sido el orgullo de su padre. Lloró en silencio, con la frente apoyada en el cuello del animal.
—Solo quedamos vos y yo —susurró, con voz ronca.
Esa noche, sentado en el viejo galpón, tomó una decisión: si todo lo demás lo había traicionado, los caballos serían su nueva vida. No quería saber nada de fiestas, de casamientos, de amistades falsas. Su refugio sería el campo, y su venganza contra la tristeza sería convertir ese criadero en algo grande, en un lugar que llevara el apellido Iriarte con orgullo.
No sabía cuánto le iba a costar. No sabía que la soledad también iba a ser dura. Pero estaba convencido de algo , él no volvería a confiar en nadie. La gente te traiciona fácilmente. El amor, para él, había muerto aquella tarde.