1 El Dolor de la Traición

2046 Words
--- Capítulo 1 El Dolor de la Traición Francisco Noble empujó las puertas dobles de su despacho con una fuerza brutal, haciendo que la madera crujiera y que el sonido retumbara por toda la estancia. Su entrada fue un golpe seco, una manifestación de la tormenta que llevaba dentro. Pero nadie en la habitación se sobresaltó. Todos lo esperaban. Sabían que llegaría en algún momento, y sabían que no vendría en calma. El aire estaba cargado de un aroma penetrante a whisky y algo más, algo más turbio y químico, un rastro apenas perceptible que solo aquellos con el olfato agudo podían detectar. Sus ojos, rojos e inyectados de sangre, escudriñaron la sala con una mezcla de furia y desesperación. Su mandíbula se tensaba con tanta fuerza que parecía que sus dientes podrían romperse en cualquier momento. A pesar de su traje impecable y sus zapatos lustrados, había algo en su apariencia que lo delataba: las manos crispadas, el cabello ligeramente despeinado y un temblor imperceptible en los dedos. Francisco Noble no era un hombre que perdiera el control fácilmente. Y, sin embargo, estaba al borde del abismo. —Necesito que me ayuden. Su voz sonó grave, más rasposa de lo habitual. El silencio se hizo más denso, y los hombres en la sala intercambiaron miradas furtivas. Ahí estaban: políticos de alto nivel, empresarios con fortunas inconmensurables y oficiales de la policía que llevaban años encubriendo los rastros de su poder. Eran su red de aliados, los que le debían lealtad, favores… y silencio. Pero esta vez, la situación era diferente. —Paula… se llevó a mi hijo. El nombre de su esposa salió de su boca con un tono amargo, casi venenoso. —¡Me lo ha robado! ¡Me lo ha secuestrado! Golpeó la mesa con ambas manos, haciendo temblar las copas de whisky y desatando un eco en la habitación. La rabia se le desbordaba por los poros, pero debajo de esa ira había algo más. Un miedo latente, un vacío devorador que lo estaba consumiendo desde dentro. Uno de los oficiales, un hombre alto y de rostro pétreo, se aclaró la garganta antes de hablar. —Francisco, cálmate. Su tono era seco, cortante. —¿Qué quieres decir con "secuestro"? —¡Lo que escuchaste! —rugió Francisco, inclinándose hacia él con una furia temblorosa. —Se lo llevó a otro país. ¡Desapareció! No me avisó, no me consultó, no dejó ninguna maldita explicación. Simplemente huyó como una cobarde, llevándose a mi hijo. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, como un veneno que todos preferían no inhalar. Nadie respondió de inmediato. No porque no tuvieran nada que decir, sino porque estaban sopesando qué tanto de lo que Francisco decía era verdad. Uno de los empresarios, un hombre mayor con el cabello plateado y mirada calculadora, se cruzó de brazos. —Francisco… —su tono era cauteloso—. ¿Por qué tu esposa haría algo así? Un silencio tenso cayó sobre la sala. Francisco sintió que el aire en sus pulmones se volvía insuficiente. Sabía lo que todos estaban pensando. Sabía que ninguno confiaba completamente en él. —Paula… —Su voz se quebró ligeramente. Tragó saliva y se obligó a recomponerse. —Ella está confundida. Ha creído en cosas que no son ciertas. Se ha dejado llenar la cabeza por mentiras, por gente que quiere destruirme. Pero no voy a permitirlo. No voy a dejar que me quite a Sergio. Los hombres intercambiaron miradas de nuevo. Algunos bebieron de sus copas sin decir nada. Otros parecían sopesar sus palabras. Finalmente, el oficial con la cicatriz en la mejilla apoyó los codos sobre la mesa. —Francisco, vamos a ser francos. —Lo miró fijamente, sin parpadear. —Si Paula huyó contigo y tu hijo, no fue por capricho. Algo la hizo salir corriendo. —¡Mentira! —espetó Francisco. —¡Yo no hice nada! Pero incluso él sintió lo poco convincente que sonaron sus propias palabras. El oficial chasqueó la lengua y se recostó en su asiento con expresión cínica. —Mira… no nos vengas con cuentos. Todos aquí sabemos lo que eres capaz de hacer. ¿Nos quieres hacer creer que ella simplemente… se volvió loca y huyó sin razón? Francisco sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que su control sobre la situación se resquebrajaba. —¡No hice nada! —repitió con los dientes apretados. Pero su desesperación lo delataba. El empresario de cabello gris tomó un sorbo de su whisky antes de hablar. —Francisco, no estamos aquí para juzgarte. —Su tono era pausado, pero firme. —Lo que importa es lo que vamos a hacer ahora. Francisco pasó las manos por su rostro y tomó una gran bocanada de aire. —No me importa lo que cueste. No me importa si tengo que mover cielo y tierra. Solo quiero a Sergio de vuelta. El oficial con la cicatriz asintió lentamente. —Podemos encontrarla. Pero si realmente quieres recuperar a tu hijo, tendremos que actuar rápido y con precisión. —Y de forma discreta. —intervino el empresario de cabello gris, su voz ahora más seria. —Si alguien fuera de este círculo se entera de lo que está pasando, tu reputación podría estar en peligro. Y con ella, todo lo que hemos construido juntos. Francisco sintió un nudo en el estómago. Detestaba que alguien le recordara sus vulnerabilidades, pero sabía que el hombre tenía razón. —Nadie se enterará. —Sus palabras salieron como una promesa. —Esto se resolverá de manera discreta. Paula no tiene idea de con quién está jugando. Carlos, el oficial con la cicatriz, se levantó de su asiento. —Haré algunas llamadas. Tenemos un par de días, tal vez menos, antes de que ella se mueva otra vez. Francisco asintió, pero su mente seguía llena de imágenes de Paula y Sergio. Su hijo, su pequeño, arrancado de sus brazos. Y Paula… su traidora esposa. La rabia hervía en su interior, pero también algo más: un miedo profundo que no se atrevía a admitir. Caminó hacia una de las enormes ventanas de su despacho. Desde allí, podía ver la ciudad extendiéndose ante él. Una vista que siempre lo llenaba de satisfacción y control. Pero esa noche, todo se sentía inalcanzable. Cerró los ojos y respiró hondo. Su vida siempre había sido una serie de batallas, y esta no sería diferente. Porque, para Francisco Noble, perder nunca era una opción. Y aunque no lo admitiera en voz alta, en el fondo sabía que esta batalla no solo se trataba de recuperar a su hijo… sino de evitar su propia caída. Capítulo 1 El Dolor de la Traición Francisco Noble se retiró de la reunión con pasos firmes pero con la respiración alterada. Su corazón latía con violencia dentro de su pecho, y la ira hervía en su sangre como un veneno imparable. Las puertas dobles del despacho se cerraron tras él con un golpe seco. Durante unos segundos, el silencio reinó en la habitación. Nadie habló, nadie se movió. Solo se escuchaba el suave tintineo de los hielos derritiéndose en las copas medio llenas de whisky. Fue el empresario de cabello gris el primero en romper el mutismo. Chasqueó la lengua con desdén y sacudió la cabeza antes de soltar en voz baja, pero con una claridad cortante: —Yo no voy a apoyar a un narcotraficante que se droga con la misma porquería que vende. Las palabras flotaron en el aire como una sentencia. Algunos en la sala intercambiaron miradas, otros bebieron de sus copas sin decir nada, pero nadie objetó. Otro empresario, de rostro anguloso y barba perfectamente recortada, dejó escapar un suspiro cansado mientras pasaba un dedo por el borde de su vaso. —Siempre ha sido un hijo de puta, pero antes tenía cabeza. Antes sabíamos que, aunque fuera un bastardo, al menos pensaba con lógica. Ahora… —sacudió la cabeza con una mueca de repulsión. —Mírenlo. Se droga, se ahoga en alcohol, se deja consumir por su propia mierda. El hombre que había hablado primero asintió lentamente. —Si su esposa se fue de esa manera… con su hijo, sin decir una sola palabra, huyendo sin mirar atrás, es porque algo demasiado grande hizo. Su voz sonó grave, cortante, llena de convicción. —Esa mujer lo soportó todo. El resto de los hombres asintieron en silencio. Paula. Esa mujer, que había sido la sombra sumisa de Francisco durante años. Que había agachado la cabeza, que había callado cuando él gritaba, que había fingido no ver cuando él llegaba con el olor de otras mujeres impregnado en la piel. Que había sido su adorno, su trofeo, su prisionera. Y, sin embargo, se había ido. No con escándalos. No con amenazas ni venganza. No con lágrimas públicas ni gritos desesperados. Se había ido en silencio. Había desaparecido como un fantasma en la noche, llevándose lo más valioso para él: su hijo. Y ese hecho, por sí solo, decía más de lo que cualquier palabra podría expresar. —Para que una mujer como ella haya tenido el valor de huir así… algo imperdonable debió hacerle. La frase quedó suspendida en el aire. Nadie la negó. Un tercer hombre, un oficial de alto rango con el uniforme impecable y una expresión de aburrimiento en el rostro, se inclinó hacia adelante con los codos sobre la mesa. —No me sorprende. —Soltó una risa seca. —Siempre supe que ese cabrón iba a terminar perdiéndolo todo. El empresario de barba rió entre dientes. —Lo que pasa es que él se creyó intocable. Se pensó invencible. El hombre de cabello gris sonrió con sarcasmo. —Y miren entonces en lo que terminó. Suplicando como un perro rabioso para que lo ayudemos a encontrar a su esposa y a su hijo. Una carcajada amarga recorrió la mesa. El oficial se encogió de hombros. —No pienso mover un dedo por él. No soy su niñera, y mucho menos su salvador. Que se ahogue en su propia mierda. —Yo tampoco. —respondió el empresario de barba, apurando el último trago de su whisky. —Deberíamos alejarnos de él lo más rápido posible. Si sigue así, va a arrastrarnos con él cuando caiga. Y caerá. Más asientos se removieron, más cabezas asintieron en acuerdo. Uno a uno, los hombres de la mesa dejaron claras sus posturas. Ninguno ayudaría a Francisco. Ninguno estaba dispuesto a poner su reputación, su dinero o su poder en juego por un hombre que ya estaba condenado. Excepto uno. Carlos, el oficial con la cicatriz en la mejilla, observó la escena sin moverse, sin hablar. Dejó que los demás escupieran su desprecio, que firmaran en silencio la sentencia de Francisco. Cuando todos se callaron, él se levantó de su asiento y se ajustó la chaqueta. —Yo lo ayudaré. Las miradas se giraron hacia él con sorpresa y escepticismo. El empresario de barba arqueó una ceja. —¿Tú? ¿Por qué demonios harías eso? Carlos sonrió de lado y se encogió de hombros con indiferencia. —Porque cuando la mayoría decide no moverse, es cuando más conviene moverse. El hombre de cabello gris entrecerró los ojos, intentando leer entre líneas. Carlos tomó su vaso, se lo llevó a los labios y bebió un sorbo pausado antes de añadir: —Francisco está acabado, sí. Pero si lo dejo caer sin más, no obtendré nada. En cambio, si lo ayudo… tal vez pueda sacar algo útil de todo esto. El oficial de alto rango dejó escapar una risa baja. —No me sorprende. Siempre fuiste un cabrón oportunista. Carlos le dedicó una sonrisa ladeada. —Gracias por el cumplido. El empresario de barba negó con la cabeza y suspiró. —Haz lo que quieras. Pero cuando Francisco termine hundiéndose del todo… no esperes que nosotros vayamos a sacarte de la misma cloaca. Carlos sonrió, bebió el último sorbo de su vaso y lo dejó sobre la mesa con un golpe sordo. —Tranquilos, caballeros. Yo sé perfectamente cómo nadar en la mierda sin ahogarme. Y con esas palabras, salió del despacho con paso tranquilo, dejando atrás el eco de su decisión flotando en el aire cargado de whisky y desprecio.
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