El aire frío de Moscú tenía un sonido metálico, un eco familiar para Raed Richter, pero la melodía de su visita era la mayor de las traiciones. Aterrizó en la ciudad con una frialdad calculada, dispuesto a entregar a la mujer que más amaba en las manos de un hombre que no conocía del todo, un hombre al que solo había juzgado por su apellido. Su hermana, Celine, sonreía con una ingenuidad que Raed no había visto en ella en años, una felicidad que contrastaba con la oscuridad que él llevaba por dentro.
Mientras su chofer conducía por una de las calles más concurridas de Moscú, un chirrido de metal y un golpe seco le hicieron volver a la realidad. Raed ni se inmutó. Estaba acostumbrado a los accidentes; el dinero, en su mundo, lo solucionaba todo.
—Ocúpate de esto. No pierdas tiempo —le ordenó a su chofer sin siquiera mirar por la ventana.
Sin embargo, a los pocos segundos, una voz femenina y altiva se alzó sobre el bullicio de la calle.
—¡Usted y ese inútil van a salir de este auto y van a ver lo que han hecho!
Raed arrugó el entrecejo, extrañado. A nadie en la mafia se le hablaba así. Movido por la curiosidad, se bajó. Lo primero que vio no fue su auto, ni el pequeño choque, sino a la mujer de la voz furiosa. Su cabello, un río de cobre ondulado, enmarcado por un halo de furia, caía sobre sus hombros. Sus ojos, de un azul eléctrico, eran intensos y grandes, lanzando chispas. Llevaba un vestido elegante, pero se movía con la fuerza de un huracán.
—Señorita, no hay necesidad de tanto escándalo —intervino su chofer, ofreciendo un fajo de dinero—. El señor se encargará de los daños. Con esto bastará para el arreglo y para las molestias.
La mujer rió, una risa helada y despectiva. Sus ojos se clavaron en Raed, que se sintió estupefacto. Ninguna mujer le había hablado de esa manera. El insulto del dinero era una afrenta personal, y él, que lo tenía todo, se sintió humillado. Pero, en vez de enojarse, una extraña fascinación le recorrió el cuerpo.
—Le pido disculpas en nombre de mi chofer. Ha sido un accidente —dijo, usando una voz más suave de lo que le habría gustado.
—Claro que lo ha sido —respondió ella, sin bajar la guardia—. Pero el descaro de querer solucionarlo con dinero es un insulto. Mi auto será reparado como es debido. ¿Entendido?
Raed asintió, su mente ya no pensaba en el accidente, sino en la mujer que tenía frente a él. Su instinto de cazador, dormido por años de tedio, se despertó con una fuerza que no había sentido en mucho tiempo.
—Entendido. Le pido su contacto para que mi equipo de reparaciones se encargue de todo, señorita…
—Catrina —respondió ella, dándole un papelito con un número y su nombre—. Y espero que su equipo sea tan eficiente como usted de condescendiente.
Catrina se subió a su auto y se marchó, dejándolo con una sonrisa de lobo y el firme propósito de cazar a esa mujer.
Después del altercado, Raed se dirigió a la mansión que había alquilado. Era una construcción sobria y elegante, muy alejada de la ostentosa opulencia de la mafia rusa. Un lugar que él había elegido a propósito, como una declaración silenciosa de sus intenciones. Cuando entró, su hermana Celine lo recibió con los brazos abiertos, su rostro iluminado por una felicidad que lo hizo sentir culpable.
—¡Raed, mi niño! Has llegado —exclamó ella, abrazándolo con fuerza. Llevaba una caja envuelta en papel dorado. Un regalo de Can.
Raed besó la frente de Celine, sintiendo el calor de su piel. Era la única persona en el mundo a la que permitía ese tipo de intimidad.
—He llegado. Y estoy preparado para esa cena. Espero que ese marido tuyo sea tan bueno como tú dices —le dijo, su voz un eco de acero pulido, un tono que solo ella podía suavizar—. Recuerda que eres una joya, Celine. Y una joya no se le entrega a cualquier banquero.
Celine se separó de él y le sonrió con una dulzura que le rompió el corazón.
—Esta joya tiene cincuenta y tres años, Raed, y una sola oportunidad de casarse y ser feliz. Déjame intentarlo. Ha pasado mucho tiempo desde que un hombre se interesaba en mí... sin querer algo a cambio.
Raed la miró a los ojos, sintiendo un nudo en el estómago. La urgencia en las palabras de Celine era un golpe directo a su armadura. Sabía que ella tenía razón. Su crecimiento en el bajo mundo había negado a su hermana el derecho a una vida normal. Muchos hombres le temían solo por ser la hermana de Raed Richter. Pero este ruso... este hombre había ido por ella.
—No me interpongo, Celine. Pero quiero estar seguro de que es de verdad. Quiero estar seguro de que serás feliz —le prometió, con la seriedad de un juez que dictamina un veredicto.
Celine le acarició el rostro con ternura.
—Por eso es que te llaman "el juez", Raed. Porque vives juzgando sin conocer. Por una vez, déjate llevar. Pórtate bien en la cena, ¿quieres?
La idea de ser juzgado por su hermana por su frialdad y su arrogancia era algo que Raed no había contemplado. Ella tenía razón. Él, que era dueño de la mitad de Alemania y de su bajo mundo, era un hombre que lo tenía todo, excepto la capacidad de confiar.
—Recuerda que él tiene una hija. Quiero dar una buena impresión, Raed. Quiero que vean que sí pude criar a un buen hombre, fuerte, leal y temible. Quiero que esa familia vea que sí puedo sostener un hogar.
La súplica en sus palabras era un eco de su deseo más profundo. Él se había convertido en un capo para protegerla, pero en el proceso, le había arrebatado el sueño de una vida normal.
Raed miró el número de la mujer que acababa de conocer. La mujer del altercado. La misma mujer que, en su mente, se había convertido en su próxima conquista. Mientras lo anotaba en su celular, una idea perversa se formó en su mente: tal vez esa noche, conseguiría las dos cosas que deseaba.
—Me portaré bien, Celine. No te preocupes. Serás feliz. El pronóstico dice que habrán buenos vientos —dijo con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
El pronóstico, en su mente, era muy distinto. El pronóstico era una noche con Catrina. Por supuesto que arreglaría su auto, y tal vez, un poco más. Raed no sabía que el destino tenía sus propios planes y que la mujer a la que quería cazar, ya estaba en su telaraña.
Después de asegurar que la mansión de alquiler tenía la misma seguridad que un búnker, Raed tomó una ducha y se preparó para la noche. Se vistió con un traje oscuro de un corte impecable, una segunda piel que ocultaba las cicatrices de su mundo. Al bajar, su hermana lo esperaba, radiante, vestida como una diosa madura. Celine se veía hermosa y feliz, una visión que tranquilizó a Raed, pero que también reforzó su determinación.
Durante el trayecto, él habló poco. Su mente, un tablero de ajedrez, analizaba cada posible movimiento de Can Volkanosky. Se juró a sí mismo que ese ruso debía ser un hombre leal y bueno con Celine. Si no lo era, si se atrevía a romper el corazón de su hermana, este matrimonio le costaría la vida. Nadie, ni siquiera el capo ruso, se interpondría en el camino de la felicidad de Celine.
La noche en la mansión de los Volkanosky estaba vestida de un lujo abrumador. Lámparas de cristal de Murano colgaban del techo, las paredes respiraban historia con cuadros de maestros antiguos y el jardín parecía un escenario preparado para recibir a la élite de dos mundos: el ruso y el alemán.
Raed Richter permanecía de pie junto a la entrada principal, impecable. Su mirada, de un gris tormentoso, buscaba algo en particular, como un cazador que sigue el rastro de su presa. Y entonces lo vio. Estacionado en la entrada de la majestuosa casona, bajo la luz de una farola de la calle, se encontraba el Audi con el pequeño rasguño que conocía de primera mano. Un golpe de realidad lo atravesó con la fuerza de un rayo. El estómago se le encogió al comprender la cruel ironía: la mujer con la que había fantaseado esa tarde, la arrogante y altiva que le había rechazado un billete como si fuera basura, era nada menos que una Volkanosky.
—Señor Richter —la voz del mayordomo lo sacó de sus pensamientos. Parecía que su llegada había sido prevista—. El señor Volkanosky y su hija lo esperan.
Raed asintió con una sonrisa breve y seca, un gesto que no alcanzó a sus ojos, y avanzó.
Can Volkanosky salió a recibirlos. Abrazó a Celine como si fuera su mujer, la besó en la mejilla con una familiaridad que le revolvió el estómago a Raed.
—Bienvenida, mi hermosa prometida. Mi madre y mi hija mueren por conocerte y, debo advertirte, mi hermana Tamara te matará a preguntas. Raed, es un placer tenerte aquí en Rusia. Espero que te sientas como en casa.
Celine sonrió, y Raed se recordó a sí mismo por qué estaba allí.
—El placer es nuestro, Can. Pero no estoy aquí para sentirme como en casa. Estoy aquí para hablar de matrimonio y acuerdos. Ya sabes cómo son las cosas en nuestro mundo.
El ambiente se tensó. El aire, ya frío, se volvió gélido.
Pero Can no, respondió porque en ese instante, Raed la vio.
Descendió por la escalinata con una gracia natural, envuelta en un vestido n***o que dibujaba la silueta de un cuerpo que parecía frágil pero que se movía con un poder silencioso. Su cabello rojizo, vibrante, parecía incendiarse bajo las luces doradas del salón. Sus ojos, de un azul enorme, se clavaron en él con una calma calculada. Y Raed vio, en esa mirada, la misma chispa de furia que lo había desafiado en la calle.
—Ella es mi hija, Catrina —anunció Can, con un tono que oscilaba entre el orgullo y la advertencia—. Esta noche conocerá a quienes pronto serán parte de nuestra familia.
Catrina inclinó apenas la cabeza y sonrió con cortesía, pero sus ojos permanecieron fríos.
Raed devolvió el gesto con un asentimiento mínimo. No le ofreció la mano. Un silencio denso y cargado de dobles intenciones se instaló en el aire.
—Es un placer, señor Richter —dijo ella con voz serena, aunque sus ojos lanzaban chispas—. Espero que su gente repare los daños con la misma eficiencia con la que usted reparte condescendencia.
El comentario lo golpeó de lleno. La referencia a su encuentro en la calle lo desarmó por un segundo. Sus ojos de acero titilaron, revelando una vulnerabilidad que odiaba mostrar.
Can los observó con una ceja arqueada, Tamara escondió una sonrisa detrás de su copa de vino, y la abuela se acomodó en su sillón, oliendo la tensión como si fuera un perfume caro. Para ellos, era el espectáculo de dos tigres midiéndose las garras.
Raed se recompuso, su voz volviendo a su tono frío y acerado.
—No esperaba menos de una Volkanosky. Directa y sin filtros.
Catrina sostuvo su mirada sin parpadear.
—Y yo no esperaba menos de un Richter. Orgullo y hielo.
El choque estaba declarado. La cena se sirvió en medio de frases medidas, miradas calculadas y silencios largos. La diplomacia mafiosa se mezclaba con la peligrosa atracción. Raed seguía observándola, tratando de reconciliar a la mujer que había fantaseado con la que tenía frente a él. La mujer fuerte de la calle, la heredera rebelde que se negó a ser una marioneta. El hielo alemán había chocado con el fuego ruso, y la colisión prometía ser tan devastadora como apasionada.