Después de la cena, Raed le hizo una seña a Volkanosky, pidiendo hablar en privado. El ruso lo condujo hasta su oficina, un lugar sobrio que contrastaba con el lujo del resto de la mansión. El aire estaba impregnado de un olor a cuero y humo añejo que Raed encontró familiar. Can sirvió dos tragos de vodka en vasos de cristal pesado y encendió un cigarrillo con parsimonia.
—Dime, Can —comenzó Raed, con la voz grave, exhalando una nube de humo que flotó entre ellos como un fantasma—. No hemos venido hasta aquí solo por los buenos modales. Así que dime, ¿qué planes tienes con esta unión? Porque un hombre como tú no hace nada si no quiere algo a cambio.
Raed sostuvo el vaso sin beber, su mirada fija en el humo.
—No voy a mentirte, Juez. Somos dos hombres y sabemos de lo que estamos hechos. No te diré que estoy perdidamente enamorado de tu hermana, porque la única mujer que amé en esta vida fue la madre de Catrina. Y como sabes… ella está muerta. —Can se inclinó hacia atrás en el sillón, con una mueca seca en el rostro—. Celine no tendrá que cuidarse de un fantasma. Soy un hombre mayor. Ya no ando detrás de diamantes, ya pasé esa época. Lo que necesito ahora es una compañera. Una mujer buena. Y quién mejor que tu hermana.
Can dejó el cigarrillo en el cenicero y añadió, con un brillo de cálculo en los ojos que Raed entendió a la perfección:
—Pero tampoco voy a mentirte, Raed. Por supuesto que quiero algo. Todos queremos algo. Quiero entrar en los negocios de Alemania… y quién mejor que bajo tu protección.
Raed encendió su propio cigarrillo. Observó al ruso en silencio, analizando cada palabra, cada gesto, como un cazador que evalúa la trampa de su presa. Luego habló despacio, con la voz impregnada de hierro:
—Ya que me hablas con la sinceridad de un hombre, yo también lo haré. Te protegeré en todo lo que pueda… a menos que busques problemas innecesarios. Ahí ya estarás por tu cuenta.
Acercó el rostro, sus ojos como cuchillas.
—Y otra cosa, Can: cada lágrima de Celine te será cobrada. Porque te estoy entregando una joya, mi única familia. Algo que no paga el dinero ni las alianzas. Un hombre de mi mundo no te da la mano, te da un ultimátum. —Hizo una pausa, exhalando humo, y remató—: Ahora dime, ¿puedo llamarte cuñado con confianza… o tengo que comprar un arma y mandar a grabar dos balas con tu nombre y el de cualquiera de esta casa?
Can lo miró en silencio unos segundos. La amenaza no lo amedrentó; al contrario, le mostró que Raed era un hombre de palabra. Luego sonrió, una sonrisa fría que no llegaba a los ojos.
—No esperaba menos de ti, juez. Sé que esto no es un juego. Tienes mi palabra: seré un buen esposo para tu hermana. Aquí jamás le faltará nada. Nunca será irrespetada. Pero tú, como mi cuñado, también darás a respetar mi nombre, para que yo pueda mezclarme en esos mundos bajos que tanto dominas.
Raed apagó su cigarrillo en el cenicero, se puso de pie y ajustó la chaqueta.
—Entonces está más que hablado. —Alzó el vaso de vodka y lo vació de un trago, como si estuviera extinguiendo un incendio en su interior. —Salgamos. Brindemos. Demostrémosle a mi hermana que nos llevamos de maravilla, cuñado.
Ambos se rieron, aunque no sentían nada de lo que decían. Lo único verdadero en la mente de Raed era la imagen de la mujer del cabello cobrizo, que lo seguía atormentando aún entre humo y cristal.
Antes de salir de la oficina, Can lo detuvo con una última frase:
—Como te dije, juez, seré un buen esposo. El hogar de tu hermana brillará de felicidad. Te doy mi palabra.
Raed lo observó en silencio, esa confianza en la voz de Can, esa seguridad, le picaba en el orgullo. Con esa crudeza que lo caracterizaba, soltó lo que tenía atravesado en la garganta:
—Eso lo pongo un poco en duda. Porque tu hija… sí, es hermosa, nadie lo niega. Pero no sirvió ni siquiera para mantener a su marido lejos de otras piernas. Eso me dice que, por muy bien criada que esté en esta casa, no sabe dominar un hogar.
Las palabras fueron un látigo. A Can se le heló la sangre. El rostro se le endureció, y en un segundo, se levantó de su silla con los ojos encendidos. Su voz se hizo un gruñido de lobo.
—Ahí sí te voy a aclarar algo, cuñado. Mi hija es una tigra. Y con los tigres no se juega. Flavio creyó que podía manipularla, maltratarla, quebrarla a su antojo. Pero mi hija es una Volkanosky. Y los Volkanosky no se quiebran, y muy pocos se atreven a mentirnos en la cara.
Raed sostuvo esa mirada con el mismo temple de hierro. La tensión era tan densa que el humo de los cigarrillos parecía flotar inmóvil en el aire. Can dio un paso al frente, invadiendo el espacio de Raed.
—Así que quédate tranquilo. Por lo que viniste, te puedes ir contento. Tu hermana aquí será feliz, y nuestra alianza perdurará.
Raed respondió como si nada lo afectara. Pero en sus ojos seguía brillando el mismo interés malsano por la mujer de cabello cobrizo.
—Entonces —dijo con un gesto frío—, esperaremos ver cómo se desenlaza este amor.
Y juntos salieron, aparentando cordialidad, mientras afuera las risas de las mujeres llenaban el salón. Pero Raed, en silencio, sabía que lo que de verdad lo mantenía inquieto no era la alianza… sino esa tigra de mirada azul que le había incendiado la sangre.
La celebración familiar fue sencilla, sin muchos adornos. Entre risas y brindis, Can se levantó, tomó la mano de Celine y, con la sobriedad que lo caracterizaba, deslizó un anillo de diamantes en su dedo. Era una pieza modesta para un hombre de su poder, lo que le daba un toque de autenticidad. Así, sin más, quedó sellado que en tres meses habría matrimonio.
Raed observó en silencio, su copa en mano. Sus labios sonreían por la evidente felicidad de su hermana, pero sus ojos eran fríos y calculadores, un contraste que nadie, excepto quizás Catrina, podría haber detectado. Cuando su mirada se posó en la hija de Can, la descubrió sonriendo por su padre, aunque no con la misma alegría. Había algo en esa expresión: un gesto sutil, un brillo incómodo en su mirada que le decía que aquella unión no le caía del todo bien. Aquello le hizo sentir una pizca de curiosidad.
Él no comentó nada, solo asentía de vez en cuando, guardando su papel de hermano complacido y futuro cuñado. Pero Raed no era un hombre ingenuo. A mitad de la velada, se excusó para atender una llamada. Su tono cambió apenas escuchó la voz al otro lado de la línea.
—¿Está listo? —preguntó en un susurro grave.
—El informe lo espera en la casa de alquiler, juez. Movimientos criminales, socios, familia… todo lo que pidió —respondió su hombre de confianza.
Raed sonrió con la frialdad de quien juega una partida larga de ajedrez, moviendo sus piezas en silencio. Nadie en esa casa sospechaba que ya había puesto a su futuro cuñado bajo la lupa, analizando cada aspecto de su vida y sus negocios. No confiaba en la palabra, solo en los hechos.
De regreso hacia el salón, un perfume dulce lo detuvo. Era una fragancia de lilas que le trajo un recuerdo fugaz de su madre. Catrina estaba allí, esperándolo con los brazos cruzados y esa insolencia elegante que solo tenían las mujeres seguras de sí mismas. La veía como un tigre que aguarda su momento.
—Entonces, ¿van a reparar mi auto o no? —preguntó con ironía, alzando una ceja—. Porque ahora con el cuento de que somos familia, capaz me lo dejan para el año que viene.
Raed la miró, y la chispa en sus ojos lo traicionó por un segundo. La ironía de la situación le pareció deliciosa. Se inclinó apenas hacia ella.
—No sabes de lo que te has salvado por ese simple hecho... —murmuró con voz grave, dejando que el significado quedara en el aire—. Pero sí, repararán tu auto. Quedará como nuevo.
El silencio entre ambos fue corto, pero intenso. Las palabras no dichas llenaron el vacío. La tensión entre el deseo de Raed y el desprecio de Catrina era casi palpable.
Él se giró y caminó hacia Can, que lo esperaba de pie para estrecharle la mano.
—Cuñado —dijo Can con solemnidad—, ya hablaremos con calma de los detalles. No quiero que te marches sin la promesa de un almuerzo en familia.
Raed asintió, firme, apretando con fuerza su mano.
—Será un honor, Can. En cuanto regrese de mis asuntos pendientes, almorzaremos juntos. La familia siempre merece tiempo.
Can sonrió con orgullo.
—Así me gusta escucharlo. Aquí tendrás un lugar en nuestra mesa… y en nuestra confianza.
Raed sostuvo un segundo más el apretón, como si sus palabras tuvieran un peso mayor del que dejaba ver su voz.
—No lo dudo. Ya veremos, entonces, cómo se van encajando las piezas.
Acto seguido, soltó la mano de Can, tomó del brazo a Celine y se marchó sin más.
Catrina lo siguió con la mirada, el pecho apretado en una contradicción extraña. Algo en la voz y en los ojos de aquel hombre la había estremecido, aunque al mismo tiempo le disgustaba su frialdad y esa arrogancia que parecía envolverlo como una segunda piel. No podía evitar pensar en él.
Ella no lo sabía todavía, pero ese instante, tan fugaz y silencioso, había sido el verdadero comienzo de su tormenta.