El Hilo y el Hielo

1944 Words
La noche en la mansión Volkanosky se disolvió lentamente en una atmósfera de familiaridad. Mientras Can y Lucinda se retiraban, Catrina y Tamara se quedaron en el salón, terminando las últimas copas de vino. El eco de los brindis se había desvanecido, dejando un silencio que invitaba a la confidencia. —¿Viste ese cuerpo? —dijo Tamara, rompiendo el silencio con una voz que vibraba de emoción—. Musculoso, alto, esos ojos azules… hasta su cabello castaño dorado parecía brillar bajo la luz. Y con esa frialdad suya… uff, todavía mejor, lo hace ver más interesante. Catrina rodó los ojos con fastidio. La conversación le resultaba agotadora. Su mente, en cambio, seguía reviviendo la última mirada de Raed. —Tú lo pintas como si fuera una estatua griega, Tamara. Créeme, en persona es tan simpático como una tormenta de nieve. Yo ya lo había visto antes, por el accidente de mi auto. Y no, no tiene nada de interesante. Solo es un hombre más. Tamara arqueó una ceja, la incredulidad pintada en su rostro. —¿Y no te impresionó nada? ¿En serio, Catrina? —Nada —respondió Catrina con una dureza que era más para ella misma que para su tía. El recuerdo de sus palabras en la calle y en la mansión todavía estaba fresco, y la vergüenza de sentirse desarmada por un hombre que creía tan detestable la ponía furiosa—. Es frío, arrogante, me recuerda demasiado a Flavio. Y después de lo que viví, lo último que necesito es un hombre así cerca. Tamara chasqueó la lengua, sonriendo traviesa. Sabía que la dureza de su sobrina era, en realidad, una coraza. Había sido testigo de su dolor, de la fortaleza que tuvo que forjar para sobrevivir a un matrimonio sin amor. —Ay, sobrina, a veces los hombres así son los que más terminan atrapando. Se parecen a ti. —Pues a mí no me atrapan —replicó Catrina, seca—. Lo mejor es tratar bien a Celine, dejar que mi padre sea feliz con esta alianza y que su arrogante hermano se vuelva pronto a Alemania. No me gusta la forma en que observa todo… a todos… como si desconfiara hasta de la sombra. Tamara la miró de reojo, divertida. —Ajá… pero si tanto lo rechazas, ¿por qué lo miraste tanto? No te quité los ojos de encima. Cada vez que él te observaba, tú le devolvías la mirada, como dos lobos en la oscuridad. Catrina no contestó. Se limitó a levantarse y recoger las copas de vino, ocultando la extraña sensación que Raed le había dejado. No podía explicar por qué su cuerpo había reaccionado de esa manera, ni por qué la conversación con él, tan cargada de veneno, le había parecido tan extrañamente emocionante. La velada se disolvió en un suspiro, dejando en el aire el pesado perfume de las alianzas recién selladas. Catrina se acercó a su padre para despedirse, sintiendo un nudo en el estómago, un presentimiento de que su aparente libertad estaba a punto de ser puesta a prueba. —Padre, me encargaré de la vestimenta de Celine y de toda la familia —le aseguró, con la voz firme que había aprendido a usar en los negocios—. La Tejedora se encargará de que la novia de la casa luzca como la reina que es. Can Volkanosky la miró con esos ojos cansados que solo revelaban amor por ella. Su rostro, endurecido por años de batallas, se suavizó por un instante. —Lo sé, hija. Confío en ti. Nadie tiene mejor gusto que tú —dijo, tomando sus manos con las de él. Pero no las soltó. En cambio, le sostuvo la mirada, y Catrina sintió el peso de una nueva petición—. Hay un detalle más. Necesito que también te encargues de mi futuro cuñado. El corazón de Catrina se detuvo. El nombre de Raed Richter no había sido pronunciado, pero su presencia llenó el espacio entre ambos. Catrina se preparó para negarse, para poner el mismo muro de acero que usaba en su negocio para protegerse de las exigencias del bajo mundo. —Padre, ya tengo… —No, Catrina —la interrumpió Can, y en su voz había una mezcla de súplica y autoridad que rara vez usaba con ella—. No se trata solo del traje. Es la formalidad de nuestra unión. Necesito que Raed entienda que eres parte de nuestra alianza. Que no estamos en guerra, que somos una familia. Y la única forma de conseguirlo es mostrando que puedes trabajar con él sin un campo de batalla de por medio. Catrina quiso gritar. Quiso gritar que su paz era más importante que cualquier alianza, que Raed era una amenaza a su tranquilidad. Pero vio en los ojos de su padre una felicidad que no le había visto desde que su madre murió. No era una felicidad por el matrimonio, sino por la consolidación de su imperio. La hija, por una vez, entendió el corazón del capo. Catrina asintió con lentitud. —Está bien, padre. Haré lo que me pides. Can Volkanosky le sonrió, un gesto que en él era el mayor de los agradecimientos. Le besó la frente y la dejó ir, sin saber que le estaba pidiendo a su hija que jugara con el fuego. Catrina salió de la mansión con el corazón apretado. La noche estaba fría y el aire se sentía más pesado que de costumbre. Caminó hacia su auto, un Audi n***o que ahora llevaba una abolladura. Al tocar la puerta, sintió el frío del metal, una sensación que, al igual que Raed, no la abandonaba. Se subió, miró el rasguño en la carrocería y pensó en la vida. En cómo todo podía ser dañado por una colisión inesperada. En cómo los matrimonios de la mafia, construidos para la conveniencia, terminaban dejando heridas que no se podían reparar con dinero. Ella había sufrido una de esas colisiones con Flavio, y ahora, en su aparente libertad, se sentía de nuevo atrapada en el juego. Arrancó el motor y condujo por las calles de Moscú, dejando atrás el lujo y la falsedad. Su auto era una metáfora de su vida: un vehículo que ella misma conducía, pero que tenía la marca de un choque, un recordatorio constante de que una fuerza mayor que ella podía cambiar su curso en cualquier momento. Se había prometido a sí misma que nunca más sería una víctima. Pero, al acordarse de la mirada de Raed y la solicitud de su padre, Catrina Volkanosky entendió que su libertad no era más que una ilusión. Ahora, como una tejedora en una telaraña, tenía que elegir: ¿sería la araña que manipula o la presa que aguarda su destino? Después en la soledad de su apartamento, Catrina se desnudó y se sentó frente a su espejo, observando su reflejo. Sus ojos azules, que siempre le habían dado la fuerza para enfrentarse al mundo, parecían más inquietos que de costumbre. La voz grave de Raed resonaba en su cabeza, y sus palabras eran como un veneno lento que se filtraba en sus pensamientos. Se había prometido a sí misma no volver a caer en las trampas de los hombres de su mundo. Se había construido un muro infranqueable con su empresa y su libertad. Pero Raed, con su arrogancia y su mirada calculadora, había logrado encontrar una pequeña grieta en su armadura. “El hielo alemán chocó con el fuego ruso”, pensó, recordando la frase que había pronunciado su padre. Catrina no lo sabía, pero en ese momento, la tejedora de su propio destino había encontrado un hilo que no podía cortar, un hilo que la unía, sin saberlo, a Raed Richter. Y en las telarañas de su futuro, él no era solo una presa, sino también un depredador. Mientras Catrina se enfrentaba a su propio reflejo, Raed Richter se encontraba a kilómetros de distancia, en la soledad de su oficina temporal. El aire, ahora denso con el olor a papel y tinta, era su verdadera zona de confort. No había lujos, solo funcionalidad y datos. La información que su equipo había recopilado sobre Can Volkanosky yacía sobre el escritorio. Raed no confiaba en la intuición ni en las sonrisas; confiaba en los hechos. Y para su sorpresa, el informe confirmaba lo que Can había dicho en la oficina: su mundo criminal era letal e implacable, pero recto. No tenía deudas ni problemas con otros carteles. Era un hombre de palabra, con alianzas sólidas que había mantenido por décadas. Can no era el típico mafioso que se sumergía en un pozo de vicios; era un estratega, un hombre que se movía con la precisión de un reloj suizo. Lo único que lo sorprendió fue un detalle inesperado: el exyerno de Can, Flavio, aún trabajaba bajo el apellido Volkanosky. Un apellido que ya no le pertenecía legalmente. Era una jugada maestra del ruso. A pesar del divorcio de su hija, no había perdido el poderío de las alianzas que aquel matrimonio fallido le había proporcionado. Raed sonrió, una sonrisa gélida de respeto. Can era más inteligente de lo que parecía. Entonces, la mirada de Raed se posó en el expediente que había pedido por separado: el de Catrina Volkanosky. Las fotografías la mostraban desde diferentes ángulos. Una mujer de negocios, rodeada de modelos y telas, con una sonrisa profesional en el rostro. Su ficha de ingreso a los clubes más exclusivos de Moscú. Reportes de sus eventos de moda, de sus entrevistas en revistas de élite. En tres años, había levantado un imperio textil: “La Tejedora”. Un negocio forrado en billetes que nada tenía que ver con el dinero de su padre o de su exesposo. Era, en esencia, una jefa. La ironía lo golpeó de nuevo. La mujer a la que había juzgado como una “divorciada oportunista” y que su padre había defendido como una “tigra”, era, de hecho, una versión femenina de él mismo. El informe la describía como fría y arrogante con los hombres del bajo mundo, alegando que “ningún hombre de corazón frío podría jamás volver a tocar el calor de sus sábanas”. Y era cierto. Después de su matrimonio, no figuraban amantes, ni novios, ni aventuras. Nada más que una mujer trabajadora y fría, casi solitaria, que solo se mezclaba con su tía Tamara, su mano derecha y amiga incondicional. Raed se sintió más atraído que nunca. Le gustaba su independencia, su capacidad para construir algo desde cero. Pero la información sobre su soltería… eso no le cuadraba. Una mujer tan hermosa, con tanto poder. ¿Cómo podía vivir sin la pasión? Entonces un pensamiento peligroso se formó en su mente. “¿Cómo jugar con los sentimientos de la hija de tu cuñado, un hombre tan letal como tú mismo?” La idea era descabellada. Con Celine de por medio, el riesgo era demasiado alto. Un juego así podría desatar una guerra. Pero al detallar la fotografía de Catrina, su mirada fija, desafiante, Raed supo que no podía ignorar la atracción. El juicio que tenía sobre ella se había desmoronado, dejando al descubierto una mujer que era un enigma. Ella era la prueba viviente de que la fuerza no siempre se encontraba en la herencia de apellido, sino en la capacidad de construirlo. Y él, Raed Richter, se encontró en una encrucijada: o se alejaba de ella y se refugiaba en la seguridad de su mundo, o se atrevía a cruzar la línea y descubrir si el fuego ruso era capaz de derretir el hielo alemán.
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