Esa noche, Raed subió a su habitación. La cama inmensa lo esperaba, pero el sueño no llegaba. Se recostó, la mente plagada de imágenes de la mujer de cabello cobrizo y ojos azules que lo había desafiado. Intentó ordenar sus pensamientos, separar el negocio del deseo, pero el informe de "La Tejedora" se mezclaba con la imagen de Catrina en la mansión. Finalmente, cayó rendido, exhausto por una batalla que no se libraba en las calles, sino en su propia cabeza.
Despertó al amanecer, como de costumbre. No desayunó. Se fue directo a su oficina temporal, un espacio austero y eficiente. Se sumergió en sus negocios oscuros, moviendo piezas en el tablero de Alemania. Él también tenía sed de expansión, una ambición que resonaba con la de Can. Para eso eran los matrimonios en su mundo: meras alianzas estratégicas. No había tiempo que perder.
Casi al mediodía, el hambre lo obligó a salir de su despacho. Se levantó, estirando su cuerpo musculoso, y se dirigió a buscar a Celine. Pero al salir, el hambre casi se esfumó por completo.
Allí estaba Catrina.
El salón de la mansión se había transformado en un taller de costura. Catrina estaba de pie, con la espalda recta, dando órdenes a un equipo de diseñadores y costureras. Sobre el sofá, había una cascada de telas delicadas. Sedas, encajes, satines en tonos marfil y blanco puro. Estaban tomando medidas y ajustando alfileres, creando el vestido perfecto. Era un regalo de ella para la futura esposa de su padre, una muestra pública de buena voluntad.
Junto a ella estaba Tamara, con una cinta métrica en el cuello, riendo y comentando sobre los diseños. La escena era casi idílica, una estampa de normalidad que Raed rara vez presenciaba en su vida.
—Buenas tardes —dijo Raed, su voz resonando en el salón. Su presencia era como una sombra repentina en un día soleado.
Catrina respondió con frialdad, apenas girando la cabeza.
—Buenas tardes, señor Richter.
Pero Tamara sonrió. Sus pestañas revolotearon frente a Raed, sus ojos llenos de coqueteo y admiración. El contraste entre la calidez de Tamara y la frialdad de Catrina era abrumador. Raed se sintió un poco incómodo con la abierta admiración de la tia. No podía negar que Tamara era hermosa, tanto como su sobrina; sus parecidos eran innegables. Ambas tenían el mismo cabello cobrizo y los mismos ojos azules.
Pero la sangre de Raed solo llamaba la piel de la tejedora. Catrina apenas y lo volteó a mirar, concentrada en el hilo y la tela, como si él fuera un simple mueble en la habitación. Eso, en lugar de irritarlo, lo intrigó más. Ella era un desafío que no podía ignorar.
Se acercó a Celine, que sonreía con la felicidad de una niña.
—El vestido es una obra de arte, mi amor. De seguro que te verás hermosa —dijo Tamara, con la voz llena de emoción.
—¿Te gusta, Raed? Es mi regalo para Celine —dijo Catrina sin mirarlo, su voz profesional y distante.
—Es… digno de una reina —respondió él, su mirada fija en ella. La vio mover las manos con gracia, la concentración en su rostro. La vio como una artista, creando algo bello y puro. Se preguntó si debajo de esa coraza de hielo había una mujer tan pasional como su padre lo había insinuado.
Y Raed, el "juez" que había juzgado a una mujer por su pasado, se dio cuenta de que tenía que conocerla más. No para una noche, ni por un juego, sino por la simple y peligrosa necesidad de entenderla.
Después de su breve encuentro, las mujeres y los diseñadores se acomodaron en la mesa para almorzar, en un ambiente que ahora se sentía ligeramente alterado. El almuerzo transcurría bajo una capa de falsa cordialidad. Entre risas forzadas y conversaciones triviales sobre la boda, Catrina se sentía una actriz en una obra de teatro absurda. Intentaba comer en silencio, ignorando a Raed, pero era inútil. Sentía su mirada sobre ella, no una mirada de admiración, sino de estudio, de un juez que analiza a una acusada. La estudiaba. La medía. Y esa atención, tan fría y calculadora, la ponía de los nervios.
Catrina, incapaz de soportar el silencio tenso que se había instalado entre ellos, decidió tomar las riendas de la situación. Se giró hacia él con una sonrisa profesional, una máscara que cubría su inquietud.
—Señor Richter —dijo con la voz firme que usaba con sus clientes más exigentes—. La Tejedora se encargará de los trajes de la boda. He dispuesto las mejores telas para su gusto. Puede escoger de donde guste.
Raed la miró directamente a los ojos. Su mirada era como un dardo, y su voz, fría y distante, cortó el aire.
—Ya lo hablaremos.
La brusquedad de la respuesta golpeó a Catrina. Era un recordatorio de que él no la veía como a una mujer, sino como a una simple proveedora. Él no quería hablar con ella, solo con la dueña de la Tejedora. Su frialdad era un escudo, un muro de hielo que le impedía acercarse. "Solo piensa en negocios y amantes", pensó Catrina, sintiendo una mezcla de frustración y un extraño alivio. Si ese era el juego, ella también sabía jugarlo.
—Así será —respondió ella, intentando ocultar las ganas que tenía de levantarse e irse de su presencia.
Pero la incomodidad de la situación no era la única que le molestaba. Había algo más. Un desafío. Una pizca de curiosidad. Un “¿quién eres realmente?” en la mirada de aquel hombre que había chocado con su auto. Catrina sintió el mismo fuego que sentía cuando iba a cerrar un trato difícil. Y tomó una decisión.
Mientras seguía comiendo, asintiendo a los preparativos de la boda con una sonrisa vacía, pensó en el plan que activaría al salir de la mansión. No dejaría que él fuera el único en tener el control. No dejaría que él fuera el único que investigaba.
El juez cree que lo sabe todo de mí, pensó. Pero yo también tengo mis contactos, y ahora... yo también seré una juez.
Catrina ya había tocado fondo una vez. Y de esa experiencia había aprendido una lección valiosa: si en la guerra no hay reglas, en un juego de poder, tampoco. Ella no solo diseñaría su traje, sino que también desenterraría cada secreto de su vida para saber si el hielo que lo cubría era tan fuerte como para quemarse en sus propias telarañas.
Raed intentó comer, ignorarla, pero después de unos minutos no pudo soportar más la tensión de no hablarle directamente a Catrina. Su mente, acostumbrada a los juegos de poder, le exigía una confrontación.
—Si trajiste tu auto, se quedará —soltó Raed, su voz un eco de autoridad que cortó la conversación de la mesa—. Mis hombres lo llevarán a reparar.
Ella levantó la mirada, sus ojos azules se clavaron en él con una frialdad que rivalizaba con la suya.
—Excelente, entonces aquí se queda. Espero que para todo uses esa rapidez y me sea devuelto pronto. No me gusta cargar choferes inútiles.
La arrogancia en su voz era una provocación directa. Raed sonrió, una sonrisa de lobo que le llegó a los ojos.
—¿Crees que mi chico es un inútil? Me gustaría ver el rostro del fugitivo al escuchar esto.
Su chofer, su mano derecha y asesino de confianza, era la definición de eficiencia. La burla en sus palabras no tenía veneno, sino una extraña admiración.
—Pues tráelo y se lo diré —contestó ella, sin parpadear.
El ambiente se tensó de nuevo. La risa de Tamara y los murmullos de los diseñadores se apagaron. Raed se inclinó un poco sobre la mesa, sus ojos fijos en los de ella.
—Eres digna hija de Volkanosky —dijo, la voz grave y baja—. Pero creo que deberían marearte esa lengua. Aunque lo entiendo. Eres arrogante y filosa, creo que es porque no tienes marido… pero no cualquiera duerme con una víbora.
Catrina abrió la boca para responder, pero no le dio tiempo. Antes de que pudiera soltar su réplica, Celine habló por ella, con un tono de voz inusualmente firme.
—Raed, por favor, no dañes el momento con tus palabras. Hablas de alguien que no conoces.
El rostro de Raed se suavizó por un segundo. La desaprobación de su hermana era la única que lo afectaba.
—Lo siento, Celine. No lo volveré a decir. Pero, como dije, arreglarán tu auto, venenosa serpiente.
Y con eso, Raed se levantó de la mesa sin terminar su almuerzo y subió las escaleras directo a su habitación.
Un silencio incómodo se instaló en la mesa. Catrina lo rompió con una risa seca.
—Tu hermano es un idiota —soltó, mirando a Celine.
Pero Celine, apenada por el comportamiento de su hermano, solo sonrió débilmente.
—Lo siento. Raed es un poco difícil. Su corazón es bueno, pero es frío. Tal vez no le enseñé a amar realmente, así que no sabe actuar en situaciones difíciles como esta… el que yo me case y lo deje. Soy su única familia.
Catrina se ablandó al ver la vulnerabilidad de la mujer. Sabía lo que era la soledad, el peso de ser la única esperanza de un padre.
—No te preocupes. Él es un idiota, pero tú eres muy amable y especial. Y no te preocupes, serás feliz. Tienes a mi padre, y nos tienes a nosotras. Serás feliz entre nosotros.
Con esas palabras, el tema de Raed se disolvió. Pero Catrina no podía dejar de pensar en la extraña conexión que tenía con él. La tensión, la burla, la forma en que la había llamado “serpiente venenosa”. En un mundo donde todo era superficial, la honestidad brutal de Raed, por más ofensiva que fuera, era extrañamente refrescante. Una parte de ella, que se negaba a admitir, esperaba con ansias su próximo encuentro.
Raed subió a su habitación. La orden había sido dada, el ultimátum había sido lanzado. El asunto de la alianza estaba resuelto por ahora, pero la tensión que Catrina había provocado en su cuerpo seguía vibrando. Se recostó en la cama, la seda fría de las sábanas de lujo contrastando con el fuego que sentía por dentro. Su mente, acostumbrada a la disciplina de los números y las estrategias, no podía librarse de una imagen: el cabello cobrizo, los ojos desafiantes y la figura esbelta que supo que era suya. El deseo de someterla, de verla desnuda bajo su control, lo atormentaba.
Pasó las horas en una agonía silenciosa. Se levantó, caminó de un lado a otro. Miró por la ventana la ciudad de Moscú, un vasto tablero de ajedrez, pero solo veía una pieza que no podía controlar. Su mente, que rara vez permitía las emociones, estaba inundada de una frustración que no sentía desde su adolescencia. La comitiva de diseñadores y costureras seguía abajo, el bullicio era un recordatorio constante de la presencia de Catrina. No quería estar cerca de ella, temiendo perder el control, pero tampoco podía escapar del pensamiento de ella.
Finalmente, cuando el sonido de las risas y las voces se desvaneció, Raed supo que la comitiva se había ido. Un silencio denso y calmado se apoderó de la mansión. Solo entonces, Raed sintió que podía respirar. Bajó a la sala. Los restos de la jornada yacían sobre el sofá: rollos de tela, alfileres, patrones de costura. Ver el material del vestido, tan delicado y hermoso, le confirmó que Catrina volvería al amanecer. El instinto de cazador, dormido por su vida metódica, se despertó con una fuerza abrumadora.
Salió al garaje, el frío de la noche rusa no lo molestó. Caminó hasta el auto de Catrina, un elegante Audi que, a pesar de la abolladura, no perdía su aire de nobleza. Las llaves estaban dentro, un descuido que para Raed fue casi una invitación. Se acomodó en el asiento del conductor y, como un enfermo, inhaló.
El aire en el interior del auto era un mundo en sí mismo. Su perfume. Una fragancia de lilas y jazmines que lo envolvió, un aroma dulce pero complejo, que se negaba a ser simple. La mezcla perfecta de feminidad y algo más... algo salvaje. El aroma era tan potente que Raed cerró los ojos y, por un instante, pudo ver a Catrina, sentada a su lado, con esa misma arrogancia que le había retado.
Su mirada se posó en la guantera, un detalle que había pasado desapercibido en el caos del accidente. La abrió. Dentro, encontró lo que su informe ya había anticipado: una pila de tarjetas de invitación. Eran de los clubes más exclusivos, de cenas de gala, de eventos privados. Las había amontonado, una sobre otra, como si no tuvieran valor. Su “guantera del olvido”.
Raed las tocó con la punta de los dedos, analizando los nombres: hombres de poder, banqueros, herederos, hombres que se habrían peleado por pasar una noche con ella. Pero Catrina los había desechado a todos. El informe era cierto: ella no estaba interesada en nadie. La mujer a la que había juzgado como una víbora, era en realidad un ave solitaria.
El juicio que había formado en su mente se desmoronó por completo. Catrina no era la típica mujer que su mundo había creado. No era una marioneta, no era una interesada, no era una amante de paso. Era un enigma.
El deseo de Raed se transformó. No era solo lujuria. Era una necesidad primitiva, un hambre de resolver un misterio. El desafío de ser el único hombre que podía entrar en su mundo, de ser el único que ella no había desechado.
Raed salió del auto, cerró la puerta con suavidad y miró la mansión. La alianza con Can Volkanosky ya no era solo por su hermana. Era una oportunidad. Se sintió como un depredador que acababa de encontrar una presa digna de su astucia. Y en ese instante, supo que no se iría de Moscú hasta haber desentrañado por completo el corazón de la mujer que lo había sacado de su frío y metódico mundo.