El Hielo en el Restaurante

1882 Words
Catrina llegó a su lujoso apartamento con la cabeza hecha un lío. Se despojó de la ropa con una mezcla de furia y frustración, cada prenda un recordatorio del encuentro con ese hombre. La brisa fresca de la noche rusa no hacía nada para calmar el fuego que sentía por dentro. Se metió en la ducha, dejando que el agua caliente golpeara su piel, como si quisiera lavar de su cuerpo la sensación de la mirada de Raed. Mientras se duchaba, su mente no le daba tregua. La voz de Raed resonaba en sus oídos, su insulto aún fresco: "venenosa serpiente". —¡Víbora! —murmuró para sí misma, con la voz ahogada por el sonido del agua—. ¿Víbora por no dejarme pisotear por un hombre? ¡Qué se cree este idiota! Se enjuagó el cabello con furia, saliendo de la ducha con el vapor empañando el espejo. Se miró en el reflejo, con el cabello mojado, el pecho subiendo y bajando con rabia. Y en el espejo, en lugar de su propia imagen, la de Raed apareció en su mente: alto, rubio, con esos ojos de hielo que la habían escrutado de una forma que nadie más se había atrevido. Su respiración se hizo más lenta. La furia se desvaneció, reemplazada por una sensación de deseo silencioso que amenazaba con desbordarse sin permiso. Sus mejillas se enrojecieron. No lo entendía. ¿Por qué su cuerpo, que había permanecido dormido por años, se encendía ante la sola imagen de un hombre tan detestable? —¡No, Catrina! —se regañó, golpeando el borde del lavabo con la mano—. ¡Es el hermano de tu madrastra! ¡Qué horrible sería! Padre e hija enredados con esa familia. ¡Y yo no quiero nada con ese nazi! El insulto era un reflejo de su miedo. Se sabía que los Richter eran de una élite oscura y fría. Y Raed parecía encarnar cada uno de los peores clichés. —Eres idiota —continuó, mirando su propio reflejo—. Es un maldito alemán… y los alemanes son malísimos, horribles. La ironía de sus propias palabras le trajo una risa amarga. Raed no era para nada horrible. Era alto, con un cuerpo que se intuía poderoso bajo el traje. Su cabello castaño, casi dorado, parecía suave. Y sus ojos, de un azul tan profundo que dolían al mirar, eran… hipnotizantes. Mientras se vestía, la mujer de servicio, Florinda, tocó a la puerta. Florinda era una mujer mayor, de rostro amable, que su abuela Lucinda había puesto en el apartamento para asegurarse de que Catrina se alimentara correctamente. —¿Estás bien, niña? Hice una sopa de pescado y pan de maíz —dijo Florinda, su voz suave y tranquilizadora. —Estoy bien, Florinda. Gracias —respondió Catrina, forzando una sonrisa. Se sentó a la mesa, mientras Florinda servía la sopa, y la miró con preocupación. La mujer siempre la trataba como si fuera una niña frágil, un contraste con la imagen de tigra que Catrina presentaba al mundo. —Pareces preocupada —comentó Florinda. —Tonterías. Solo estoy cansada —mintió Catrina. El aroma de la sopa la hizo volver a la realidad. Florinda la cuidaba con un esmero que solo una madre pondría, asegurándose de que la sopa no tuviera tomate y de que la comida estuviera libre de maní, a los que Catrina era mortalmente alérgica. Era un pequeño acto de amor y protección en un mundo de alianzas y desconfianza. Pero mientras comía, la imagen de Raed seguía en su mente. Su cuerpo, su voz, su insolencia. Y, por primera vez en años, Catrina se preguntó si el muro que había construido alrededor de su corazón era tan infranqueable como ella creía. O si, por el contrario, el hielo alemán y el fuego ruso estaban destinados a una colisión que ninguno de los dos podría evitar. Después de la cena, Catrina se retiró temprano a su habitación. Esa noche, Catrina se acostó en su cama, la mirada fija en el techo. A pesar del lujo que la rodeaba, la soledad a veces la abrumaba. Se sentía como una reina en un castillo vacío, rodeada de riquezas, pero desprovista de calor humano. El eco de la risa de su tía y la calidez de Celine se había desvanecido, dejando un silencio denso y familiar. Se prometió a sí misma que nunca volvería a ser una víctima de su mundo, que su libertad era lo único que importaba, pero esa noche se sentía más atrapada que nunca. Justo cuando la sensación de vacío se hacía insoportable, la pantalla de su teléfono se iluminó. Un mensaje de Evan. Un hombre apuesto, dueño de una cadena hotelera, con una vida limpia sin deudas con la justicia. Lo había conocido por casualidad en un desfile de modas, junto a su hija, y después de unas copas, le había cedido su número. Evan era un oasis de normalidad en su desierto de poder y corrupción. El mensaje era breve, pero la formalidad y la sinceridad que desprendía eran un bálsamo para el alma de Catrina. “Señorita Volkanosky, ¿le alargaría la amabilidad de aceptar una cena conmigo? Prometo que no hay malas intenciones. Solo quedé prendado de sus hermosos ojos.” Catrina sonrió. La frase era simple, sin segundas intenciones, sin la arrogancia velada a la que estaba acostumbrada. “¿Por qué no?”, se dijo. Era la excusa perfecta para escapar de la telaraña que se estaba tejiendo a su alrededor. Respondió al instante: “Señor Evan, podría acomodar mi agenda y acompañarlo en dos días, si a usted le parece.” Apretó "enviar" y, con la misma determinación, abrió un nuevo chat. Esta vez, a su contacto más confidencial, uno que rara vez molestaba y al que le confiaba los secretos más peligrosos. Catrina se sentía un poco sucia al hacerlo. Pero la voz de Raed y la mirada de juez que le había dedicado la perseguían, y ella no estaba dispuesta a ser la única en el banquillo de los acusados. “Necesito saber quién es Raed y su hermana Celine Richter. Y hazlo con discreción. Nadie debe saberlo.” Envió el mensaje y se repitió a sí misma, con una convicción que intentaba ocultar una creciente fascinación: “Seguro que es un mafioso idiota lleno de amantes”. La frase era una armadura, un intento desesperado de reducir a Raed a un estereotipo, de hacer de él una amenaza que pudiera entender y controlar. Pero en lo más profundo de su ser, Catrina sabía que Raed Richter era mucho más. Era un enigma que, al igual que su coche abollado, la había marcado para siempre. Ahora, con su venganza en marcha, Catrina se sentía de nuevo en control de su vida. El juego había comenzado, y ella no iba a ser la presa. - Entonces estaré ansioso por el jueves buenas noches. Catrina leyó la respuesta de Evan y no respondió se acomodó para descansar. Necesitaba conservar toda la energía posible: en un mes tendría un desfile importante y, además, debía terminar el vestido de su futura madrastra, un trabajo que requería mucho esfuerzo en tan poco tiempo. Apenas apoyó la cabeza en la almohada, el sueño la venció. Al amanecer, se levantó decidida y se dirigió a su empresa, La Tejedora, dispuesta a aprovechar cada hora de la jornada. Tamara la acompañaba, como siempre, compartiendo ideas y conversaciones mientras organizaban el día laboral. Catrina despertó al amanecer con la mente despejada y una determinación renovada. Había exorcizado al fantasma de Raed en su sueño, y ahora solo le quedaba el trabajo. Se dirigió a "La Tejedora", su imperio textil, lista para sumergirse en la disciplina que la mantenía a salvo. La empresa era su refugio. Las telas, los patrones, el zumbido de las máquinas de coser y la energía de sus empleados eran el antídoto perfecto para cualquier tormenta emocional. Allí, Catrina era la jefa, la tejedora de su propio destino, y nada podía sacudir su mundo. La mañana se pasó volando, entre bocetos, pruebas de tela y reuniones. A la hora del almuerzo, Catrina y Tamara salieron juntas a un restaurante elegante en el centro de la ciudad. El lugar estaba lleno de la élite de Moscú, un ambiente de negocios y poder que les resultaba familiar. En el camino, se encontraron con uno de los pretendientes de Tamara, un joven y atractivo empresario que, a pesar de su buen porte, no tenía la "sangre" ni el poder que la familia Volkanosky consideraba dignos. Tamara, con su espíritu rebelde, se había encaprichado con él, ignorando las advertencias de su hermano Can, que no aprobaba a los que solo podían ofrecer servicios como empleados. Pero igualmente, Tamara jugaba con fuego de vez en cuando, y ese día fue uno de ellos. Cuando los tres entraron al restaurante, Catrina, como siempre, se mantuvo fría y silenciosa. Se acomodó en la mesa, pidiendo su comida con un aire distante, mientras Tamara coqueteaba abiertamente con el hombre, ignorando la tensión que su presencia generaba. Como si el destino quisiera burlarse de ella, Raed apareció en el restaurante. Iba acompañado de su hombre de confianza, El Fugitivo, el mismo chofer que la había atendido en la calle. Raed se detuvo por unos segundos, y su mirada escudriñó la escena, analizando cada detalle. Entonces, como un depredador que decide cuál será su próximo movimiento, se levantó y caminó directamente hacia su mesa. —Señoritas, un placer saludarles de nuevo —dijo Raed, su voz grave y suave. Clavó sus ojos de acero en Tamara—. Tamara, qué lindo verte tan bien acompañada. Casi me hago ilusiones. La frase era una jugada maestra. Raed estaba usando a la prima de Catrina para provocarla y, al mismo tiempo, lanzando un mensaje a Tamara. Su mirada, por debajo de la cortesía, le decía: "eres una mujer fácil, no me interesa". —Raed, qué sorpresa —dijo Tamara, el coqueteo en su voz se desvaneció, reemplazado por un tono de incomodidad. Raed sonrió de lado. Volteó a mirar a Catrina, quien parecía sorprendida por lo que él le había dicho a Tamara. —Señorita Catrina, me disculpo por lo de ayer —dijo él, su voz llena de una falsa sinceridad. La verdad, no se arrepentía de nada. Solo buscaba una palabra, una reacción. Ella, tratando de calmar sus tormentos y la punzada de celos que sentía, lo miró fijamente. —No pasa nada. Ya lo olvidé. Pero por dentro, la mente de Catrina era un torbellino. ¿Casi me hago ilusiones? ¿Acaso le había gustado su tía? El simple pensamiento de Raed interesado en Tamara la llenó de una rabia irracional que no pudo entender. —Entonces me despido, y como dije, Tamara, fue un placer saludarte este día —dijo Raed, su misión cumplida. Con una última mirada a Catrina, se dio media vuelta y volvió a su mesa. Se sentó frente a El Fugitivo, y a pesar de que ambos fingieron sumergirse en los papeles de negocios, la mirada de los dos se desviaba constantemente hacia la mesa de Catrina. Los dos se miraban, detallando sus movimientos y facciones, como si fueran dos mundos que estaban destinados a chocar.
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