Raed, sentado en su mesa, se deleitaba con el espectáculo que se desarrollaba en la mesa de al lado. Aprovechó el momento en que Catrina se levantó para ir al baño. Sin su abrigo, el pantalón de seda que llevaba marcaba la silueta de sus piernas, revelando un cuerpo esbelto y atlético. Raed la vio caminar, su espalda recta, su cabello cayendo en una cascada de fuego. Su imaginación se desbocó, un torbellino de fantasías prohibidas. No era la mujer que había imaginado en la carretera, sino una versión más real y peligrosa.
Cuando Catrina regresó a su mesa, su mirada se encontró con la de él por un instante. Una chispa, una conexión eléctrica que solo ellos dos podían sentir. Ella desvió la mirada rápidamente, pero Raed supo que la había afectado.
Unos minutos después de que la comitiva de Catrina se fuera, Raed se levantó. Su rostro, frío y calculador, no revelaba nada de la tormenta que tenía dentro. El Fugitivo lo siguió, como una sombra.
Cuando El Fugitivo le abrió la puerta del coche, Raed habló, su voz un susurro de hielo.
—Averigua qué lugares frecuentan las Volkanosky —ordenó, mientras se acomodaba en el asiento trasero—. Quiero saber qué tan cómplices son. Y quiero saber con quién sale esa mujer. No me interesa la tía, me interesa la sobrina.
El Fugitivo asintió, su rostro inmutable.
—Como ordene, juez.
Raed, con la mirada perdida en la ciudad que pasaba por la ventanilla, seguía atrapado en la contradicción de Catrina. No podía creer que una mujer tan hermosa y sensual, con tanto poder y libertad, fuera tan fría y sola. Su informe decía que no tenía amantes ni citas, pero para Raed eso era imposible. Las mujeres de la mafia, pensó, son expertas en mentir, en crear fachadas perfectas. Él, que era un maestro del engaño, no podía creer que ella fuera tan diferente.
Para él, Catrina era una caja de Pandora. Su desconfianza era un hábito, una segunda naturaleza forjada en un mundo de traiciones y puñaladas por la espalda. Las mujeres que había conocido en su vida eran o sumisas o manipuladoras. Catrina no encajaba en ninguna de esas categorías. Era una mezcla de fuerza y vulnerabilidad, de fuego y hielo.
La duda era un veneno que corría por sus venas. ¿Era la "víbora" una máscara? ¿La "tejedora" un simple negocio para ocultar una vida secreta?
—Envíame un informe detallado. No quiero un resumen. Quiero nombres, lugares, fechas —ordenó Raed, su voz resonando con la urgencia de su obsesión—. Y que lo hagan discretamente. Que ni ella ni su padre sospechen nada.
El Fugitivo asintió, entendiendo la gravedad del asunto.
Y Raed, con su mente de estratega, comenzó a trazar su próximo movimiento. Él no solo quería el cuerpo de la tejedora, sino también su mente y su corazón. Y para eso, necesitaba conocer todas sus debilidades.
Raed llegó a la mansión con el alma del cazador en la mente y el cuerpo del hombre enloquecido por el deseo. Al llegar al estacionamiento, una sonrisa gélida se dibujó en su rostro. El Auto de Tamara estaba allí, lo que confirmaba su corazonada: su ruta del restaurante había sido directa a la mansión. Entró, y el aire cálido y perfumado del interior lo golpeó, contrastando con el frío que sentía en su interior.
La escena que vio lo detuvo en seco. Su hermana, Celine, estaba sentada en un sofá, rodeada de telas y alfileres, como una muñeca feliz. A su lado, la tía Tamara revisaba unos patrones. Y en el tercer escalón de la gran escalera, sentada como una niña, estaba Catrina. Las faldas de su vestido estaban extendidas alrededor de ella como un halo, y en sus manos, sostenía el velo de novia. Con una aguja e hilo, cosía delicadamente pequeñas perlas y cristales, tejiendo un velo digno de una princesa.
Era una imagen de pura inocencia y feminidad, tan alejada de la "víbora venenosa" que él había insultado, que su mente se tambaleó.
—Buenas tardes —dijo Raed, su voz grave resonando en el salón.
Catrina, sin levantar la cabeza, dejó caer los hombros con fastidio, un gesto que él conocía bien. Puso los ojos en blanco, como si la presencia de él fuera la peor de las plagas.
—Otra vez buenas tardes Nazi elegante—murmuró ella, su tono de voz estaba tan lleno de sarcasmo que Raed se sintió como si le hubieran dado una bofetada.
Él se quedó mudo, los ojos fijos en ella, observando cada movimiento de sus manos, cada hebra de su cabello que caía sobre su rostro. Ella no paró de coser, su concentración era absoluta, como si él no existiera.
El silencio fue roto por la risa suave de Raed. No era una risa amable, sino una risa peligrosa, un presagio.
—Un día te cortaré la lengua, Catrina Volkanosky —dijo, la voz un susurro que no tenía nada de broma.
Ella, sin levantar la cabeza, sonrió con malicia, una sonrisa pequeña y sutil que solo él pudo ver.
—Quiero ver si te atreves —dijo, su voz tan tranquila y filosa como una navaja.
Aquellas palabras fueron una provocación que Raed no pudo ignorar. El deseo y la ira se mezclaron en un cóctel explosivo. Dio un paso hacia ella, con la intención de levantarla de los escalones, de acorralarla y tal vez robarle un beso, solo para ver qué tan fría o qué tan ardiente era.
Pero en ese instante, el timbre de la mansión sonó con fuerza. La mujer de servicio abrió la puerta, y en el umbral, apareció Can Volkanosky.
Catrina, con una agilidad felina, se levantó de un salto. Corrió, pero en lugar de dirigirse a la puerta, tropezó intencionalmente con Raed, haciéndole perder el equilibrio por un segundo. La tela del velo que llevaba en las manos se enredó en sus pies, dándole una excusa perfecta para detenerse y voltear a su padre.
- Papá, no puedes venir aquí es de mala suerte.
soltó con la excusa de la mala suerte de si el novio ve el vestido. Raed la miró un segundo más.
En ese instante de caos controlado, mientras la ira y el deseo se mezclaban en un torbellino, Raed lo vio. Vio la mirada de adoración en los ojos de Can, la forma en que su hija, la tigra del imperio, corría hacia él con una inocencia que no había mostrado en todo el día.
Catrina era la debilidad de Can Volkanosky.
En ese momento, Raed lo entendió todo. Él también tenía una joya, su hermana Celine, su único punto débil. Y Can tenía la suya. No eran los negocios, ni las alianzas, ni la reputación. Era ella.
Y ahora, Raed la deseaba más que nunca. El juego había cambiado. No era solo una conquista, era una pieza de ajedrez, un trofeo, el símbolo de la vulnerabilidad de su futuro cuñado. Y Raed Richter, el estratega, decidió que no se iría de Moscú hasta que esa joya, esa víbora, le perteneciera.
Pero mientras, en el caos controlado que había provocado la llegada de Can, se quedó al pie de las escaleras. Su mente, que funcionaba con la precisión de un ordenador, procesó la información en un instante. En el escalón donde Catrina había estado sentada, vio su teléfono, un pequeño y elegante aparato que contrastaba con las telas preciosas. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar.
Sin dudarlo, se agachó y tomó el teléfono, deslizándolo en el bolsillo interior de su chaqueta. Puso el dispositivo en modo vibración, asegurándose de que cualquier llamada o mensaje pasara desapercibido. Su mirada se mantuvo fría, mientras observaba a Catrina abrazar a su padre con una sonrisa radiante. No saludó a Can, no le importó la falta de cortesía. Su atención estaba completamente en la presa.
Apartando las telas y los alfileres que Catrina había dejado en su prisa, Raed subió las escaleras. Cada escalón era un paso más en su juego. Entró en su habitación, cerró la puerta con un suave clic, y se sintió victorioso. Había logrado el primer movimiento en su partida de ajedrez personal.
Se duchó, sintiendo el agua caliente lavar el sudor de la tensión. Luego, con una calma que desmentía la tormenta en su interior, se sirvió un plato de fruta. Se recostó en la cama, el teléfono de Catrina en la mesa de noche, una bomba de tiempo que él había activado. No iba a llamar de inmediato, no. Quería que la ansiedad la consumiera.
Sabía que ella, una mujer de negocios, no tardaría en notar la ausencia de su teléfono. Lo buscaría en sus bolsillos, en su bolso. Y al no encontrarlo, su mente iría directamente al último lugar donde lo había visto: los escalones. Y ahí lo entendería. El auto, el encuentro en el restaurante, la provocación en la escalera... todo era un juego.
Y ahora, la pelota estaba en su cancha. Raed sonrió. Esperaría. Sabía que ella lo buscaría. Y sabía que, para conseguirlo de vuelta, tendría que subir las escaleras, entrar en su territorio, en el mundo del hombre al que llamaba "nazi" y "idiota".
El aire de la habitación se llenó de una anticipación tensa. Raed sabía que no podía perder este juego. El primer movimiento de Catrina revelaría si era una serpiente inofensiva o la tigra astuta que su padre había descrito. Y Raed, el juez, estaba listo para su veredicto.