Capítulo 1. Locura de juventud. Buenos Aires 1979
Roberto estaba impaciente, las pizzas se enfriaban y no había algo más desagradable para el gusto humano que una pizza fría, las sustancias se apergaminaban en el paladar convirtiéndose en algo similar al plástico, su simple aspecto se volvía desagradable a la vista compactándose los ingredientes que semejaban confeti unido a barro, además el joven no quería perderse la fiesta en la casa de su amigo, el tráfico en dirección a la casa de Guillermo era pesado, una inmensa fila de carros lo separaban de la diversión, las manos de Roberto sudaban mientras sostenía el pequeño volante niquelado del Opel Kadett 180 de color anaranjado, el auto era propiedad de Guillermo, a Roberto le gustaba la velocidad era su pasión y estar detenido en aquella tranca lo desquiciaba, el joven observaba su reloj impaciente ya tenía unos doce minutos esperando que los vehículos que estaban delante de él se movieran, pero nada, la galleta vehicular estaba detenida como si fuera una foto, las cornetas habían cesado de sonar y el silencio era frustrante, los escapes expulsaban monóxido de carbono enrareciendo el aire esto aumentaba la tensión del joven. Unos minutos antes se ofreció de voluntario para traer unas pizzas que aderezarían la fiesta, a Roberto le gustaba conducir y aún más aquel pequeño auto deportivo, el cual poseía cuatro cambios, que desarrollaba una velocidad increíble además, era cómodo y fácil de maniobrar, pero ahora se encontraba estancado en la avenida del Libertador, sin probabilidades de salir de allí por lo menos en esos momentos.
― ¡Maldición!
Grito Roberto a todo pulmón mientras trataba de observar que sucedía delante de él, el joven se había bajado del auto varias veces pero no alcanzaba a ver qué sucedía en la vía. En una de esas camino unos pasos pero nada, su vista no llegaba tan lejos, le pregunto a otro conductor y este apenas si lo miro, los argentinos eran unos patanes se dijo Roberto entre dientes mientras regresaba al vehículo.
― Que r**a más arrogante y soberbia, mierda sureña.
Murmuro el tico entre dientes mientras abría la puerta del vehículo y se introducía nuevamente en él.
*
Meses atrás el joven Roberto Brigantes Prado había huido de su casa, los problemas con su madre lo habían llevado a tomar la determinación de salir de aquel infierno que era su hogar, si a eso se le podía llamar hogar, Roberto era un joven enérgico de apariencia ruda, y rostro varonil, desde que era muy pequeño mostraba su determinación a ser independiente en la vida, sus rasgos judíos le daban firmeza a su cara aun juvenil, de ojos negros, mentón pronunciado, nariz aguileña y firme, cabellos azabache profundo ensortijados con la brillantez de la juventud, Roberto contaba con veintiún años poseía toda la energía y vitalidad que se podía esperar de alguien de su edad. El joven tico vestía siempre a la moda, buenas camisas, buenos pantalones, y buenos zapatos, su crianza a pesar de lo ruda y triste que era estaba sazonada con el buen gusto y una excelente formación educativa la cual el joven no había aprovechado abandonando los estudios repetidas veces, aunque Roberto no la desdeñaba para nada solo le gustaba la escuela por un solo motivo y ese eran las chicas, las fiestas y los autos de sus amigos, ya que aún no había podido hacerse de una buena máquina de la cual presumir.
Pero el costarricense desde su huida de casa se había involucrado con gente que no era precisamente buena, estaba de un lado a otro, tal cual un vagabundo errante, algunas noches se quedaba en casa de algún amigo y otras en sitios de dudosa reputación; burdeles u hoteles de mala muerte que por algunos pesos se hacía de un catre con sabanas limpias, hasta que Guillermo un amigo de buena posición social lo convido a quedarse en su casa hasta que consiguiera residencia, esto en el prestigioso barrio de los Olivos norte en el primer cordón de Buenos Aires, Argentina le deparaba a Roberto muchas cosas y no eran precisamente buenas por así decirlo.
*
―No puedo esperar más.
Se dijo Roberto observando el asiento del copiloto en donde reposaban las ya refrigeradas pizzas, el aroma de estas ya era desagradable mezclado con el olor a perfume para autos de vainilla, pero la realidad era que la cena no era el motivo de su desesperación, eran más que toda su ansia a la velocidad, Roberto odiaba la lentitud, lo estático, lo inmóvil, debía hacer algo de manera que lo hizo sin pensarlo dos veces.
― ¡Qué hijoeputa!
Acelero el auto, observo por el retrovisor los automóviles tras de el, coloco la marcha en retroceso casi dándole al vehículo que estaba detrás, dio un giro, vio que el canal contrario estaba vacío y nuevamente acelero, el motor rugió como un león hambriento, coloco la primera velocidad, así bruscamente rebaso a todos los autos de la fila. El Opel naranja era todo un bólido y su piloto un as del automovilismo, en ese momento el joven costarricense sintió la brisa correr nuevamente dentro del vehículo, la adrenalina fluía por su cuerpo, con la última velocidad ya el carro naranja desarrollaba unos cien kilómetros por hora, delante de Roberto no había nada, la vía era solo para él, los demás conductores tocaban la corneta cuando el osado joven pasaba a su lado como felicitándolo por su proeza un tanto irreverente. Era un público cautivo por la valentía estúpida de un loco al volante, a los argentinos les gustaba llamar la atención su egocentrismo lo llevaban en la sangre pero quien conducía el Opel en ese momento no era ningún argentino sino un tico loco que le gustaba la velocidad, pero quien se lo imaginaba en ese momento.
Fue muy tarde cuando el pequeño compacto fue a dar a un foso el joven no tuvo tiempo de nada al incorporarse nuevamente a la vía delante de él estaba un inmenso cráter en el cual trabajaban varios obreros estos estaban junto a una retroexcavadora que se le presento inmensa ante la sorprendida mirada del joven piloto, todos al ver aquel auto se apartaron rápidamente, antes de caer al vacío y por una fracción de segundo el joven pensando en la muerte recordó su triste y desdichada infancia. Una niñez no muy lejana, el olor a gasolina junto al sonido del motor ahogado del auto le trajeron recuerdos no muy gratos de su cruel progenitora, la oscuridad eterna, el garaje y los perros que tiempo atrás fueron sus compañeros hermanados por su desdicha, Roberto perdió el sentido, pronto todo fue tinieblas, se sumió en un sueño profundo que lo traslado a un mundo irreal.
*
La tortura era el pan nuestro de todos los días del pequeño niño el cual estaba atado con gruesas cuerdas a un poste en un costado del garaje, la barra metálica fijada en el piso era un apéndice de su delgado y frágil cuerpo, su única compañía eran tres mastines que en muchos casos calentaban su cuerpo desnudo acurrucándose junto a él. El chico no entendía porque su madre lo trataba de esa manera la inhumanidad de su progenitora no tenía limites, si el significado inhumano formaba parte del léxico de Roberto, el cual apenas entendía que era lo que sucedía a su alrededor. En la mente y el corazón de un niño solo debe existir; amor bondad, cariño, unida a la ternura, recibirla y darla, Roberto por lógica tenia estos grandes dones, porque entonces no recibía de aquella mujer estos sentimientos tan básicos incrustados por el creador en todo ser humano por mas malo que este fuera. Roberto poseía estos atributos ya que él los compartía con sus tres amigos de encierro, todo lo que el señor le había obsequiado, menos la ternura natural de su madre hacia él.
Todos los días al despertar desde que tenía uso de razón su entorno estaba mojado y caliente, el tibio líquido que salía de su cuerpo se escurría entre las sabanas sin avisar más aun cuando él dormía profundamente, al despertar ya de antemano el niño sabía que esperar del nuevo día. Su suerte estaba echada un día más otro castigo más. Había días en que el líquido no salía, pero esto no era motivo de alegría para el pequeño, ya que mama arremetería contra él, casi por cualquier cosa, el chico aceptaba con resignación su incierto destino. Castigos de toda índole no existía uno menos fuerte que otro, en fin cualquier suplicio era tan o más parecido al anterior, ya Roberto estaba acostumbrado. Vivir con perros por lo menos era una compañía la cual consolaba al pequeño, el monologo con los seres de cuatro patas y pelo era más que eso, que podía hablar un niño de cinco años con aquellos nobles amigos, que conversación razonable se podía tener con los canes mucho más humanos que los que estaban en su entorno familiar que era de por si casi inexistente.
Las frías noches de invierno, Roberto las pasaba atado y algunas veces encadenado desnudo en aquel siniestro garaje, solo el sonido de los tacones de su madre, el motor del portón del garaje y la salida rápida del auto lo sacaban del letargo este era el aviso de que su progenitora no regresaría en muchas horas, pero ya Roberto sabía que cuando volviera de su mundo de fiestas y glamur arremetería contra el insultándolo o imponiéndole un castigo más severo que el que en ese momento tenía, la mujer sin motivo alguno solo por sentirse frustrada en algún juego de naipes el cual había perdido, o una mera discusión intransigente con una amiga, o tal vez una fracasada cita de amor con algún magnate cafetalero, convertía al pequeño Roberto en el almohadón de los golpes y miserias de su despiadada progenitora.
Las mucamas tenían terminantemente prohibido ayudar al pequeño, pero muchas veces al partir su madre cuando el automóvil cruzaba la esquina próxima a la casa, un rostro afable con manos suaves y amorosas lo desataban sacándolo de la prisión en la que su existencia pernotaba todas las noches, era llevado de inmediato a la cocina por la puerta trasera de la inmensa mansión, bañado y alimentado con deliciosos manjares, el pequeño comía en silencio observando candorosamente a quien lo había rescatado de su presidio, suculentos platos preparados solo para él, por la caritativa empleada de servicio, la joven sin nombre luego de darle algo de amor de madre lo encerraba nuevamente en la mazmorra a la que estaba destinado de por vida, nuevamente era atado, pero no de manera violenta sino amorosamente, dios guardara que su madre se enterara que había sido liberado, habría represalias tanto para el niño como para la arriesgada mujer que lo había sacado del encierro, más de una mujer de la servidumbre de los Brigantes Prado había terminado en la calle sin empleo o referencias por desafiar a aquella bruja elegante.
Luego de aquel paréntesis y nuevamente encadenado en la cochera se reanudaba el monologo niño perros, quienes al ver llegar a su compañero movían la cola alegremente, muchas veces el pequeño llego a pensar que estos en realidad eran sus verdaderos hermanos, cuasi compañeros de infortunio, la diferencia entre ellos y Roberto era que ellos no estaban atados al poste y Roberto sí, sus amigos podían deambular libremente olisqueando todo y orinando a placer, Roberto los observaba con cierta envidia.
*
La policía ayudo a los bomberos a sacar al muchacho del vehículo, Roberto estaba confundido había estado inconsciente unos poco minutos, más que suficientes para que la autoridad llegara al sitio del accidente, ya muchos curiosos observaban el siniestrado auto señalando al pequeño Opel incrustado en la fosa como si de un animal se tratara, cautivo en una trampa selvática de tierra y escombros, el humo salía en hilillos muy delgados, el coche por suerte no había estallado, el hierro del pequeño Opel estaba retorcido y el color naranja arrugado semejaba una bestia herida en la fosa.
― ¿Acaso eres un demente?
Vocifero el policía molesto al rostro del joven que se sobaba la cabeza con insistencia, el cabello enmarañado de Roberto tenía una costra de sangre seca.
―Los testigos dicen que corrías como un verdadero loco, ¿acaso no vistes los anuncios de trabajos en la vía?
El policía señalaba los avisos de precaución que indicaban trabajos en la vía, hombres en la vía peligro.
―Perdón, perdón.
Solo decía Roberto aun desconcertado por el incidente.
―He estúpido boludo[1], responde porque ibas tan deprisa, ¿acaso eres un tarado o qué?
Por primera vez Roberto sintió un odio visceral por aquel acento sureño típico de los argentinos, sintió nauseas por la voz autoritaria del policía, hizo unos pucheros pero no vómito, solo observaba al policía que no paraba de insultarlo.
―Necesitaba llegar rápido.
―Rápido ¿a dónde, boludo?
El policía conteniendo la ira solo miraba la cara pálida del joven.
―Vos eres un irresponsable boludo pudiste matar a alguien.
Unos metros cerca de donde se encontraba Roberto con el oficial otros dos policías habían entrado nuevamente a la fosa y revisaban el pequeño deportivo o lo que quedaba de él, era difícil penetrar en el auto retorcido, además estaba empotrado en el agujero, de modo que los policías solo gritaban improperios contra Roberto, que los observaba a lo lejos mientras se hacia el sordo, prestándole solo atención al policía que tenía en frente que no dejaba de retarlo. Uno de los oficiales que revisaba el vehículo a duras penas salió de la fosa, llamando a su superior que ya había dejado de regañar a Roberto y se dirigía a su encuentro.
―No te muevas de aquí ya regreso.
Dijo el oficial autoritariamente al joven que aún estaba desconcertado. Roberto se levantó pero sintió un leve mareo y nuevamente se sentó en la acera, la cabeza le dolía, sentía su frente hinchada, la contusión se la hizo cuando su cabeza partió el volante, sobre la ropa había manchones de algo que se había adherido a su cuerpo Roberto se asustó pensando que se había roto la cabeza y la masa gris se había pegado en su ropa, fue cuando acerco su nariz y olio aquel fluido gelatinoso de inmediato se dio cuenta que era la pizza, esta había saltado por todos lados pegándose a él cuándo se estrelló, Roberto suspiro tranquilizándose.
[1] Sinónimos de huevón, necio, pavote, tonto, estúpido, inepto se utiliza mucho en; Argentina, Paraguay y Uruguay de uso despectivo, se emplea también como sustantivo.
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El 24 de marzo de 1976 hubo una rebelión cívico-militar en argentina que depuso a la Presidenta de la Nación Argentina, María Estela Martínez de Perón. En su lugar, se estableció una junta militar, liderada por el teniente general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier general Orlando Ramón Agosti. Isabel como era su nombre de por si no era para nada popular entre los argentinos, María Estela una bailarina y cabaretera se convirtió en la nueva esposa de Perón, el militar la saco de aquellos arrabales y lupanares que el frecuentaba en Panamá, esta arribista fue llevada a la magistratura de argentina tras la muerte de Juan Domingo Perón, jamás obtuvo el cariño de los argentinos como su antecesora santa Evita, solo Juan Domingo la quería, tal vez por despecho pero no la amaba, era como un ancla de la cual el dictador se aferraba, Eva María Duarte estaba en la mente y memoria de los argentinos y más de Juan Domingo que jamás la dejo de amar pero no era el caso de Isabel la advenediza, la farsante, la puta, los argentinos más bien la odiaban la consideraban una intrusa y para nada simpática con respecto a la heroína de todos los argentinos, Eva Duarte, en el caso de Isabel su destino estaba sellado por las intrigas del poder, un golpe estado la depondría y el curso de argentina seria llevado por otros rumbos un tanto siniestros.
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Dido era el más grande de los perros, a este le faltaban algunos dientes algo que lo hacía ver menos agresivo que a sus dos compañeros, Dido era un viejo pastor ovejero debía tener muchos años porque apenas si se levantaba del sitio donde acostumbraba dormir, su pelaje era blanco con motas marrones que ya las canas tapaban, sus ojos color café claro eran candorosos llenos de bondad y gratitud, cuando la madre de Roberto llegaba de sus largas farras, no notaba a los tres animales y mucho menos al niño encadenado el cual dormía acurrucado entre los canes, aunque más de una vez la mujer casi arroya a Dido que siempre se atravesaba frente a esta cuando aparcaba el automóvil, ella lo evitaba dándole un puntapié, a Dido no le gustaba su ama cada vez que esta bajaba del vehículo Dido le gruñía, ella lo apartaba con sus puntiagudos zapatos de tacón y el perro se alejaba gruñendo acurrucándose junto a Roberto, los otros dos perros eran más jóvenes uno se llamaba bicho y el otro Igor, eran de r**a indefinible unos callejeros, en algunos casos a los perros de la calle se les llamaba cacri[1], así que esa debía ser su r**a, bicho e Igor eran unos sin r**a sin pedigrí, a los tres animales los habían recogido los hermanos de Roberto, el niño a veces se preguntaba como era que su madre había permitido que tuvieran perros, aunque no entendía tampoco porque a él lo amarraba junto a los canes como si fuera uno de ellos, razonar hacia que al niño le doliera la cabeza, muchas veces no deseaba entender lo que le sucedía, solo se limitaba a pasarla bien con los tres perros los cuales le alegraban las noches frías.
[1] El “cacri” o “cacrisa”, es un tipo de perro común de Venezuela, es un perro mestizo, sin r**a definida, producto de cientos de años de cruces al azar, sin ninguna selección, “cacri” es un acrónimo de “Callejero criollo”.