
—¿Qué hago aquí? —pregunté, con la voz todavía entre el sueño y la confusión.
Él estaba ahí, sentado frente a mí, la luz entrando por la ventana iluminando su figura imponente. Sus ojos negros me recorrieron de pies a cabeza, y por un instante sentí miedo… y deseo al mismo tiempo.
—Estás aquí porque yo te traje —dijo, su voz baja, oscura, cargada de un peligro que me erizó la piel—.
—Porque nadie más puede tenerte, mi niña.
Mi corazón se aceleró.
—Pero… yo… —traté de decir algo, pero su mirada me cortó la respiración.
—No empieces a dudar, mi niña—susurró, inclinándose un poco hacia mí—. Estás en mi mundo ahora. Y yo no voy a dejar que nadie más te reclame.
Su mano descendió lentamente por mi brazo, acariciándolo con una posesión que me hizo temblar.
—Cada instante, cada pensamiento… todas tus noches me pertenecen ahora y para siempre, mi niña.
