1 Un brindis por los errores

2436 Words
​POV: Moira Fraser Ubicación: Hacienda en México (Boda de Morna y Giacomo) ​El aire estaba impregnado de una mezcla embriagadora de jazmín nocturno, tequila añejo y ese perfume dulzón y metálico que tienen las promesas que probablemente se romperán al amanecer. Yo, Moira Fraser, la chica que había desfilado en las pasarelas de Milán y París, que tenía el mundo a sus pies y una lista de espera de pretendientes con títulos nobiliarios, me sentía asfixiada. ​Giré la copa de cristal en mi mano, observando cómo el líquido ámbar atrapaba la luz de las antorchas. A mi alrededor, la boda de mi hermana Morna, era un espectáculo de felicidad desbordante. Música, risas, brindis. Todo era perfecto. Demasiado perfecto. Y yo me sentía como una impostora en mi propia piel de seda verde menta. ​—Te ves como si estuvieras calculando la ruta de escape más rápida o planeando incendiar el lugar —susurró una voz grave, áspera como la grava, justo detrás de mi oreja. ​No necesité girarme. Mi cuerpo lo reconoció antes que mi cerebro. Un escalofrío eléctrico recorrió mi columna vertebral, erizando el vello de mi nuca y haciendo que mis pezones se endurecieran dolorosamente contra la tela de mi vestido, traicionándome al instante. ​—John—dije, forzando una calma que no sentía mientras me daba la vuelta lentamente, saboreando el momento—. Pensé que estabas ocupado jugando al soldado, vigilando el perímetro. Ya sabes, asegurándote de que ningún intruso decida robarse el pastel de bodas. ​Él estaba allí, de pie en la penumbra de uno de los arcos de piedra de la hacienda, oculto de la vista de la fiesta principal. Jonathan Duque, el hijo de la tía Gris. Jonathan, el exmilitar con mirada de haber visto el infierno y haber vuelto solo para atormentarme. Llevaba un traje oscuro que se ajustaba peligrosamente bien a la anchura de sus hombros, y su postura era rígida, siempre en alerta, como un depredador esperando. ​—La seguridad está cubierta, Moira. Ahora estoy en mi tiempo libre. ​Dio un paso hacia la luz de la antorcha y noté ese ligero, casi imperceptible arrastre en su pierna derecha. La lesión. Aquella maldita explosión que lo había devuelto a casa roto, cojeando y con un carácter más duro que el acero. Él odiaba esa cojera; yo la encontraba devastadoramente sexy. Le daba una cualidad peligrosa, real, una imperfección en un hombre que, de otro modo, sería demasiado estoico para ser humano. ​—¿Y qué hace el estoico Jonathan en su tiempo libre? —pregunté, apoyando la cadera contra la barandilla de piedra, dejando que la vertiginosa abertura de mi vestido se deslizara, exponiendo mi pierna casi hasta la cadera. Sabía lo que estaba haciendo. Quería provocarlo. Quería romperlo—. ¿Juzgar a los invitados borrachos? ​Sus ojos oscuros bajaron. Recorrieron la piel expuesta de mi pierna con una lentitud que sentí como una caricia física, caliente y pesada. Su mandíbula se tensó, un músculo saltando bajo la piel afeitada. ​—Solo a una invitada —respondió, su voz bajando una octava, volviéndose un gruñido íntimo. ​—¿Y cuál es el veredicto? —lo reté, dando un paso hacia él, invadiendo su espacio personal. ​El olor a sándalo, a jabón limpio, a tabaco y a hombre me golpeó. Me mareó más que el champán. ​—Que estás jugando con fuego, Moira. Y que estás desesperada. ​Sentí una punzada de ira defensiva, pero debajo de ella, el latido sordo de la excitación. ​—No me psicoanalices. No me conoces. ​—Te conozco mejor que cualquiera de esos idiotas con los que sales en las revistas —replicó, acorralándome contra la barandilla sin tocarme, usando solo su presencia—. Veo cómo me miras. Llevas años mirándome así. ​—¿Y tú? —susurré, mi voz temblando—. ¿Cómo me miras tú? Como si fuera de cristal. Como si fuera prohibida. ¿Soy prohibida, mi capitán? ​—Te miro como si fueras el problema más hermoso que he tenido la desgracia de desear —admitió, y la crudeza de sus palabras me robó el aliento—. Pero soy un lisiado, Moira. Un guardaespaldas glorificado. Tú eres una estrella. ​—Me importa una mierda tu pierna y me importa una mierda mi título de estrella —espeté, la frustración de años de silencio estallando—. Me importas tú. Estoy harta de esperar, Jonathan. Harta de que seas un caballero. ​—No quieres al hombre que hay debajo del caballero —advirtió, sus ojos oscureciéndose. ​—Pruébame. ​Lo besé. No fue una invitación; fue un choque. Me lancé contra él, estampando mi boca contra la suya con una desesperación hambrienta. ​Él se quedó rígido un milisegundo, luchando contra su última barrera de control. Pero luego, se rompió. ​Soltó un gemido gutural, casi animal, y sus manos grandes y callosas me agarraron. Una fue a mi cintura, apretando con fuerza posesiva; la otra se enredó en mi cabello, inmovilizando mi cabeza para devorar mi boca. No hubo suavidad. Su lengua invadió mi boca con una demanda feroz, reclamando, marcando, saboreando. ​Sin romper el beso, me empujó. Caminamos torpemente hacia atrás, adentrándonos en la oscuridad de los jardines, lejos de la música, lejos de la gente. Me llevó hasta la pared trasera de una antigua bodega de herramientas, un lugar donde las sombras eran densas y el aire estaba cargado de electricidad estática. ​Mi espalda chocó contra la piedra fría y áspera, pero el contraste con el calor de su cuerpo presionado contra el mío fue exquisito. ​—Dime que pare —jadeó contra mi cuello, sus dientes raspando la piel sensible debajo de mi oreja, enviando descargas eléctricas directas a mi entrepierna—. Dímelo ahora, Moira, porque si sigo... voy a hacerte cosas de las que no podrás regresar. Voy a arruinarte para cualquier otro hombre. ​—No pares —gemí, echando la cabeza hacia atrás, ofreciéndole mi garganta—. Hazme tuya, Jonathan. Por favor. ​Él gruñó, un sonido de victoria y rendición. Su mano bajó con urgencia, buscando el dobladillo de mi vestido. No tuvo paciencia. Lo subió de un tirón, amontonando la seda en mi cintura, dejando mis piernas y mi intimidad expuestas al aire nocturno y a su tacto. ​Cuando su mano, grande y áspera, tocó la piel de mi muslo interno, di un respingo. No era el toque suave de un chico de sociedad; era el tacto de un hombre que trabaja con las manos, firme, calloso, real. Sus dedos subieron, trazando un camino de fuego hasta encontrar el borde de mi ropa interior de encaje. ​—Maldita sea, estás empapada —ronroneó, y el tono de su voz, mezcla de asombro y lujuria, hizo que mis rodillas temblaran. ​De un tirón lateral, apartó la tela de mi braga. No la quitó, simplemente la movió lo suficiente para tener acceso total. Y entonces me tocó. Sus dedos encontraron mi centro, húmedo y palpitante, y dejé escapar un grito ahogado que él silenció cubriendo mi boca con la suya. ​Era experto. Despiadado. Su dedo medio se deslizó sobre mi clítoris, una y otra vez, con una presión que rozaba el dolor pero que se sentía como el paraíso. Mis caderas se movieron por instinto, buscando más fricción contra su mano. ​—Eres tan pequeña, tan estrecha —murmuró contra mis labios, separándose para mirarme a los ojos. Su mirada estaba inyectada en deseo oscuro—. ¿Nunca has...? ​Negué con la cabeza, incapaz de formar palabras. La sorpresa cruzó su rostro, seguida de una oleada de posesividad primitiva. ​—Eres mía —gruñó—. Tu primera vez. Tu única vez. Voy a grabarme en ti, Moira. ​No esperó más. Se liberó de su pantalón con movimientos bruscos y desesperados. Sentí la punta de su erección, dura como el acero, presionando contra mi entrada. Era enorme. El pánico y la excitación lucharon en mi pecho. ​—Sube las piernas —ordenó. ​Obedecí, enroscando mis piernas alrededor de su cintura. Él me sostuvo contra la pared, usando su cuerpo y su pierna buena para anclarme. Y entonces, como tortura me embistió sin penetrarme. ​El placer crecía, un latigazo repentino que me hizo clavar las uñas en sus hombros y soltar un gemido de sorpresa. Jonathan se detuvo de golpe, su frente perlada de sudor, su respiración errática golpeando mi cara. ​—Mierda... Moira... —jadeó, tratando de retroceder—. Te estoy lastimando. ​—No te atrevas a parar, sigue a todo—siseé, con lágrimas en los ojos pero con una determinación de hierro. Lo atraje hacia mí, besándolo con fiereza—. No pares. Solo... solo hazlo. ​Él cerró los ojos, tensó cada músculo de su cuerpo y, con un empuje firme y continuo, aún lo detenía algo para entrar en mí. ​La sensación de estar llena, de ser invadida y poseída por él, me llenaba de expectativa. ​Y luego comenzó a moverse. ​Al principio fue lento, retirándose casi por completo para volver a embestir con una fricción deliciosa que convertía el miedo residual en placer puro. Pero pronto, la necesidad tomó el control. Jonathan perdió la paciencia. Sus embestidas se volvieron bestiales, rítmicas, brutales. ​Mi espalda golpeaba contra la pared de piedra con cada empuje, pero no me importaba. Solo me importaba él. Me importaba cómo su mano masajeaba mi pecho por encima del vestido, cómo sus dientes mordían mi labio inferior, cómo sus gruñidos se mezclaban con mis gemidos descarados. ​—Te deseo tanto... Dios, Moira... —Su voz era un lamento de placer. ​Sentí la presión acumularse en mi vientre, una tensión exquisita que nunca había experimentado. Moví mis caderas, buscando, pidiendo. Él lo entendió. Su mano bajó entre nuestros cuerpos sudorosos y encontró mi clítoris de nuevo, frotando con un ritmo que coincidía con sus estocadas. ​Fue demasiado. Fue perfecto. ​—¡Jonathan! —grité su nombre, mi voz rompiéndose mientras el mundo estallaba detrás de mis párpados. Las contracciones me sacudieron, apretándolo todo en mi interior, y ese fue su fin. ​Con un gruñido sordo, hundió su rostro en mi cuello y dio tres estocadas finales, profundas y salvajes, vertiendo su esencia en mi entrada, marcándome como suya de la manera más primitiva posible. ​Nos quedamos allí, jadeando, temblando, unidos por el sudor y los fluidos, con mi cuerpo aún suspendido contra la pared y sostenido por sus brazos fuertes. ​Lentamente, la realidad comenzó a filtrarse de nuevo. La música de la fiesta seguía sonando a lo lejos. Él me bajó con cuidado hasta que mis pies tocaron el suelo, pero mis piernas estaban tan débiles que tuve que aferrarme a él para no caer. ​Jonathan se alejó un paso para arreglarse la ropa. Vi la mancha de semen en sus dedos antes de que se limpiara con un pañuelo. Me miró, y en sus ojos vi una mezcla de adoración absoluta y un terror naciente. El terror de saber que habíamos cruzado una línea de la que no había retorno. ​—Moira, yo... —comenzó, su voz ronca. ​De repente, el sonido de una piedra rodando nos hizo congelar. ​Alguien estaba allí. ​Me giré bruscamente, tratando de alisar mi vestido arrugado y cubrir mi dignidad. ​De entre las sombras de los arbustos, emergió una figura alta y oscura. El corazón se me subió a la garganta. ​Era Giacomo Vitale. El novio. El italiano multimillonario con el que mi hermana acababa de casarse. ​Estaba allí, de pie, con las manos en los bolsillos de su esmoquin impecable, un cigarrillo apagado en los labios. Nos había visto. Lo había visto todo. La pared, los gemidos, la posición... no había forma de ocultarlo. ​Jonathan se tensó a mi lado, dando un paso al frente para cubrirme, su instinto de protección activado, listo para una confrontación. ​Pero Giacomo no parecía escandalizado. Ni siquiera parecía sorprendido. Sus ojos oscuros nos escanearon, notando mi cabello revuelto, los labios hinchados de Jonathan, la tensión s****l que aún vibraba en el aire como una cuerda de violín a punto de romperse. ​Una sonrisa lenta, perezosa y cargada de diversión curvó sus labios. ​—Buena fiesta —dijo Giacomo con su acento italiano arrastrado, soltando una risa baja y ronca. ​Sacó un encendedor, prendió su cigarrillo y nos guiñó un ojo con una complicidad extraña, como si fuera el dueño de todos los secretos del mundo. ​—No se preocupen, ragazzi. Disfruten de la noche. ​Y sin decir más, se dio la media vuelta y se alejó caminando con tranquilidad hacia la música, el humo de su cigarrillo flotando detrás de él como la única evidencia de que había estado allí. ​Me giré hacia Jonathan. Estaba pálido, pero la interrupción, lejos de apagar el fuego, parecía haberlo avivado con la urgencia de lo prohibido. ​—Tenemos que irnos —dijo él, pero esta vez su voz no sonaba a rechazo, sino a necesidad pura. Me tomó de la mano, entrelazando sus dedos con los míos con fuerza. ​—¿A dónde? —pregunté, aunque la respuesta ya latía en mi sangre. ​—A tu habitación. Aquí no. Ya no podemos estar aquí. ​Me arrastró a través de los jardines, evitando las zonas iluminadas, moviéndonos como sombras culpables hacia el estacionamiento y después a la casa de mis padres. ​Entramos por la puerta de servicio de la cocina, subiendo las escaleras traseras en silencio, conteniendo la respiración cada vez que escuchábamos una risa lejana. ​Cuando llegamos a mi habitación y él cerró la puerta con seguro, el mundo exterior dejó de existir. ​No encendimos la luz. La luna entraba por el balcón abierto, bañando la cama con una luz plateada. Jonathan me miró, y la inseguridad que había visto antes en sus ojos había desaparecido, reemplazada por una determinación feroz. ​—En la pared fue rápido —murmuró, acercándose a mí hasta que nuestros cuerpos volvieron a chocar—. Fue para marcarte. Ahora... ahora quiero hacerlo bien. Quiero escucharte gritar mi nombre sin miedo a que nadie nos oiga. ​Me besó, y supe que esa noche, la primera noche del resto de nuestras complicadas vidas, no íbamos a dormir.
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