POV: Capitán Jonathan Duque
Ubicación: Habitación de Moira, residencia Fraser, México.
Cerré la puerta con el seguro, y el sonido metálico del pestillo resonó en la habitación como el amartillado de un arma. En ese instante, supe que había perdido la guerra.
Mi entrenamiento militar me había enseñado a evaluar amenazas, a calcular riesgos y a mantener la disciplina bajo fuego enemigo. Pero nada en el manual de los Rangers o en las operaciones especiales me había preparado para Moira Fraser. Ella era una amenaza de nivel catastrófico, una bomba de tiempo envuelta en seda verde que acababa de detonar en mis brazos.
Me giré hacia ella. La luz de la luna que entraba por el balcón la iluminaba, recortando su silueta contra la penumbra. Se veía etérea, intocable, una diosa de la alta sociedad que no tenía nada que hacer con un soldado retirado y remendado como yo. Y, sin embargo, allí estaba: descalza, con el cabello revuelto por mis manos, los labios hinchados por mis besos y una mirada que exigía mi rendición total.
—No enciendas la luz —pidió ella, su voz un susurro tembloroso.
Obedecí y pensó que era por ella, por timidez. No sabía que la oscuridad era mi aliada. No quería que viera la fealdad de mi cuerpo, las cicatrices que surcaban mi piel como mapas de batallas perdidas, la pierna que ya no funcionaba como debía y que me recordaba a cada paso que era mercancía dañada.
—Como ordenes, estrellita —murmuré, acercándome a ella.
Mi cojera se hizo más pronunciada en el silencio de la habitación, el arrastre de mi botín derecho sobre la alfombra persa era un recordatorio constante de quién era yo y quién era ella. Pero cuando la alcancé, cuando mis manos volvieron a encontrar su cintura, el dolor físico desapareció, reemplazado por una urgencia primitiva que me quemaba la sangre.
Ella no esperó. Sus manos, finas y manicuradas, fueron a mi camisa, tirando de los botones con una impaciencia que me hizo gruñir.
—Despacio —le advertí, capturando sus muñecas. Mis manos eran enormes y callosas alrededor de las suyas, una prueba visual de nuestra incompatibilidad—. Si seguimos así, voy a romperte. Y no quiero romperte, Moira.
—Rómpeme —desafió ella, alzando la barbilla con esa arrogancia Fraser que me volvía loco—. Rómpeme si eso significa que me vas a tocar de verdad. Estoy harta de que me traten como porcelana.
Esa frase rompió mi última línea de defensa.
La besé con saña, castigando sus labios por tentarme, castigándome a mí mismo por ceder. La levanté en vilo y la llevé hasta la cama, depositándola sobre el edredón de hilo egipcio que costaba más que mi pensión militar de un año.
Me deshice de mi ropa con eficiencia militar, dejando las prendas dobladas por hábito en una silla, excepto los pantalones, que simplemente cayeron al suelo. Dudé un segundo antes de quitarme los bóxers, consciente de las cicatrices de metralla en mi muslo y cadera, pero la oscuridad y la lujuria eran un buen camuflaje.
Cuando volví a ella, Moira ya se había deshecho de lo que quedaba de su vestido. Estaba desnuda, pálida y perfecta sobre las sábanas oscuras. Me quedé helado un segundo, el aire atascado en mis pulmones. Era la visión más hermosa y dolorosa que había visto jamás.
—Ven aquí —susurró, abriendo los brazos.
Subí a la cama, cubriendo su cuerpo con el mío, teniendo cuidado de apoyar mi peso en los codos para no aplastarla. El contacto piel con piel fue eléctrico. Sentí su corazón latir desbocado contra mi pecho, un pájaro atrapado.
Comencé a recorrerla, no con la prisa del jardín, sino con la devoción de un hombre que sabe que está profanando un templo. Mis manos trazaron la curva de su cintura, la suavidad de sus senos tan generosos, la línea de sus caderas anchas y sensuales. Ella se arqueaba bajo mi toque, gimiendo mi nombre, un sonido que iba directo a mi ingle.
Cuando bajé la mano hacia su centro y descubrí la barrera física de su inocencia, me detuve en seco. Todo mi cuerpo se tensó.
—Maldita sea, Moira... —jadeé, mi frente apoyada en la suya, el sudor perlando mi piel—. No me dijiste que...
—Te lo dije en el jardín —me interrumpió, sus ojos clavados en los míos, brillantes y feroces—. Dije que eras el único.
Cerré los ojos, luchando contra la oleada de culpa y posesividad. Iba a ser el primero. Iba a ser el hombre que la marcara para siempre. Esa responsabilidad pesaba más que todo el equipo de combate que había cargado en Afganistán.
—Esto va a doler —le advertí, mi voz ronca—. No soy suave, Moira. No sé cómo serlo.
—No quiero que seas suave. Quiero que seas tú.
No hubo vuelta atrás. Me acomodé entre sus piernas, sintiéndome indigno pero incapaz de detenerme. Entré en ella lentamente, luchando contra la resistencia de su cuerpo, observando cada microexpresión de su rostro. Vi la mueca de dolor cuando rompí la barrera, vi la lágrima solitaria que escapó de su ojo, y sentí un odio profundo hacia mí mismo por causarle dolor, mezclado con un placer egoísta y abrumador por ser yo quien estaba allí.
—Mírame —ordené, deteniéndome cuando estuve completamente dentro de ella. Quería que supiera quién era. Quería que viera al hombre roto que la estaba tomando—. Mírame, Moira.
Ella abrió los ojos, azules y líquidos. Unos ojos en verdad hermosos, toda ella era lo más bello que podía haber en el mundo.
—Jonathan... —suspiró.
Empecé a moverme. Al principio, intenté mantener un ritmo controlado, darle tiempo para adaptarse, pero ella no me dejó. Envolvió sus piernas alrededor de mi cintura y clavó las uñas en mi espalda, urgiéndome, pidiéndome más.
La pasión se apoderó de nosotros. Olvidé mi pierna, olvidé mi rango, olvidé que ella era la hija del millonario e importante Ron Fraser y yo el hijo menor de la amiga pobre de su madre. Solo éramos hombre y mujer. Mis embestidas se volvieron profundas, rítmicas, marcando un compás antiguo.
—Eres mía —gruñí contra su boca, mordiendo su labio inferior—. Joder, eres mía.
—Tuya... soy tuya...John—gemía ella, su cabeza moviéndose de lado a lado en la almohada, perdida en la sensación.
Sentir cómo su cuerpo se contraía alrededor del mío, cómo aprendía el ritmo del placer bajo mis manos, fue la experiencia más embriagadora de mi vida. Cuando ella llegó al clímax, gritando mi nombre ahogado contra mi hombro, sentí que algo dentro de mi pecho, algo que llevaba años muerto y calcificado, se rompía para volver a latir.
Moira al principio solo era para mi una chiquilla precoz e insinuante, alguien que me hablaba mordaz y yo hacía lo mismo. Apenas se había vuelto una adulta y ahora conmigo estaba siendo mujer. Una mujer de fuego y lava. Tan nueva e inocente pero a la vez tan feroz e irresistible. Caí, caí por ella como todos, verla era adorarla pero tenerla bajo mi cuerpo maltrecho era una maldita gloria inmerecida.
Seguí por mucho tiempo sin darle tregua porque en realidad era ella quien no me la daba a mí, con cada uno de sus orgasmos esperaba que se rindiera pero ella pedía más y más.
«Lo que órdenes, estrellita»
Me dejé ir segundos después de su último orgasmo, vertiendo todo lo que era, todo mi dolor, mi deseo y mi amor no confesado, dentro de ella.
El silencio que siguió fue pesado. Nos quedamos enredados, mi respiración agitada calmándose poco a poco al ritmo de la suya. Ella se acurrucó contra mi costado, su mano descansando sobre mi pecho, justo sobre la cicatriz de una vieja herida de cuchillo.
—Te quiero, Jonathan —murmuró contra mi piel, con la voz pastosa por el sueño que la vencía.
Esas tres palabras fueron peores que cualquier bala. Me paralizaron.
Me quedé despierto, mirando el techo en la oscuridad, mientras ella se dormía confiada en mis brazos. Sentí el peso de su cuerpo, cálido y vivo, y supe, con la certeza fría de un estratega, que esto era un error. Un error maravilloso, pero un error fatal.
Yo era un capitán de infantería con baja médica, un hombre que vivía de trabajos de seguridad privada y de una pensión. Ella era Moira Fraser, una estrella en ascenso, una mujer destinada a palacios y portadas de revistas. Yo tenía pesadillas en las que gritaba órdenes a hombres muertos; ella soñaba con pasarelas.
Mi pierna palpitaba con un dolor sordo, recordándome mi realidad. No podía correr detrás de ella. No podía cargarla si se caía. No podía ofrecerle el futuro brillante que merecía. Si me quedaba, terminaría apagando su luz con mi oscuridad. Terminaría odiándome por retenerla en mi mundo pequeño y roto.
Con un cuidado que me costó el alma, me deslicé fuera de la cama. Ella se quejó en sueños, buscando mi calor, y tuve que apretar los dientes para no volver a meterme entre las sábanas y quedarme allí para siempre.
Me vestí en silencio, cada prenda una capa de armadura que volvía a colocarme. Me calcé los botines, ignorando la rigidez de mi tobillo. Antes de salir, me acerqué a la cama una última vez.
Aparté un mechón de cabello dorado de su cara. Se veía tan joven, tan pacífica.
—Lo siento, estrellita—susurré, usando el apodo con el que la molestaba, pero dándole mi propio significado de fragilidad—. Te mereces un príncipe entero, no la mitad de un soldado.
No dejé nota. Las notas eran para los cobardes que esperaban ser perdonados. Yo no merecía perdón. Yo estaba haciendo lo único honorable que me quedaba: retirarme del campo de batalla antes de destruir lo único que valía la pena salvar.
Salí de la habitación y caminé por el pasillo en sombras de la casa de sus padres, mi cojera más pronunciada que nunca, el sonido irregular de mis pasos alejándome de la única mujer que había amado, sabiendo que al amanecer, ella me odiaría. Y ese odio sería su salvación.