POV: Moira Fraser
Ubicación: Residencia Fraser, México (La mañana siguiente)
El primer rayo de sol que golpeó mis párpados no se sintió como una caricia, sino como una bofetada. Me estiré en la cama, feliz y satisfecha, mi cuerpo adolorido de una manera exquisita, mis músculos recordando cada tensión, cada arco, cada estremecimiento de la noche anterior. Mi mano se deslizó instintivamente hacia el lado izquierdo del colchón, buscando el calor sólido de Jonathan, la piel áspera que había tenido bajo mis dedos hace solo unas horas.
Solo encontré sábanas frías.
Abrí los ojos de golpe con una sensación horrible construyéndose en mi estómago. La habitación estaba vacía. La luz de la mañana revelaba el desorden de la noche: mi vestido verde menta tirado en una silla como una bandera de rendición, mis zapatos volcados, la sábana manchada, la almohada ajena hundida. Pero él no estaba.
—¿Jonathan? —llamé, mi voz titubeante y ronca por el sueño y los gritos ahogados de la noche anterior.
Nadie respondió. El silencio de la hacienda era pesado, solo roto por el canto lejano de los pájaros y el bullicio distante del personal de limpieza recogiendo los restos de la boda.
Me senté en la cama, abrazando mis rodillas contra mi pecho, sintiendo cómo una bola de hielo se formaba en mi estómago. Se había ido. Se había marchado mientras yo dormía, sin una nota, sin un beso de despedida, sin la decencia de mirarme a los ojos. Eso dolía, yo llevaba demasiado tiempo enamorada del impresionante capitán Jonathan Duque. Me urgía crecer para que dejara de verme como a una niña, le di mi primera vez porque para mí solo podía ser él el primero, el único. ¿Qué rayos es esto?
Me levanté, ignorando el leve temblor en mis piernas y la sensibilidad en mi entrepierna que me recordaba que ya no era la misma niña que había entrado en esta habitación ayer. Me vestí con lo primero que encontré —una bata de seda que había traído por si acaso— y salí al balcón.
Desde allí, tenía una vista panorámica de los jardines traseros y la zona de servicio. Mis ojos escanearon el terreno con desesperación, buscando esa figura alta y ancha, esa cojera característica.
Y lo vi.
Estaba abajo, cerca de las camionetas de seguridad, hablando con uno de los hombres de Giacomo. Llevaba su ropa de trabajo: una camiseta negr4 ajustada, pantalones cargo y botas militares. Se veía imperturbable, profesional, frío. Como si la noche anterior no hubiera existido. Como si no me hubiera abierto en canal y robado el alma.
La furia reemplazó al miedo en un segundo. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a tratarme como a un error de una noche?
Me di una ducha rápida, fregando mi piel con fuerza, como si pudiera borrar su olor de mí (aunque sabía que era imposible), y me puse un vestido de verano blanco, sencillo pero caro. Me maquillé para ocultar las ojeras y la vulnerabilidad. Si iba a enfrentarlo, lo haría con la armadura puesta.
Bajé las escaleras principales, ignorando a mis tíos que desayunaban en la terraza y preguntaban por mi paradero en el desayuno. Crucé el jardín con paso firme, mis sandalias golpeando la piedra con rabia.
Jonathan estaba cargando una caja de equipo en la parte trasera de una SUV negr4 cuando me vio. Se detuvo un instante, su espalda se tensó, pero no se giró. Siguió con su tarea, asegurando la carga con una precisión irritante.
—¿Te vas? —pregunté, deteniéndome a dos metros de él. Mi voz sonaba más tranquila de lo que me sentía.
Él se giró lentamente. Se puso las gafas de sol oscuras, ocultando sus ojos, ocultando cualquier rastro de lo que pudiera estar sintiendo.
—El trabajo terminó, Moira. Los novios están a salvo, la fiesta acabó. Mi contrato de seguridad expiró a las ochocientas horas.
Su tono era profesional, distante. Era el Capitán Duque hablando con una civil.
—¿Y eso es todo? —di un paso hacia él, invadiendo su espacio, obligándolo a reaccionar—. ¿Tu contrato expiró y tú simplemente te marchas? ¿Sin decir adiós? ¿Sin hablar de lo que pasó anoche?
Jonathan suspiró, un sonido de impaciencia, y se cruzó de brazos, apoyándose contra el vehículo para aliviar el peso de su pierna mala.
—No hay nada de qué hablar. Bebimos demasiado. Nos dejamos llevar por el ambiente romántico de la boda. Pasó. Fin de la historia.
Sentí como si me hubiera abofeteado.
—¿Bebimos demasiado? —repetí, incrédula—. Jonathan, yo no estaba borracha cuando te pedí que me hicieras tuya. Y tú... tú no parecías estar "dejándote llevar" cuando me dijiste que era tuya.
Él se quitó las gafas de sol bruscamente, y por primera vez vi el tormento en sus ojos, pero rápidamente lo cubrió con una capa de cinismo burlón. Una sonrisa torcida, casi cruel, apareció en sus labios.
—Mira, estrellita —dijo, escupiendo la palabra como si fuera un insulto—, entiendo que para ti esto sea una gran novela romántica. La niña rica y el soldado roto. Es emocionante, ¿verdad? Te hace sentir rebelde. Pero en el mundo real, las cosas no funcionan así.
—No me llames así —siseé apretando los dientes —. No me trates como si fuera una niña caprichosa. Sabes que lo que sentí anoche fue real. Sabes que te quiero.
La confesión quedó flotando en el aire caliente entre nosotros. Vi cómo su manzana de Adán subía y bajaba al tragar saliva. Por un segundo, pensé que iba a romperse, que iba a abrazarme. Pero entonces, levantó sus muros más alto que nunca.
Soltó una risa seca, sin humor.
—¿Me quieres? —Se burló, mirándome de arriba abajo con una evaluación fría—. Moira, tú no sabes lo que quieres. Hoy quieres al soldado rudo porque te aburres de tus pretendientes estirados. Mañana querrás un collar de diamantes o un viaje a las Maldivas, y te darás cuenta de que yo no puedo darte nada de eso.
—¡No me importa el dinero! ¡Tengo mi propio dinero!
—Claro que sí, muñeca Barbie. Tienes el dinero de papi y tus contratos de modelaje. Vives en una burbuja de plástico donde todo es bonito y perfecto. Yo vivo en el mundo real, donde la gente sangra y las piernas no vuelven a crecer.
Las lágrimas de rabia picaron en mis ojos. Odiaba esos apodos. Odiaba cómo los usaba para reducirme, para convertirme en una caricatura superficial y así justificar su cobardía.
—Eres un cobarde acomplejado —le dije, mi voz temblando—. Tienes miedo. Tienes miedo de que alguien te quiera de verdad, con cicatrices y todo. Prefieres alejarme y hacerme daño antes que arriesgarte.
Su rostro se endureció, volviéndose una máscara de piedra.
—Piensa lo que quieras. Me voy, Moira. Vuelve con tu familia. Vuelve a tus fiestas y a tus revistas. Búscate a un millonario o a un príncipe que combine con tus zapatos.
Se dio la vuelta y abrió la puerta del conductor.
—Si te vas ahora, Jonathan —dije, mi voz rompiéndose—, no esperes que esté aquí cuando decidas dejar de ser un idiota.
Él se detuvo con la mano en el marco de la puerta. No me miró.
—No espero nada de ti, estrellita. Salvo que encuentres a alguien de tu talla.
Subió al coche, cerró la puerta y arrancó el motor. Lo vi alejarse por el camino de tierra, levantando una nube de polvo que me cubrió, dejándome allí parada, sola, con el corazón hecho pedazos y el sabor amargo de sus palabras en mi boca.
"Estrellita". "Muñeca Barbie".
Él quería que lo odiara. Quería que creyera que no le importaba. Y lo peor de todo era que estaba funcionando. Pero bajo el odio, bajo la humillación, sabía la verdad. Él huía porque me quería demasiado, los besos de anoche llenos de amor y adoración no podían haber sido falsos. Y eso dolía más que si no me quisiera en absoluto.
Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano, manchando mi maquillaje perfecto.
—Vete al infierno, Jonathan Duque —susurré al polvo que dejaba atrás—. Si quieres que sea una Barbie fría y sin corazón, eso es exactamente lo que tendrás.
Me di la vuelta y caminé de regreso a la casa, cada paso endureciendo una capa más alrededor de mi corazón. Se acabaron las lágrimas. Se acabó la niña ingenua que creía en el amor de los soldados.
Si él quería guerra, le daría hielo.