El visitante se apoya contra la pared empapelada de seda y tiembla, nadie sabe si es por el frío que le ha calado los huesos o por la adrenalina del accidente, gotas de nieve derretida caen de su abrigo, mezclándose con el hilo de sangre que gotea desde su frente.
Las gotas caen sobre la alfombra persa de color crema que cubre la entrada y Eleanor aparece desde el comedor, con la servilleta de lino aún en la mano. Se detiene en seco al ver la escena. Sus ojos no van a la herida del hombre, ni a su rostro pálido. Van directamente a las manchas oscuras en el suelo.
—Richard— habla la mujer, con un tono que bordea la histeria —está manchando el Tapiz.
Sofía siente una oleada de vergüenza ajena tan intensa que le calienta las mejillas.
—Mamá, por Dios. ¿No ves que está herido?.
El hombre levanta la vista ante la voz de Eleanor, hay un brillo extraño en sus ojos oscuros al observar a la matriarca. Es una mirada de reconocimiento, casi de repulsión, que desaparece tan rápido como llega, siendo reemplazada por una máscara de dolor y gratitud.
—Lo siento mucho, señora— contesta él con voz ronca, perfectamente modulada —no quería… no quería causar molestias. Mi vehículo patinó en la curva del viejo roble y perdí el control.
Richard se aclara la garganta, recuperando su postura de dueño y señor.
—Lo importante es que está vivo, esa curva es mortal— Richard da un paso adelante, pero mantiene la distancia, como si la desgracia fuera contagiosa, aunque será amable, no se sabe si este joven que exuda elegancia, es el hijo de un posible socio —¿Cómo se llama, hijo?
Sofía observa atentamente entrenando los ojos por la amabilidad de su padre.
El hombre se separa de la pared, se yergue un poco, ganando altura. A pesar de la sangre y la ropa mojada, tiene una dignidad extraña.
—Julián— responde, hace una pausa deliberada, pesada, diseñada para darles tiempo. Sus ojos recorren el rostro de Richard, luego el de Eleanor, buscando un parpadeo, un gesto de incomodidad, algo que indique que saben quién es; mientras en su mente: «Soy el novio de su hija muerta. Soy el chico al que amenazaron»; pero no hay nada, ninguna reacción, el hombre mayor asiente, indiferente. Para él, "Julián" es solo un nombre más, tan genérico como Juan o Pedro.
—Bien, Julián, soy Richard Vane, esta es mi esposa, Eleanor, y mi hija, Sofía.
Él visitante suelta el aire lentamente, Sofía nota cómo tensa la mandíbula. Él se da cuenta de que no lo han reconocido, lo que significa que para ellos, la vida de Lucía era tan insignificante que ni siquiera conocen el nombre del hombre que la amaba.
—Un placer— murmura Julián, la ironía en su voz es tan sutil que solo Sofía, acostumbrada a leer los subtextos en esta casa, parece captarla.
—No podemos llamar a una ambulancia —dice la chica, tomando el control de la situación ante la inacción de sus padres —las líneas están muertas y la carretera está bloqueada; así que, tendremos que curarlo nosotros.
—Yo no soy enfermera— se apresura a decir Eleanor, dando un paso atrás —y no quiero sangre en el comedor. La cena se está enfriando.
—Yo lo haré—responde la muchacha mirándolo a él— ven conmigo, hay un baño de invitados al final del pasillo que tiene un botiquín de primeros auxilios.
—Gracias —responde despegándose de la pared y dando un paso vacilante.
Sofía se adelanta instintivamente y lo toma del brazo para sostenerlo. El contacto es eléctrico, a través de la tela mojada del abrigo, siente la dureza del músculo en tensión. Él no se siente como un hombre al borde del colapso; su piel está helada, pero irradia una energía que la hace querer soltarlo y, al mismo tiempo, aferrarse más fuerte.
Julián gira la cabeza y la mira, están muy cerca, Sofía puede olerlo; huele a ozono, a nieve sucia, a sangre metálica y a una colonia de sándalo que le resulta vagamente familiar, como un recuerdo de otra vida.
—Eres muy amable, Sofía —dice él. Pronuncia su nombre paladeando las sílabas.
—Vamos —dice ella, apartando la mirada, nerviosa, sintiendo la mirada de sus padres clavada en sus espaldas.
—Richard, trae toallas viejas— escucha decir a su madre —de las que usamos para el perro, no quiero que arruine las de hilo egipcio.
Sofía cierra la puerta del baño, dejando fuera la voz de su madre y la frialdad del pasillo, Julián se apoya en el lavamanos, respirando hondo. Se mira en el espejo. Sofía lo observa a través del reflejo. La herida en su frente es fea, un corte irregular sobre la ceja izquierda, pero no parece profunda.
Sofía saca alcohol, algodón y unas vendas adhesivas. Se coloca entre sus piernas abiertas para poder alcanzar su frente. La intimidad forzada de la posición la marea un poco.
—Va a escocer —advierte ella, empapando el algodón.
—Estoy acostumbrado —responde él.
Sofía presiona el algodón sobre la herida, Julián no se estremece, ni parpadea. Sus ojos están fijos en los de ella, estudiándola con una intensidad que la desnuda.
—¿Acostumbrado a qué?— pregunta ella, tratando de llenar el silencio —¿A los accidentes?
—A que las cosas duelan — contesta en voz baja, casi confidencial— tienes las manos frías, Sofía. Igual que esta casa.
Ella retira el algodón manchado de sangre, pero no ve que de la herida siga brotando sangre.
—Es una casa grande. La calefacción tarda en llegar a todas partes.
—No hablaba de la temperatura— Sofía se detiene, con la venda en la mano. Lo mira bien por primera vez. Hay algo en él que no encaja con la historia del accidente. Está demasiado alerta. Demasiado tranquilo.
—¿Quién eres realmente?— pregunta ella en un susurro, impulsada la intuición. Él sonríe con una sonrisa ladeada hace que se vea peligrosamente atractivo.
—Soy sólo un invitado de Nochebuena, un pobre viajero perdido en la tormenta. ¿No es eso de lo que trata la Navidad? ¿De dar posada al peregrino?
—Mi familia no es muy dada a la caridad— responde, pegándole el vendaje con cuidado.
—Lo sé —dice con frialdad absoluta en su voz —créeme, que lo sé. Gracias por dejarme entrar.
—No tenía opción —dice ella, sintiendo el pulso acelerado.
—Siempre hay opción— murmura acercándose a su rostro —tu hermana ¿Lucía, verdad? Ella si que no tuvo opción...