CAPÍTULO 4 VISITANTE

1000 Words
Julián ve pasar los días como una carrera contra reloj. Pasa el verano, llega el otoño, las hojas caen y la primera nieve vuelve a cubrir el mundo. Julián ya no es Julián, el mecánico enamorado, ese al que el padre de su novia quería acabar, ahora es un actor a punto de salir al escenario más importante de su vida. Finalmente, llega el día para el que se preparó, es 24 de diciembre. La ventisca es perfecta, un muro blanco se ha formado y pareciera que borra el mundo, cortando carreteras y señales telefónicas. Sonríe viendo la naturaleza a su favor —Si Dios existe, está de mi lado— hace una pausa pensando —o quizás es el Diablo. Se ajusta el nudo de su corbata de seda frente al espejo retrovisor de la camioneta alquilada, se mira a sí mismo y aprueba la imagen que ve frente al espejo, se ve elegante, apuesto y absolutamente inofensivo. Tiene una herida falsa en la frente, maquillada con maestría profesional, y un poco de sangre real que es suya, en la camisa; debe ser convincente para vender la historia y poder ingresar a la mansión. Mira hacia el asiento del copiloto, como si la mujer que quiere vengar estuviera ahí, recuerda su voz desesperada de la última vez, cierra los ojos y luego los abre para desviar la mirada a la guantera donde guarda una pistola Glock, pero espera no tener que usarla, porque su verdadera arma está en su mente. Sale del vehículo y camina hacia la imponente puerta de roble de la mansión Vane. Las luces navideñas parpadean con una alegría obscena. Dentro, puede imaginar el calor, el olor a pino y canela, el sonido de copas de cristal chocando, la alegría a pesar de la ausencia de Lucía. Su corazón late lento, pesado, como un martillo de guerra contra las costillas. Hace una inhalación para entrar en papel, levanta la mano y golpea la aldaba de bronce. —Toc. Toc. Toc. — el sonido resuena como una sentencia, porque la función está a punto de comenzar... Dentro, el toque corta la frase de Eleanor como un hacha, los tres se quedan inmóviles, mirándose unos a otros con los tenedores a medio camino de la boca. El ruido ha venido de la entrada principal, es un golpe seco, pesado, metálico. —¿Qué fue eso?— inquiere Eleanor, llevándose una mano al collar de perlas. —Ha de ser una rama— responde Richard, aunque no suena convencido —el viento habrá derribado una rama contra la puerta. ¡TOC! ¡TOC! ¡TOC! Esta vez no hay duda, no es el viento, no es una rama, es un puño, o algo más duro, golpeando la aldaba de bronce con una insistencia desesperada. Sofía siente un escalofrío que le recorre la columna vertebral, como un presentimiento de que las cosas están a punto de cambiar. —Nadie puede estar afuera— susurra —Papá, dijo que las carreteras están cerradas, así es imposible llegar aquí. Richard deja la servilleta sobre la mesa y se levanta lentamente, su rostro ha perdido el color rojizo para volverse de un gris ceniza. —Quédense aquí— habla la mujer —Richard, no abras— suplica Eleanor, perdiendo la compostura por primera vez en la noche —Llama a seguridad. —Seguridad está en la garita, al pie de la colina, Eleanor, con esta nieve no subirán en menos de veinte minutos— el hombre camina hacia el pasillo —voy a ver quién demonios es. Sofía se levanta también, ignorando la orden de su padre y la mirada de advertencia de su madre. Camina detrás de él, manteniéndose en la sombra del arco de la entrada al vestíbulo. La puerta de entrada parece vibrar bajo la fuerza de la tormenta, el hombre duda un segundo, con la mano sobre el cerrojo; luego, con un suspiro de resignación, gira la llave y abre. El viento entra violentamente, trayendo consigo una ráfaga de nieve que mancha el mármol inmaculado del recibidor. Y allí, recortada contra la blancura cegadora de la noche, hay una figura, es un hombre, lleva un abrigo largo que parece demasiado fino para este clima, tiene el cabello pegado al cráneo por la humedad y un hilo de sangre le baja desde la sien hasta la barbilla, destacando rojo brillante sobre su piel pálida. El extraño levanta la vista, sus ojos encuentran los de quien una vez fue su suegro, y luego, por encima del hombro del patriarca, se clavan directamente en los de Sofía, ve unos ojos oscuros, inteligentes y aterrorizados. Ojos que no piden ayuda, sino que la exigen. —Por favor— dice el desconocido, con voz es culta y suave que choca terriblemente con su aspecto salvaje —tuve un accidente, mi auto se salió de la carretera, usé todas mis fuerzas para pedir ayuda, pero creo que… creo que me estoy muriendo. Richard parpadea, confundido, su instinto primario de protección de su propiedad lucha contra las normas sociales de la hospitalidad; pero Sofía, desde la sombra, siente algo extraño. Una punzada en el pecho, aunque no es miedo, es como un reconocimiento, hay algo en la forma en que ese hombre se sostiene, como un actor esperando su entrada, que le resulta magnético. —Déjalo entrar, papá— pide ella, dando un paso hacia la luz —se va a congelar— el desconocido sonríe, es una sonrisa pequeña, que pareciera de dolor, pero por una fracción de segundo, a la joven le parece ver algo más en esa mueca, algo como triunfo. Richard cierra la puerta, cortando el aullido del viento de golpe, como si alguien hubiera apagado un interruptor. El silencio regresa al vestíbulo, pero ahora tiene una textura diferente; ya no es un silencio vacío, es un silencio cargado, eléctrico, el tipo de quietud que precede a una detonación. Ellos aún no lo saben; pero, el lobo acaba de cruzar el umbral...
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