Sepelio de Miguel
Sebastián sentía cómo la rabia lo consumía lentamente. No era solo el dolor de haber perdido a Miguel, el hombre que le dio un hogar y lo trató como un hijo, sino también el tormento de ver a Amaya en los brazos de Arturo. Ella lloraba desconsolada, y Sebastián deseaba cruzar la distancia que los separaba, envolverla en sus brazos y protegerla del sufrimiento. Pero sabía que Camila, siempre vigilante, no se lo permitiría. Se sentía un cobarde, atrapado en sus propias decisiones, condenado a observar desde lejos cómo la mujer que amaba buscaba consuelo en otro.
—Tranquila, mi amor —murmuró Arturo mientras sostenía a Amaya con ternura, intentando calmarla. Sin embargo, su presencia no parecía aliviar el dolor en los ojos de Amaya.
Mariano, devastado, no podía contener sus lágrimas mientras su nana lo abrazaba con fuerza, tratando de consolarlo. A su alrededor, el murmullo de los amigos de Miguel y los habitantes del pueblo llenaba el ambiente sombrío. Todos habían acudido para mostrar su respeto y apoyo a los hermanos Serrano. Aunque muchos veían a Mariano como un hombre perdido en sus vicios y apuestas, y a Amaya como una niña inexperta, todos sabían que ahora más que nunca necesitaban a su comunidad. Entre ellos estaba César Valencia, un hombre ambicioso que veía en la tragedia una oportunidad.
—Amaya, no he tenido la oportunidad de presentarme —dijo César mientras se acercaba a la joven con un aire calculador—. Tu padre y yo no fuimos amigos, pero lamento profundamente su muerte.
Amaya levantó la mirada, tratando de ocultar su vulnerabilidad tras una máscara de cortesía.
—Gracias, señor —respondió con voz apagada, haciendo un leve gesto de asentimiento.
En ese momento, el peso de su soledad la golpeó con más fuerza. Ya no tenía a sus padres, y aunque Mariano estaba allí, él también estaba roto. Lo único que quedaba de su familia era él y su nana, y eso apenas parecía suficiente para llenar el vacío que Miguel había dejado. Con el corazón destrozado, Amaya se soltó del abrazo de Arturo y caminó hacia su hermano, refugiándose en sus brazos junto a su nana, buscando un consuelo que parecía inalcanzable.
Desde la distancia, Sebastián no apartaba la mirada de ella. Cada lágrima de Amaya era un cuchillo en su pecho. Quería correr hacia ella, reclamarla como suya y prometerle que nunca estaría sola, pero el peso de sus propias decisiones lo mantenía inmóvil.
—No sé qué esperas para pedirle matrimonio —murmuró César al oído de Arturo, con una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos.
Arturo asintió, con el semblante serio, mientras observaba a Amaya abrazar a Mariano. Sabía que este era el momento en el que debía demostrarle que siempre estaría a su lado, pero en su interior, no podía ignorar la sombra de duda que lo inquietaba al ver cómo la mirada de Amaya, incluso en su dolor, buscaba algo o alguien más.
Entre las personas que se habían reunido para acompañar a los hermanos Serrano, estaban Berenice, la prima de Amaya, y Cecilia, la hermana de Miguel. Ambas observaban la escena con ojos críticos, analizando a los presentes, pero su atención no se apartaba de Amaya y Mariano. En sus ojos, ellos no eran más que dos personas débiles y vulnerables, fáciles de manipular, a quienes podrían despojar de todo lo que Miguel había dejado.
—Mamá, seguramente el tío Miguel nos incluyó en el testamento, ¿verdad? —preguntó Berenice en voz baja, con un tono lleno de interés, mientras miraba de reojo a Amaya.
Cecilia, con el rostro sombrío y los brazos cruzados, apenas volteó a mirarla.
—No lo sé, ni me importa. Mi hermano ha muerto, Berenice —respondió con dureza, aunque su tono no ocultaba la amargura.
—Pero mamá... Amaya y Mariano son unos inútiles. Si todo queda en sus manos, lo perderán todo. Dejarán en la ruina lo que el tío Miguel construyó —insistió Berenice, susurrando con insistencia.
Cecilia suspiró, mirando a los hermanos con lástima . Para ella, Miguel había cometido un error al no preparar mejor a sus hijos para enfrentar la vida. Ahora, con su muerte, el destino de la fortuna Serrano parecía incierto, y la idea de que su hermano hubiera confiado plenamente en Amaya y Mariano la desconcertaba. Ella amaba profundamente a Amaya, la crío desde que era una niña, pero sabía que ella no estaba lista para tantas responsabilidades.
Amaya se levantó con dificultad, limpiándose discretamente las lágrimas que aún caían por su rostro. Su corazón estaba destrozado, pero sabía que debía agradecer a quienes estaban allí para honrar la memoria de su padre. Caminó hacia el centro de la sala, donde todos los asistentes podían verla, y se tomó un momento para respirar profundamente antes de hablar.
—Quiero agradecerles a todos por estar aquí hoy —comenzó, su voz temblorosa pero firme. Su mirada recorrió el lugar, deteniéndose en los rostros conocidos que habían compartido algún momento con su padre—. Mi papá, Miguel Serrano, fue un hombre excepcional. No solo fue un gran padre para Mariano y para mí, sino también un amigo, un mentor y un pilar para esta comunidad.
El silencio llenó la sala mientras Amaya hablaba. Algunas personas asintieron en señal de respeto, y otras se limpiaron los ojos.
—Siempre me enseñó a ser fuerte, a trabajar con pasión y a no rendirme, sin importar lo difícil que parecieran las cosas. Él amaba esta tierra, amaba a sus trabajadores, y amaba a cada persona que cruzó su camino con buenas intenciones. Su generosidad no conocía límites, y espero que todos lo recuerden así: como un hombre que vivió para dar y para proteger lo que amaba.
Cuando Amaya terminó su discurso, la sala quedó en silencio por un instante, como si todos asimilaran la profundidad de sus palabras. Luego, los aplausos llenaron el espacio, cálidos y respetuosos. Amaya regresó junto a Mariano, quien se limpió los ojos antes de tomar el lugar que ella acababa de dejar. Aunque su postura parecía tambaleante, su voz se alzó con fuerza, intentando controlar el nudo en su garganta.
—Gracias por estar aquí para despedir a mi padre —comenzó Mariano, mirando a los presentes con la misma vulnerabilidad que había reflejado Amaya—. Él era un hombre noble, alguien que siempre creyó en mí, incluso cuando yo no lo hacía.
Se detuvo un momento, tragando saliva para contener las lágrimas.
—Sé que he cometido errores, muchos errores, y estoy seguro de que él lo sabía. Pero nunca dejó de darme su apoyo, su confianza. Mi papá no solo me enseñó a amar esta tierra, sino también a ser mejor cada día, aunque aún esté lejos de lograrlo. Lo que él hizo por nosotros, por esta familia, por este lugar... nunca será olvidado.
Finalmente, Sebastián, quien había permanecido apartado, dio un paso al frente. Su mirada recorrió el lugar antes de detenerse en el ataúd de Miguel. Respiró profundamente y habló con un tono grave y lleno de emoción.
—Miguel Serrano no solo fue mi padrino, fue el hombre que cambió mi vida —dijo, y las conversaciones cesaron de inmediato. Sebastián tenía la habilidad de captar la atención de todos con su sola presencia—. Yo no tenía nada, y él me lo dio todo. Me dio un hogar, una familia, y lo más importante, una razón para seguir adelante.
Sebastián hizo una pausa, su mirada clavada en el suelo, como si intentara controlar los recuerdos que lo abrumaban.
—Nunca olvidaré cómo me enseñó a ser fuerte, a trabajar duro, y a respetar esta tierra como si fuera un regalo sagrado. Él era más que un padre para mí. Era un amigo, un maestro, un ejemplo.
Finalmente, tras la despedida, el cortejo se dirigió al lugar donde Miguel Serrano sería enterrado. El aire estaba cargado de emociones, y las palabras se habían agotado, dejando que el silencio y el sonido de la tierra bajo los pasos de los presentes acompañaran el último adiós.
Amaya permanecía cerca de Mariano, su rostro reflejando la tristeza y el agotamiento acumulados. Sin embargo, mientras las primeras paladas de tierra comenzaban a caer sobre el ataúd, Amaya sintió un vértigo repentino. Su visión se tornó borrosa y su cuerpo perdió fuerza.
Sebastián, que no había dejado de observarla desde la distancia, notó el tambaleo de Amaya y, sin pensarlo, avanzó rápidamente hacia ella con preocupación evidente en su rostro.
—Amaya... —llamó con voz firme mientras extendía los brazos para sostenerla.
Pero antes de que pudiera llegar a ella, Arturo, quien estaba a su lado, reaccionó rápidamente y se interpuso entre ambos. Empujó a Sebastián con fuerza, haciéndolo retroceder un paso.
—Yo me encargo de mi mujer —declaró Arturo con tono cortante mientras tomaba a Amaya en brazos, ignorando la mirada de advertencia de Sebastián.
Amaya, débil, apenas pudo alzar la vista hacia Sebastián antes de que Arturo se alejara con ella.
—Arturo, estoy bien... —intentó protestar, pero su voz salió apenas como un susurro.
—No digas nada, amor. Necesitas descansar —le respondió Arturo, con una mezcla de preocupación y posesividad en su tono.
Sebastián se quedó inmóvil por un momento, observando cómo Arturo se alejaba con Amaya. Sus manos se cerraron en puños, y una mezcla de impotencia y rabia cruzó por su rostro. La escena no había pasado desapercibida para los presentes, y un murmullo comenzó a recorrer a los asistentes.