Fragmentos En Tinta
Isabella se sentó frente a su escritorio y sacó su diario. Necesitaba expresar lo que sentía.
Ashcombe Hall, 9 de junio de 1846
Desde el escritorio de Lady Isabella Ashcombe
Mi querido diario:
Esta noche he tocado para él.
Nada grandioso, nada que debiera conmover demasiado… solo una pequeña pieza que aprendí en su ausencia, esperando - quizá ilusa - que al oírla recordara algo de lo que éramos.
Rowan ha regresado de París con la mirada nublada por el cansancio, con el cuerpo presente y el alma quién sabe dónde. Lo entiendo. O al menos, quiero entenderlo. Negociar con la nobleza francesa, mantener el prestigio de una casa que había sido relegada al olvido… no debe de ser fácil. Pero cuando entra a una habitación y no me busca con la mirada, cuando no me roza siquiera la mano al pasar… algo dentro de mí se arruga.
Y, sin embargo, esta noche ha sido distinto.
Me ha felicitado por la música.
Me ha elogiado por lo que hago con las otras damas.
Y - esto aún me da vueltas en la mente - me ha dicho que sabe que mi periodo llegó.
No sé cómo explicarlo, diario… esas palabras, tan simples, me estremecieron más que cualquier caricia. Fue la prueba de que, pese a la distancia, me ve. Me observa. Se acuerda de mí.
No es un hombre cálido, nunca lo fue. Pero lo amo.
Dios sabe que lo amo. Y me aferro a cada gesto, a cada frase como una náufraga a los restos de un barco. ¿Qué puede saberse del amor sino es eso? Una constante espera de lo que el otro está dispuesto a darnos.
Lady Honoria me dijo hace unos días que muchas señoras imitan mi estilo. Que hablo, y escuchan. Que me he convertido en una columna para Ashcombe. ¿Lo soy? Me halaga, pero no me engaño. No valgo nada si no es por él. No me importan los bailes, ni las fiestas, ni las joyas. No si él no me mira como lo hacía antes. No si sus labios están tibios por la costumbre, y no por deseo.
Dijo que cuando todo se calme volveremos a intentarlo.
Tener un hijo.
Dios, cuántas veces he soñado con eso.
A veces, en las tardes más silenciosas, me detengo frente al retrato de su madre en la galería principal. Me pregunto si ella me aprobaría. Si me viese digna de su hijo. No he sido una esposa perfecta, pero he sido leal. He cuidado su nombre, he defendido su presencia ante los lores más altivos y las lenguas más crueles. Me he vestido para él. Me he callado por él. Me he preparado, estudiado, perfeccionado… solo para que se sienta orgulloso.
Y esta noche me dijo que lo estaba.
Aunque no lo dijera con esa palabra exacta… lo vi en sus ojos. Por un instante, al menos.
Quizás es un comienzo.
Quizás este invierno traiga más que frío.
Cerraré esta página con esperanza, aunque mi corazón aún no se decida si debe latir con ilusión o con cautela.
Por ahora, me basta saber que me ha besado. Que me ha escuchado.
Que sigue aquí.
A veces, las ruinas también sostienen el templo.
- Isabella Ashcombe
La Soledad De Una Dama
Ashcombe Hall – Salón Azul, julio de 1846
El reloj marcaba las cinco cuando Isabella dejó la taza de porcelana sobre el platillo. El sonido apenas resonó entre las paredes enteladas del Salón Azul, donde el aroma a jazmín y lavanda aún persistía desde la última visita de las esposas de los lores. El fuego chisporroteaba en la chimenea y la luz del crepúsculo entraba oblicua por los ventanales altos, tiñendo el aire de un tono dorado que no alcanzaba a calentar el corazón de la joven condesa.
- Milady. - dijo la doncella con una reverencia medida - ¿Le traigo su abrigo? Lady Fairborne preguntó si la acompañará esta tarde al paseo.
- Dile que no me encuentro del todo bien. - respondió Isabella sin apartar la vista del fuego - Hoy preferiré quedarme en casa.
La joven sirvienta asintió con obediencia y salió con pasos suaves. Isabella se quedó sola.
Era curioso. Ashcombe Hall bullía de vida: risas en los corredores, el clamor de los preparativos para el día, carruajes llegando con invitaciones, criadas que se afanaban en cada rincón. Incluso Lady Honoria, siempre vigilante, parecía complacida con la manera en que Isabella había sostenido la casa en ausencia de Rowan y luego junto a él.
Y, sin embargo, en medio de esa casa palaciega, con sus columnas de mármol, sus tapices antiguos y sus muebles lacados, Isabella se sentía más sola que nunca.
No era una soledad vacía, no. Era una soledad compartida con su reflejo, con las cartas que no recibía, con las miradas que no se cruzaban. Era el hueco a su lado en la cama. La ausencia de dedos que acarician al pasar. La falta de una risa privada, de un comentario murmurado al oído cuando algo absurdo sucedía en las cenas formales.
Rowan estaba allí. Presente. Elegante. Respetuoso. Incluso amable.
Pero no estaba con ella.
Su esposo no la tocaba. No como antes. No con deseo. No con la urgencia que una vez creyó haber despertado en él. Ahora la besaba como un deber cumplido y sus palabras, aunque dulces, sabían a papel mojado.
Isabella tomó el diario que reposaba junto al sofá, el que el propio Rowan le había regalado meses atrás. Lo abrió por una página en blanco y dejó que la pluma escribiera lo que sus labios no podían confesar.
“Mi amado se aleja.
No sé si ha cambiado… o si nunca estuvo del todo conmigo.
Quizá fui yo quien soñó una historia, quien creyó que el amor crecía con la costumbre y el afecto.
Sigo creyendo en él, en su mente brillante, en la forma en que seduce a un salón entero con solo una frase.
Pero no me mira.
No me ve.
Y cuando lo hace, su mirada pasa a través de mí como si fuera humo.
He hecho todo lo que una esposa debe hacer. He aprendido a hablar con damas que antes me ignoraban. A sostener el nombre Ashcombe con dignidad. A callar cuando quisiera llorar.
Y, aun así, soy invisible para el único que me importa.
¿Es esto el matrimonio? ¿Es este el precio de la lealtad?
Dios mío, ¿cuánto tiempo puede una mujer fingir no estar rota?”
La pluma se detuvo. Isabella cerró el diario y lo abrazó contra su pecho como si con eso pudiera contener el dolor que palpitaba bajo su piel.
Los pasos de los criados iban y venían por los pasillos. El mayordomo anunció la llegada de otra invitación para una cena. Afuera, las hojas comenzaban a caer con delicadeza. Pero dentro del corazón de la joven condesa, lo único que crecía era un silencio helado.
Volvió a mirar hacia la chimenea, como si esperara que Rowan entrara, que se sentara junto a ella, que la tomara de la mano sin necesidad de palabras.
Pero él no apareció.
Y, por primera vez en semanas, Isabella deseó no tener que fingir más. Ni con él. Ni con ella misma.