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1295 Words
El Corazón Anticipa Ashcombe Hall, primeros días de enero de 1846 Las mañanas en Ashcombe habían adquirido una cadencia ritual: té a las ocho, correspondencia a las nueve, ensayo de piezas musicales en el salón rojo antes del almuerzo, luego un paseo con Lady Honoria - si el clima lo permitía y al final de la tarde, alguna visita o compromiso con las otras damas del condado. Isabella cumplía con cada paso como una bailarina atrapada en una coreografía que conocía de memoria. Con gracia, con eficiencia, con una sonrisa impecable. Pero dentro de ella… se desmoronaban los silencios. Cada noche, mientras se desvestía frente al espejo, el reflejo la observaba con una mezcla de orgullo y vacío. El mismo cabello peinado con esmero, la misma piel perfumada, los mismos ojos brillantes… pero sin la certeza de que alguien la viera realmente. El día del anuncio del viaje había pasado, pero las palabras de Rowan se repetían en su mente con eco constante. “Será una visita corta. Diplomática.” Como si ella ya no mereciera más que explicaciones funcionales. Durante el desayuno de esa mañana, Rowan hojeó el periódico sin levantar la vista más que para agradecer por la mantequilla. Habló de política, de los preparativos de la delegación, incluso hizo una broma sobre la posible lluvia en París. Isabella fingió reír, pero sus manos estaban frías sobre la porcelana. Su esposo ya se había ido mucho antes de subirse a ese barco. Esa tarde, encerrada en su estudio, Isabella se dedicó a responder correspondencia. Se detuvo más de una vez al releer sus respuestas, preguntándose si sonaban demasiado mecánicas. Era agotador fingir normalidad cuando cada fibra de su cuerpo quería preguntar: ¿Por qué te alejaste? ¿A quién vas a ver allá? ¿Qué cambió en París? Pero no lo haría. La esposa de un conde no muestra celos. No levanta la voz. No suplica. Ella seduce. Ella deslumbra. Ella resiste. Al anochecer, caminó sola por el invernadero. Las gardenias seguían floreciendo pese al invierno, protegidas por el cristal y el cuidado minucioso de los jardineros. Isabella acarició una de las flores abiertas con la yema del dedo. - Tú tampoco sabes si te marchitarás, ¿verdad? - susurró. Pensó en dejarle una carta a Rowan. Algo sincero. Algo que lo hiciera recordar los primeros meses, cuando él la miraba como si su sola presencia pudiera curarlo del mundo. Pero luego pensó en las otras cartas. Las que él recibía ahora, que nunca le mostraba. Que sólo venían firmadas por su nombre. Madelaine. El nombre le ardía en los labios como un conjuro prohibido. Lo había visto de soslayo al acercarse al escritorio antes de que Rowan lo cubriera. Durante la cena, Isabella se esforzó por conversar. Le preguntó a Rowan por los detalles de la delegación, por el discurso que preparaban, por los otros lores que lo acompañarían. Su esposo respondió todo con precisión, aunque sin entusiasmo. Solo pareció animarse cuando mencionó que habría una recepción ofrecida por la nobleza francesa. - Una oportunidad para demostrar que Inglaterra no ha perdido su dignidad - comentó él, girando su copa de vino entre los dedos. Isabella sonrió y asintió. - Estoy segura de que sabrás representar a Ashcombe con el decoro que siempre has tenido. Todos te respetan, Rowan. El conde la miró con una expresión extraña, mezcla de gratitud incómoda y desdén contenido. Como si las palabras le supieran demasiado dulces viniendo de ella. Esa noche, mientras se cepillaba el cabello frente al tocador, escribió una nueva entrada en su diario. Las páginas se habían vuelto más sinceras conforme pasaban los días. Menos floridas. Más crudas. 5 de agosto, 1846. Rowan se marcha de nuevo. A París. Sonrío. Lo abrazo. Le deseo éxito. Pero algo en mí comienza a retirarse también. Como si mi alma supiera que no hay espacio para ella en ese viaje. He hecho todo lo que una esposa puede hacer. He honrado su apellido, he ganado el favor de las otras damas, he aprendido a hablar con la lengua envenenada de la política social. Pero nada de eso lo trae de vuelta a mí. Su mirada no me busca. Su deseo ya no me roza. Y yo... me estoy convirtiendo en otra mujer. Una que sonríe en los salones, pero que llora en silencio cuando escucha la puerta de su habitación cerrarse sin haberse abierto antes. Quizás ese viaje lo cambie. Quizás yo deje de esperarlo. Cuando se acostó en la cama, al lado de Rowan, Isabella permaneció inmóvil. Fingía dormir. Fingía que no le importaba que él se recostara a su lado sin tocarla. Su respiración era pareja. El perfume de lavanda en su camisón era el mismo de siempre. Pero él no la abrazó. No le susurró nada. Ni siquiera le ofreció la mentira de un beso en la nuca. Solo un adiós invisible que ya comenzaba a oler a abandono. La Despedida Que No Fue Ashcombe Hall, amanecer antes del viaje El sol apenas comenzaba a filtrar sus rayos entre los ventanales del salón rojo cuando Isabella encontró a Rowan con la maleta ya preparada, recostada sobre una silla cercana. Su rostro, acostumbrado a la máscara de nobleza y control, mostraba una sombra de cansancio que la hizo apretar el corazón. La joven respiró hondo, juntando coraje. - Rowan, - empezó con voz suave - antes de que te vayas… ¿Podemos hablar un momento? El conde levantó la mirada, la evaluó un instante y luego dejó escapar una sonrisa breve, cortante, casi irónica. - ¿Un momento? Siempre tan urgente, Bella. Pero supongo que debo escucharte, antes de partir a salvarnos el pellejo en París. Isabella apretó las manos, negando con la cabeza. No era momento para reproches ni sarcasmos. - No es eso. Solo… - vaciló - Me preocupa que te vayas. Y que lo hagas como si nada entre nosotros hubiera cambiado. Rowan se incorporó despacio, sin dejar de mirarla. - Cambió porque la vida cambia, Isabella. No porque yo quiera que cambie. - Pero tú has cambiado. - insistió ella, con una mezcla de tristeza y desafío - Desde que volviste de aquel viaje, has sido un hombre distinto. Más frío, más distante. Apenas hablas conmigo, no me buscas en las noches, y… - tragó saliva - no sé si siquiera me quieres ya. Rowan frunció el ceño, claramente molesto. - No mezcles el deber con los sentimientos. Mi trabajo me consume. Y tú también tienes tus propios asuntos, ¿No? Te he visto ocupada, entre tus compromisos, las otras damas, tus… ‘actividades sociales’. Isabella sintió un golpe bajo, pero no retrocedió. - Lo hago porque quiero que estemos bien, para que te sientas orgulloso de mí. No para alejarte. - ¿Orgullo? - dijo Rowan, con ironía - Me cuesta creer que para ti eso sea suficiente. La joven sintió las lágrimas que amenazaban asomar y las detuvo con esfuerzo. - No te pido que seas un santo, Rowan. Solo que vuelvas a mirarme como antes. Que… que me hables, que me toques, que me busques. Que seamos nosotros y no solo dos personas compartiendo un título. Rowan bajó la vista, como si las palabras la hubieran sorprendido. - Cuando regrese, intentaremos… - empezó a decir, pero luego se detuvo - Ahora, Isabella, tengo que irme. No puedo quedarme aquí escuchando fantasmas que inventamos los dos. La joven dio un paso adelante, casi suplicando. - ¿No me extrañas? El silencio fue la respuesta más cruel. Finalmente, Rowan recogió su maleta y se acercó a besarle la mano, con una cortesía distante. - Siempre te deseo lo mejor. Luego giró sobre sus talones y salió del salón, dejando a Isabella sola con el eco de sus propios latidos.
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