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1180 Words
Ecos Del Silencio El salón continuaba vibrando con música y risas, como si nada hubiera cambiado. Como si el vals no hubiera sido más que una danza elegante entre delegaciones. Pero dentro de Isabella, algo sí había cambiado. Había sentido el latido de algo olvidado. Algo que dolía por lo mucho que hacía falta. Se excusó con delicadeza, dejando atrás las sonrisas fingidas y los brindis diplomáticos. No podía quedarse allí, entre espejos y aplausos. No podía soportar otra conversación superficial o un cumplido vacío. No después de eso. Se dirigió a uno de los balcones laterales del palacio, donde la música sonaba como un eco lejano entre los jardines. El aire frío le acarició los brazos desnudos y se abrazó a sí misma, sin importar la seda ni la etiqueta. La danza con el general Vodrak había sido… peligrosa. No porque la sedujera, sino porque la había mirado. De verdad. Como si la viera. Y eso, en su mundo, era un lujo que no podía permitirse. "¿Por qué pareces tan sola?" Las palabras retumbaban en su cabeza como campanas sordas. Nadie le había preguntado eso. Nadie se había detenido a mirar más allá de su sonrisa perfecta, de sus gestos cuidados. Ella era la esposa del conde, la señora de Ashcombe, la pieza ornamental que todos esperaban ver sonreír y brillar. Pero Viktor no la había tratado como un adorno. Ni como un premio. Ni siquiera como una debilidad ajena. La había tratado como una mujer completa. Capaz de sentir. De pensar. De elegir. Y allí estaba ahora. Sola. Con el pecho apretado. Las lágrimas al borde de romper el dique. Rowan no la había tocado en semanas. No la había buscado. Ni siquiera durante esta velada había sentido su atención. Había cedido ese primer baile sin una pizca de pesar. Como si no importara. Como si ella no importara. ¿En qué momento se habían vuelto dos extraños? ¿Y por qué, si todo parecía estar en su lugar - la casa, el título, los elogios, se sentía tan vacía? Isabella se llevó una mano al pecho, tratando de calmar la punzada que le nacía en lo más hondo. No era Viktor. No se trataba de él. No era que lo deseara, ni que soñara con algo imposible. No. Lo que le dolía era la comparación. El reflejo que ese vals le había ofrecido. Como un espejo cruel que mostraba lo que podría ser su vida… si alguien realmente la eligiera. "Estoy sola. Lo he estado desde que volvió de París la primera vez. Desde que algo cambió y no quiso decirme qué." Apretó los labios, tragando el nudo. No podía seguir así. Fingiendo frente a los demás y deshaciéndose por dentro. Cada paso que daba para complacer a Rowan, para proteger su imagen, para sostener la casa Ashcombe… era un paso más lejos de sí misma. Y, sin embargo, sabía que no podía caer. No aún. Había demasiado en juego. Lady Honoria la había puesto bajo su ala. Las demás damas la escuchaban. Su reputación estaba en su punto más alto. Ser débil ahora sería una sentencia. Entonces respiró hondo. Y se obligó a enderezarse. Secó con disimulo una lágrima que le había escapado sin permiso. Escuchó pasos tras ella, leves, medidos. Por un instante, pensó que sería Rowan. Pero no. Era una doncella del palacio, avisando que la reina deseaba verla antes del brindis final. Isabella asintió con cortesía, recuperando su postura, su sonrisa y su máscara. - Dile a Su Majestad que estoy a su disposición. - respondió con voz firme. Y mientras caminaba de regreso al salón, no podía evitar recordar la firmeza de aquella mano en su cintura, la forma en que el general Vodrak la había sostenido como si fuera algo digno de cuidarse. La pregunta seguía allí, quemando en su interior. ¿Por qué pareces tan sola? Quizá porque lo estaba. Y quizá ya no podía seguir fingiendo que no lo sabía. El Aroma De La Herida Las luces del salón del palacio quedaban atrás, difusas como luciérnagas atrapadas en un velo de niebla. Viktor Vodrak caminaba en silencio por uno de los corredores laterales, su capa militar descansando sobre los hombros, impecable, su paso seguro y medido. La música se oía lejana, como si ya no perteneciera a su tiempo. Se detuvo junto a una de las ventanas abiertas. El aire nocturno entraba con un frescor agradable. Londres tenía su propio aroma: carbón, lluvia, ladrillo viejo y perfumes pesados. Pero lo que le importaba ahora… era otro. El recuerdo persistente de rosas blancas, de nieve recién caída, de aire limpio de montaña… flotaba todavía en su conciencia como una bruma suave, imposible de apartar. El aroma de su sangre. Isabella. Apretó la mandíbula. Había sentido su calor, el leve temblor de su pulso cuando ella se cortó con su medalla. Fue un accidente mínimo, casi imperceptible, pero en él despertó algo que no lograba encerrar del todo. Algo que dormía… hasta ahora. Se llevó los dedos enguantados al pecho, justo donde una gota de esa sangre había manchado la tela de su uniforme. La medalla brillaba, pulida, pero ahora lo quemaba. ¿Qué clase de mujer era esa? No era belleza, aunque la poseía. Ni gracia, aunque la tenía de sobra. No era siquiera su gentileza o su inteligencia. Era algo más profundo. Un eco. Un eco que le hablaba en el idioma de su estirpe. El idioma que los clanes de su tierra conocían en el alma. Aquella mujer tenía sangre poderosa. Antigua. Y él la había olido. Cerró los ojos un instante. Las memorias de su niñez se alzaron como sombras tras la nieve: los susurros en la aldea, las historias de los videntes, las mujeres marcadas por la luna, las que llevaban en la piel el don del bosque o la maldición del río. El linaje de los que despiertan los instintos dormidos. Viktor había viajado por muchos países, compartido negociaciones con reyes, hablado en más idiomas de los que contaba con los dedos… pero nunca había sentido algo semejante. Una perturbación suave, como si su sangre hubiera cambiado de temperatura al contacto con la de ella. Una herida mínima. Una gota. Y sin embargo… - General Vodrak. La voz del coronel Strauss lo sacó de sus pensamientos. Viktor giró el rostro, impasible, ocultando la conmoción interna que lo recorría. - ¿Sí? - Los carruajes están listos para llevarnos al hotel. ¿Se siente bien? Viktor asintió. Su rostro era una máscara perfecta de disciplina. - Solo necesitaba un momento de aire fresco. El coronel asintió, pero lo miró con cierta duda. Luego, sin más, se retiró. Viktor permaneció un segundo más. Solo uno. Y entonces murmuró en su lengua natal, con un tono tan bajo que el viento mismo pareció guardarlo como un secreto: - Ty si víla alebo prekliata…? (¿Eres hada… o maldita?) Luego se dio la vuelta y se marchó. Pero el recuerdo del aroma persistía, colándose bajo su piel, como un juramento que todavía no había pronunciado.
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