Una Extraña Sensación
Ashcombe Hall. Dormitorio de la condesa. Medianoche.
La casa estaba en silencio. A esa hora, incluso los pasos de los criados se desvanecían como si fueran parte de otro mundo.
Isabella se sentaba frente al tocador, aún vestida con su camisón de seda y una bata de encaje que no abrigaba más que su pudor. Su cabello caía suelto sobre los hombros, ligeramente ondulado por el peinado de la velada. Tenía los ojos fijos en la pequeña herida en su dedo anular. Una línea delgada, roja, apenas cerrada. Dolía, pero no como debería.
Era otra clase de dolor.
Un dolor que no venía de la carne.
Había colocado una venda sobre la herida apenas regresó a casa, pero no podía evitar tocarla de vez en cuando, como si en ese roce pudiera comprender algo.
El momento exacto regresó a su mente: el final del vals, el leve roce con la medalla en el pecho de Viktor y su sangre… caliente, rápida, absurda… saliendo como un susurro.
Luego, la mirada de él.
No fue deseo. No fue ternura. Fue algo más antiguo. Más profundo.
Como si por un segundo, el mundo entero hubiera callado y solo existiera esa gota entre los dos.
Apoyó los codos sobre la mesa, cubriéndose el rostro con las manos. Sentía que debía llorar, pero no había lágrimas. Solo un extraño temblor en el centro del pecho.
Y Rowan…
Su esposo la había ignorado casi toda la velada. Su primer baile fue con otro hombre. El primero desde su matrimonio. Ella se había sentido como una niña a la que por fin le tendían la mano en una sala donde siempre estuvo de pie en una esquina.
Y ese hombre era un extranjero. Un desconocido.
¿Por qué entonces se sentía vista? ¿Por qué sentía que, por primera vez, alguien la había mirado y reconocido?
Suspiró y volvió a observar la herida.
Rosales de invierno, pensó. No sabía por qué. Nunca había olido algo parecido… pero ese era el recuerdo que le venía.
Rosas blancas cubiertas de escarcha. El jardín que soñaba de niña, donde todo era silencio y la brisa hablaba.
Isabella se puso de pie y caminó hacia la ventana. El cielo estaba despejado. La luna se alzaba, alta y redonda, como una lámpara blanca colgada en lo alto del mundo.
Cerró los ojos, aún temblando sin saber por qué.
No era amor. No era deseo.
Era la sensación de que algo en su vida acababa de comenzar y aún no tenía nombre.
Londres. Hotel de la delegación extranjera. Mismo momento.
Viktor se desvistió con movimientos lentos y exactos, como si aún llevara el uniforme consigo incluso desnudo. Plegó cada prenda con una disciplina militar férrea. Encendió la lámpara más pequeña del escritorio y bebió un sorbo de aguardiente austriaco. Luego se recostó en el diván, no en la cama. Esa noche no quería dormir profundamente.
Esa noche… tenía miedo de soñar.
Cerró los ojos.
El aire olía a cera, cuero, madera encerada… y aún así, seguía presente el aroma de ella.
Rosas blancas. Hielo. Aire de bosque. Flores de Nieve.
Se incorporó de golpe, sin entender por qué su cuerpo reaccionaba así.
Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió el rostro con las manos, respirando hondo.
En su clan, se decía que a veces, una sangre específica podía tocar el alma dormida de un Vodrak. Una mezcla extraña, una línea olvidada por la historia. La llamaban “la sangre del viento”. Aquella que no se doblega. Aquella que puede cambiar el destino del que la huele.
Y él la había olido.
Una gota. Solo una. Pero la había reconocido.
No en la razón. No en la ciencia. En algo más profundo.
Abrió los ojos y murmuró en su idioma:
- Je to ona…
(Es ella…)
La imagen de Isabella flotó como un reflejo en agua agitada. No por su belleza. No por su dulzura. Sino por ese silencio dentro de ella. Ese vacío que gritaba como el suyo propio.
Viktor apoyó la frente contra el borde de su puño.
Esto es peligroso.
La dama está casada.
Él está comprometido con su deber.
Pero el destino… nunca ha pedido permiso.
Y en su tierra, cuando un Vodrak siente eso, lo único que puede hacer es encontrar el origen o volverse loco.
Una gota de sangre. Una mirada.
Una mujer marcada por el viento.
La Confirmación
Londres. Jardines interiores del museo de historia natural. Visita diplomática. Día siguiente.
El grupo diplomático había sido invitado a un recorrido privado por la galería botánica del Museo de Historia Natural, recientemente reabierta al público tras una renovación. Las delegaciones caminaban en pequeños grupos, escoltados por miembros de la nobleza inglesa y curadores del museo. Viktor se desplazaba con paso firme, pero la mandíbula apretada.
Isabella estaba allí.
La había visto al llegar, justo antes de cruzar el umbral del invernadero. Isabella, envuelta en un vestido verde musgo, sobrio pero elegante. Llevaba el cabello recogido con sencillez, un pequeño broche de perlas. No destacaba por encima de las otras damas… y aún así, cada sombra y cada brisa parecían inclinarse a su paso.
La joven no lo había visto. Aún no.
Viktor se ubicó cerca de la galería de orquídeas. Se apartó discretamente de su grupo. Observaba, sin ser visto. Como un cazador. Como alguien que teme ver más de lo que puede controlar.
Y entonces, Isabella se volvió. Alguien le había señalado la flor nacional de Austria. Su mirada se alzó… y se encontró con la de él.
Un instante.
No hubo sonrisa. No hubo gesto. Solo reconocimiento.
Y para Viktor, fue suficiente.
El aroma volvió. Incluso en ese jardín atestado de fragancias artificiales y perfumes costosos… su sangre seguía allí. Como una melodía apenas perceptible, distinta a todo.
La flor en su mano tembló. Y ella la soltó.
Viktor avanzó. Ya no podía evitarlo.
- Lady Ashcombe. - dijo al llegar a su lado, con la reverencia exacta, sin una pizca más de la necesaria.
Isabella inclinó levemente la cabeza.
- Sir Viktor.
- ¿Puedo acompañarla en el recorrido? - preguntó con tono neutro, formal… pero sus ojos, ámbar profundos, parecían leerla más allá de las palabras.
La condesa dudó. Solo un segundo. Luego asintió.
Caminaron juntos entre las vitrinas, hablando de flores, de historia, de los paralelismos entre el jardín inglés y los invernaderos imperiales. Pero detrás de cada palabra, flotaba una tensión distinta. Casi eléctrica.
Finalmente, se detuvieron frente a una planta de hojas blancas, translúcidas.
- En mi tierra, - dijo él suavemente - esta flor se llama vetra. Solo crece en altitudes extremas. La leyenda dice que crece donde la sangre de los dioses tocó la nieve.
Isabella ladeó la cabeza.
- ¿Y si una mujer la encuentra?
Viktor la miró, lento. Casi con miedo.
- Depende. Hay quienes dicen que esa mujer es elegida. Otros… que es un presagio de guerra.
La joven no entendió del todo, pero la forma en que él la observaba… le removió algo en el pecho.
Él sabe algo. Algo que ni ella misma comprende.
Isabella respiró hondo y dijo, casi como si fuera un susurro robado al viento:
- Ayer por la noche, sentí que estaba donde no debía… y que sin embargo, era mi lugar.
Viktor cerró los ojos un segundo.
Confirmado.
No era solo atracción. No era juego. Esa mujer no solo tenía el aroma. Tenía el alma del viento.
Y eso significaba que todo iba a cambiar.
Para él. Para su clan.
Para ella.