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1371 Words
Sangre Que Llama Tres días después de la recepción en la embajada. El carruaje avanzaba por las calles adoquinadas de Mayfair mientras el cielo gris comenzaba a teñirse de oro con la luz del atardecer. En el interior, Isabella permanecía en silencio. Sus manos reposaban sobre su regazo, enguantadas, los dedos entrelazados con compostura. A su lado, Rowan hojeaba sin interés un informe. Ni una palabra cruzó entre ellos en todo el trayecto. Está cansado, pensó Isabella. Siempre lo está. El coche se detuvo frente al Conservatorio de Música. Ella asistiría a una velada íntima de estudiantes y maestros, donde se interpretarían piezas de cámara. Rowan, como había avisado, no se quedaría. - ¿Vendrás a buscarme? - preguntó ella, suavemente, antes de bajar. - Enviaré a Lewis. - dijo él, sin levantar la vista del papel. La condesa descendió sin reproche. Sonrió al cochero, arregló el pliegue de su falda y caminó hacia la entrada como si no sintiera la punzada en el pecho. Como si no supiera que Rowan no solo no iría por ella… sino que probablemente olvidaría la hora en que debía regresar. La música esa noche fue impecable. Sin embargo, Isabella no lograba concentrarse. Sentía algo extraño desde hacía días. Como si una ráfaga constante la siguiera. Como si alguien estuviera justo fuera de su campo visual… observándola. No era temor. Era… una inquietud suave, casi física. Como una voz sin sonido llamándola desde lejos. ¿Estoy enfermando? ¿O me estoy volviendo débil? Sacudió la cabeza. Se recompuso. Aplaudió con elegancia cuando fue necesario. Conversó con un profesor húngaro sobre la obra de Haydn y su influencia en Beethoven. Y luego regresó a casa. Allí, en la soledad de su habitación, abrió el pequeño estuche donde guardaba las cartas de Rowan. Viejas. Amarillentas. Algunas antes del matrimonio. Otras desde sus primeros viajes. Las tocó con dedos temblorosos. Ninguna nueva. Ninguna desde París. Sus ojos ardieron. Pero no lloró. Mientras tanto… en el ala norte de la Embajada Austriaca. Las paredes de la habitación de Viktor estaban revestidas en terciopelo verde oscuro. La lámpara apenas encendida bañaba el espacio con una luz tenue. El reloj marcaba las once. Viktor estaba sentado frente al escritorio, los papeles diplomáticos extendidos ante él. La pluma entre sus dedos temblaba. Su vista estaba fija en un punto invisible. No podía concentrarse. Cada día era peor. Desde aquella noche en el baile… desde el momento en que su sangre la olió, la reconoció. La sangre del viento. Ella. Se levantó de golpe, empujando el sillón hacia atrás. Cruzó la habitación con pasos largos y fue hacia la ventana. Afuera, Londres brillaba en la distancia, callada, ajena. Y sin embargo, podía sentirla. Podía escuchar el ritmo de su respiración, como si su oído se hubiera afinado solo para ella. El recuerdo de su aroma se arrastraba por su garganta con dolorosa claridad. - ¿Qué me está haciendo…? - murmuró, apoyando la frente en el vidrio. Markel entró sin llamar. Sabía que su maestro estaba en agonía. - No dormiste anoche. Y tampoco comiste hoy. - No tengo hambre. --gruñó Viktor, con la voz ronca. - Porque tu hambre no es por alimento. Y lo sabes. Viktor se giró lentamente. Tenía las pupilas dilatadas, la mirada oscura, marcada por ojeras. - Dijiste que la sangre del viento solo se manifestaba en épocas de ruptura, de caos. Que era un lazo ancestral para proteger a nuestra estirpe ¿Entonces por qué ahora? - Tal vez… - Markel dudó - porque el caos está por comenzar. Porque tu linaje lo convocó. Viktor cerró los puños. - No puedo vincularme a ella. Está casada. Humana. Inglesa. Parte del enemigo político. - Eso no le importa a la sangre. - ¿Y si ella no lo soporta? ¿Si muere? - Podría. Si la fuerza del llamado no es correspondida… el cuerpo se rompe. Pero tú… tú no podrás alejarte. Y tampoco podrás beber de otra. Viktor lo sabía. Ya lo estaba sintiendo. La última vez que intentó alimentarse de una cortesana contratada, la sangre le supo a cenizas. La escupió en la fuente. Vomitó durante horas. Solo la de ella lo llamaba ahora. Y aún así… aún así, se mantenía firme. Por ahora. - ¿Puedes… encontrar su genealogía? - preguntó al fin. Markel alzó una ceja. - ¿Vas a buscar confirmación? - Voy a buscar una maldita escapatoria. Markel asintió. Lo dejó solo. Viktor regresó al escritorio, abrió el cajón inferior y sacó una antigua libreta de cuero ennegrecido. Allí, en tinta carmesí, estaban registradas las líneas antiguas de sangre, las ramas del norte y del este, las casas que alguna vez fueron aliadas del clan Vodrak. Pasó las páginas con furia, con desesperación, buscando nombres. Algo. Alguna prueba de que lo que sentía podía ser un error. Pero cuanto más leía… Más comprendía que no había error. Solo destino. El Intento de Huida Embajada Austriaca - madrugada siguiente El carruaje aguardaba listo frente al ala privada de la embajada. Las ruedas apenas crujían sobre el empedrado húmedo por la llovizna. Viktor Vodrak descendió las escaleras sin su escolta habitual, con la capa cerrada hasta el cuello y el rostro ensombrecido bajo el ala del sombrero. Markel lo esperaba junto a la puerta del vehículo, su expresión cargada de reproche contenido. - ¿Y crees que escapando resolverás lo que ya está escrito? Viktor no respondió. Le pasó de largo, subió al carruaje y se dejó caer en el asiento de cuero n***o. Cerró los ojos como si al hacerlo pudiera tapar el murmullo que ya lo había perseguido toda la noche: su aliento. Su sangre. La sangre del viento. Markel entró tras él sin ser invitado y cerró la puerta. - ¿A dónde irás, Viktor? ¿A los montes? ¿A los riscos de Vodrak donde el hielo aún recuerda el nombre de tu padre? - A donde no esté ella. - respondió con voz baja, gutural - Porque si me quedo… la arrastraré conmigo. La tomaré. Me pertenece y la deseo. No podré evitarlo. Markel se mantuvo en silencio durante varios segundos. Luego habló con calma. - ¿Crees que el vínculo desaparecerá? ¿Que bastará con alejarte unos días? - No. Pero si al menos no la huelo, si no escucho el pulso de su sangre cada vez que pisa el suelo, tal vez recupere el control. El cochero recibió la señal para avanzar. - Hazlo, entonces. - susurró Markel - Pero recuerda esto, mi señor: los Vodrak no son hombres comunes. Nacimos para unir el poder de la noche con la voluntad del viento. Esa sangre no aparece al azar. Si ella es la llamada… será la condena de ambos si tú huyes. Viktor no respondió. Clavó la mirada en la ventana. Los edificios victorianos desfilaron como sombras. Y, sin embargo, justo antes de salir del distrito de los nobles, la vio. Isabella. Bajaba de su carruaje frente a una tienda de partituras, acompañada de su doncella. Llevaba un abrigo azul marino y un sombrero sencillo, sus guantes blancos sujetando un cuaderno contra el pecho. No lo vio. Pero él la sintió. El pulso se le disparó. El aire del carruaje se volvió irrespirable. Y entonces ocurrió. El vidrio se empañó. Su garganta se secó. La parte más antigua y oscura de su linaje despertó. No puedes dejarla. Su mano tembló. Cerró los ojos. El carruaje avanzó unos metros más. - ¡Detente! - exclamó, golpeando con furia el techo. El coche se detuvo en seco. Markel lo observó sin sorpresa. Como quien espera que el río retome su cauce. Viktor bajó con un gruñido apenas contenido. Caminó unos pasos. Inspiró profundo. Su cuerpo se estremecía. Ella es mía. - No puedo irme. - No. - dijo Markel - Porque ya no hay un lugar donde ella no esté contigo. Viktor se giró. Sus ojos dorados se clavaron en la tienda donde Isabella acababa de entrar. No se acercó. No esta vez. Pero la idea de escapar se había roto para siempre. Ya no era un diplomático. Ni siquiera un príncipe de su linaje. Era un predador amarrado a una única presa que no podía tocar.
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