Sospechas En Los Salones De Mármol
El salón principal del palacio brillaba con una luz suave, reflejada en las columnas de mármol blanco y los candelabros de cristal. Las voces se mezclaban con las notas de la orquesta, los perfumes de las damas y el rumor constante de las copas de champán. Rowan Ashcombe se desplazaba con la gracia ensayada de un hombre que conocía su sitio entre la élite, pero esa noche, algo en el aire le erizaba la piel bajo la chaqueta de gala.
No era la música, ni el vino, ni siquiera el recuerdo aún fresco de Viktor Vodrak llevando a Isabella al centro del salón. Era Pennington.
Lord Arthur Pennington, vizconde de Hilton, había sido uno de sus apoyos más firmes en la Cámara. Un aliado de sangre vieja y reputación intachable, que conocía tanto la política como los pecados que se ocultaban tras sus cortinas. Rowan lo había considerado, en muchos aspectos, un hermano en las sombras.
Y sin embargo…
Desde su regreso de París, Pennington lo había evitado. Al principio fue sutil. Una mirada que no se encontraba. Una copa levantada desde lejos, en lugar de acercarse a conversar. Pequeños gestos que podrían atribuirse al azar.
Pero esa noche, todo era demasiado evidente.
Rowan había cruzado el salón, sonriendo, mientras hablaba con dos miembros de la delegación de Escocia. El grupo de nobles cerca de la chimenea era familiar: Pennington, Lord Caldwell y sir George Northway. Hombres con los que solía debatir reformas entre brandy y sarcasmos.
Cuando se aproximó, Pennington lo vio. Lo vio con claridad.
Y, sin embargo, dio un paso atrás.
Se giró hacia Caldwell, murmuró algo con una sonrisa tensa y en el siguiente instante ya se alejaba en dirección opuesta. Northway, desconcertado, lo siguió después de un instante de duda.
Rowan se quedó detenido a medio camino, su copa aún en la mano, los dedos crispándose alrededor del cristal.
Ya no era paranoia.
Lo estaban evitando.
Y no por casualidad. No por fatiga o compromisos. Sospechaban.
Sus ojos recorrieron el salón, intentando reunir las piezas. ¿Quién más lo sabía? ¿Quién le había dicho algo a Pennington?
¿Había sido el perfume?
¿Una carta que cayó en manos equivocadas?
¿Un movimiento en falso al volver de la última escapada a los brazos de Madelaine?
Su corazón golpeaba lento y denso, como el redoble de un tambor antes de una ejecución.
Isabella reía suavemente unos pasos más allá, conversando con la marquesa de Wynford y su hija. Tan elegante, tan inocente. Rowan apretó la mandíbula. Su esposa no sospechaba aún. Pero si Pennington sabía… otros lo sabrían pronto.
Se obligó a moverse. A sonreír. A acercarse a otro grupo, a uno menos influyente, donde su presencia no despertara recelo. Pero no podía concentrarse en la conversación. Las palabras eran ruido. Los rostros, máscaras. Solo una idea martillaba en su cabeza:
Pennington lo está marcando. Y no lo hace por despecho ni celos. Lo hace porque algo ha descubierto.
Y si el vizconde hablaba con la reina - o peor, con Lady Honoria - toda su fachada se vendría abajo.
Advertencias Entre Lobos Disfrazados De Caballeros
El salón de fumadores estaba tenuemente iluminado, envuelto en el aroma espeso del tabaco importado y el cuero viejo de los sillones. La velada continuaba en los grandes salones del palacio, pero allí, entre las sombras de retratos ancestrales y copas de brandy, las verdaderas conversaciones sucedían.
Rowan estaba de pie junto a la chimenea, con una copa intacta en la mano. El fuego dibujaba reflejos anaranjados sobre su mandíbula tensa. No esperaba que Pennington viniera a él. Había asumido que la distancia se mantendría como una forma de castigo silencioso. Sin embargo, los pasos firmes y bien medidos del vizconde interrumpieron sus pensamientos.
- Pensé que no te quedarías hasta el final. - dijo Pennington con una sonrisa vaga, mientras se servía un poco de brandy sin mirarlo.
- Tenía curiosidad por el discurso del embajador austriaco. - respondió Rowan con tono medido - Parecen particularmente interesados en nuestros acuerdos comerciales.
Pennington no respondió de inmediato. Se sentó, cruzando las piernas con lentitud y apoyó la copa en el reposabrazos.
- Los austríacos son observadores astutos. Ven mucho más de lo que dicen. No como nosotros, que preferimos fingir que no vemos lo evidente hasta que es demasiado tarde.
Rowan no se movió. Ni un músculo.
- ¿Y qué es lo evidente esta vez?
Pennington lo miró por primera vez esa noche. Directo. Con esa mezcla de decepción y cálculo frío que solo se ve entre hombres que alguna vez fueron aliados.
- Que las cosas se te están escapando, Ashcombe. Y que no deberías permitirlo.
Un silencio denso cayó entre los dos. Rowan dejó escapar una pequeña exhalación, ladeando la cabeza.
- ¿Esto es una advertencia?
- Esto es una cortesía. - Pennington tomó un sorbo, como si saboreara algo más que licor - Hay quienes no te la darán. No dos veces. Y mucho menos si se les presenta una oportunidad de ocupar tu lugar.
- ¿Por qué vienes a mí, entonces?
Pennington se encogió de hombros con naturalidad.
- Porque eres útil. Porque tienes talento. Porque… una caída tuya salpicaría a más de uno. Incluyéndome.
Rowan apretó los labios. No preguntó qué sabía, ni cuánto. Sabía que era inútil. Si Pennington había venido, era porque ya tenía información.
- ¿Isabella? - preguntó en voz baja, como tanteando.
Pennington negó suavemente.
- No. Ella es lo único que no has arruinado. Todavía. De hecho, la estás convirtiendo en un símbolo y eso es lo que hace esto tan delicado. Porque si tu mentira la mancha a ella… nadie te perdonará.
Rowan lo sintió como un golpe seco en el pecho. Pennington se levantó con parsimonia, alisando las solapas de su chaqueta.
- Eres inteligente, Ashcombe. Usa esa inteligencia para decidir qué es lo que estás dispuesto a perder. Porque si no lo haces tú, alguien lo decidirá por ti.
Y con eso, el vizconde se marchó del salón sin mirar atrás.
Rowan se quedó allí, inmóvil, como si su sombra se hubiera hecho más larga y más pesada en el reflejo del fuego.
La copa cayó a sus labios por inercia, pero ya no sentía el sabor del brandy.
Solo el ardor lento de una amenaza que ya no podía ignorar.