La Invitación Real
Ashcombe Hall era un torbellino de actividad. Doncellas corrían de un ala a otra, floristas entregaban sus encargos y los sastres se turnaban en la galería para las últimas puntadas. Lady Honoria supervisaba todo desde su sillón con mirada crítica y lengua afilada. Cada evento relacionado con la corte era una partida de ajedrez… y esa noche se disputaría frente a la reina.
En la alcoba principal, Isabella se vestía con la ayuda de su doncella. El vestido elegido era de un vestido de azul profundo, con bordados en hilo de oro que recordaban hojas de laurel: símbolo de victoria. No por ostentación, sino por respeto. Había mandado a bordarlo semanas atrás, apenas supo del reconocimiento a Rowan por parte de la reina.
- ¿Está segura de que quiere ese peinado, Milady? - preguntó la doncella, ajustando un broche con perlas.
- Sí. Sencillo, limpio. La reina detesta los excesos. - respondió Isabella, mientras se giraba hacia el pequeño cofre que guardaba el obsequio real.
Lo abrió y acarició con dedos temblorosos la libreta de cuero n***o, de encuadernación delicada. En la tapa, en oro sobrio, brillaban discretamente las iniciales “V.R.”.
- ¿Cree que le gustará? - preguntó en voz baja.
La doncella sonrió.
- Estoy segura de que sí, Milady. Es algo muy personal. Lo recordará.
Isabella asintió. Había hecho que su encuadernador más antiguo la ayudara, que el cuero fuese del mismo tipo que el usado en las biblias de viaje y que el papel fuera resistente a la humedad. La reina tenía fama de escribir notas hasta en medio de una cacería o mientras esperaba que terminaran los bailes de embajadores.
Una hora más tarde, bajó por la escalera principal. Rowan ya la esperaba en el vestíbulo, vestido de gala, su bastón ceremonial en la mano. El uniforme n***o y los botones dorados lo hacían parecer salido de una pintura. El orgullo del linaje Ashcombe. Sus ojos se alzaron al verla.
Por un momento, Isabella buscó algo en su mirada. Admiración, ternura, incluso deseo. Pero lo que encontró fue un reflejo neutro, una sonrisa ensayada que no alcanzaba los ojos.
- Estás hermosa. - dijo él, como quien recita una fórmula.
- Gracias. - respondió ella con dulzura. Su voz tembló apenas, pero se repuso - Estoy orgullosa de ti, Rowan.
- Y yo agradecido de tenerte a mi lado, Bella.
Lady Honoria los observaba desde su lugar, envuelta en encajes antiguos como un emblema de una era que se negaba a morir. Chasqueó la lengua y pidió que la ayudaran a subir al carruaje.
- No olvides el estuche. - ordenó sin mirar a nadie en particular. Isabella lo tomó con manos firmes. Al menos una cosa sería genuina esa noche.
El Baile
El Palacio de St. James resplandecía bajo la luz de las arañas de cristal. El salón reservado para la recepción estaba lleno de lores, ministros y damas de altísima cuna. Murmullos, abanicos y risas contenidas flotaban como perfume en el aire.
Isabella se mantenía junto a Rowan, atenta a cada gesto, a cada oportunidad para reforzar su papel. Sonreía cuando él hablaba, asentía cuando las duquesas la consultaban sobre tendencias y presentaba con cuidado el regalo cuando fueron anunciados ante la reina.
- Vuestra Majestad. - dijo con una reverencia perfecta cuando fue su turno de saludar - Un pequeño obsequio, si me permite la osadía. Sé que aprecia los detalles útiles.
La reina, vestida con satén azul y una tiara discreta, tomó el estuche con curiosidad. Abrió la libreta, acarició las cubiertas y sonrió con satisfacción genuina.
- Oh… Qué exquisito. Y muy apropiado. Tiene buen ojo, Lady Ashcombe. Agradezco la consideración.
Isabella hizo una leve inclinación. Rowan, a su lado, no dijo nada. Pero la reina sí lo miró de reojo.
- Y usted, Lord Ashcombe, ha demostrado ser un aliado estratégico. Francia es un terreno resbaladizo. Saber cuándo hablar… y cuándo callar, es una virtud poco frecuente.
Rowan sonrió, elegante.
- Es un honor servirla, Majestad. Y un privilegio que mi esposa comparta esta labor en su modo único.
La reina asintió… pero su mirada se posó un instante más en Isabella. Como si ya intuyera lo que otros no querían ver.
Cuando el protocolo terminó y la música llenó el salón, Isabella se excusó para respirar un momento cerca de las columnas del ventanal. A su lado, Lady Honoria se acercó con su bastón, la escolta de siempre.
- Lo hiciste bien, niña.
- Gracias, Lady Ashcombe.
- No me des las gracias. Agradece que aún tienes oportunidad de arreglar lo que está por romperse.
Isabella giró el rostro, confundida. Pero la anciana ya había vuelto la vista hacia el salón. Sus ojos estaban fijos en Rowan, riendo entre lores, como si no hubiera sombra alguna.
- ¿Cree que lo he perdido? - preguntó Isabella en un susurro, casi sin aliento.
Lady Honoria no respondió. Pero su silencio fue más revelador que cualquier palabra.
El Forastero de Viena
El salón de baile brillaba con mil luces de gas y reflejos dorados. La orquesta atacaba los primeros compases de una polonesa solemne mientras las parejas se ubicaban en el centro del mármol. Las risas, el aleteo de abanicos, los murmullos diplomáticos flotaban como niebla perfumada entre los asistentes.
Isabella permanecía junto a una de las columnas, sosteniendo su copa con elegancia calculada. No bebía. Solo mantenía las formas. A lo lejos, distinguía a Rowan, rodeado de lores y ministros, su voz firme, su sonrisa en su sitio. La joven lo conocía bien. Demasiado bien. Sabía cuándo estaba actuando.
Y últimamente, actuaba todo el tiempo.
- Milady. - la llamó una voz familiar a la matriarca de Ashcombe a su lado - Acaban de anunciar a la delegación del Imperio Austrohúngaro. La reina los recibirá ahora.
Lady Honoria se aproximó, apoyada en su bastón de plata. A pesar de los años, su mente era afilada como daga.
Isabella desvió la mirada hacia la entrada, donde los heraldos golpeaban el suelo con las mazas ceremoniales, anunciando con voz clara:
- Su Excelencia, el Barón von Luders. Su Excelencia, el Conde Esterházy. Y en representación del Alto Comando Imperial, el General Su Excelencia, el Duque Viktor Vodrak.
Las puertas se abrieron de par en par.
Y por ellas entró un hombre que, sin proponérselo, rompió el aire del salón en dos.
Alto, de porte militar, hombros anchos y espalda recta, el uniforme blanco y dorado de gala contrastaba con la piel ligeramente bronceada por el sol centroeuropeo. Llevaba la capa del ejército austriaco colgando de un solo hombro y su sable ceremonial, en su funda de terciopelo azul, brillaba como una promesa no pronunciada.
Pero no fue su uniforme lo que hizo que Isabella contuviera la respiración.
Fue su rostro, de facciones marcadas, pero serenas, coronado por una cabellera rubia como el lino maduro, peinada hacia atrás sin excesos, sin vanidad. Y, sobre todo, sus ojos: de un ámbar claro, casi dorado, que parecían ver y comprender demasiado.
Caminó sin prisa, sin mirar a nadie en particular, como si la sala entera fuera una escena que ya conocía. Solo se detuvo para hacer una inclinación cortés frente a la reina. Cuando lo hizo, el resto de los embajadores parecieron desdibujarse a su alrededor.
La reina Victoria alzó la ceja con una mezcla de interés y reconocimiento.
- He oído hablar de usted, general Vodrak. - dijo con tono calculadamente informal - Dicen que su estrategia salvó dos líneas enteras en Sadowa.
- Los rumores son generosos, Majestad. Pero no todos son falsos. - respondió él con un acento leve, elegante, casi musical.
Isabella parpadeó. El sonido de su voz - grave, pausada, sin necesidad de elevarse - le pareció como una cuerda tensada que, al vibrar, encontraba el tono justo.
- ¿Quién es ese? - susurró sin darse cuenta.
Lady Honoria no necesitó mirar.
- Vodrak. Lo mencionaron en los informes diplomáticos. Hábil, frío, disciplinado… Nunca se casó. Nunca fue vencido en el campo. Al parecer, en su país lo veneran y le temen por igual.
Isabella asintió lentamente. Pero lo que sentía no era miedo.
Era calma.
Una calma inexplicable, como si el simple hecho de que aquel hombre estuviera en el mismo salón, respirando el mismo aire, pusiera orden a todo el caos interior que la había estado consumiendo en silencio desde el regreso de Rowan.
Fue entonces que él giró la cabeza, despacio, con la tranquilidad de quien sabe que está siendo observado… y la miró.
Isabella bajó la mirada al instante, como si la hubieran atrapado en un secreto. Un calor le subió a las mejillas. No fue vergüenza. Fue reconocimiento. Como si, de algún modo imposible, ya se conocieran. Como si su alma hubiera recordado algo antes que su cuerpo.
- Isabella… - murmuró Lady Honoria.
- Sí… lo vi. - susurró sin pensarlo.
La orquesta cambió el ritmo. Comenzaba un vals. Las parejas se deslizaban por el salón mientras las luces palpitaban en el cristal de las arañas. Y aunque no volvió a mirar, Isabella sentía aún esa mirada clavada en su piel. No era deseo. No era coqueteo.
Era advertencia. O quizá, una promesa.
A lo lejos, Rowan seguía hablando. Pero ella no oía sus palabras. El mundo había cambiado con una sola mirada.
Y aunque no lo supiera aún, nada volvería a ser igual.