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El Primer Vals Las notas del vals flotaban como perfume por el salón. Los violines se entrelazaban con las flautas en una danza melancólica. Isabella seguía de pie junto a la columna, los dedos levemente crispados sobre el abanico cerrado que no se atrevía a abrir. La mirada de Viktor Vodrak no la abandonaba. No era intrusiva, pero tampoco ofrecía escapatoria. Era una presencia constante, contenida. Como un río bajo hielo. Y entonces él se movió. Cruzó el salón sin premura, sorteando conversaciones diplomáticas y cortesías huecas con pasos seguros. Nadie se atrevía a detenerlo. Los lores abrían espacio sin saber por qué. Alguien como él no pedía paso. El paso se le ofrecía. Isabella lo notó cuando ya estaba demasiado cerca para fingir distracción. - Milady. - inclinó apenas la cabeza, sin dejar de mirarla - Esta música… exige belleza en movimiento. ¿Me concedería el honor? La pregunta fue directa. Sin ambages. Sin rodeos. Y, sin embargo, no tuvo rastro de prepotencia. Era un ofrecimiento. Pero también un desafío. Isabella se quedó sin aliento. Rowan no le había pedido ni un solo baile aquella noche. Ni una caricia. Ni una mirada. Solo cumplidos públicos vacíos y una mano en su cintura cuando correspondía. Antes de responder, buscó con la mirada a su esposo. Rowan estaba apenas a unos pasos, charlando con dos miembros de la delegación española. Parecía no haber escuchado. Pero entonces giró el rostro y sus ojos se encontraron con los de su esposa. Y luego con los de Viktor Vodrak. La tensión que duró un segundo… pareció durar años. Rowan sonrió. Una sonrisa fría, elegante, perfectamente esculpida. Dio un paso hacia ellos y habló con una cortesía de hielo: - General Vodrak… Es un placer. Creo que aún no hemos tenido el gusto de compartir una conversación. - El gusto es mío, Lord Ashcombe. - El general hizo una inclinación apenas perceptible - Su reputación como estratega económico ha llegado más allá del canal. Rowan inclinó la cabeza, sin descomponerse. - Y la suya como maestro de la guerra, general, es leyenda incluso en nuestras academias. El silencio que siguió fue tenso. Casi imperceptible. Una pausa que no era del todo diplomática. - Vengo a pedirle permiso para robar a su esposa un solo vals. - continuó Viktor - Si su señoría lo permite, claro. Isabella sostuvo el aliento. Había algo crudo en esa frase. Algo que parecía decir mucho más. Y entonces sucedió. Rowan, sin mirar a su esposa, alzó la copa de vino que tenía en la mano y sonrió. - Por supuesto. Isabella merece cada danza. Y esta noche no he estado a la altura. La frase cayó como una hoja de metal. La estaba cediendo. Como si no le importara. Como si no doliera. Isabella sintió un leve temblor en los dedos cuando Viktor le ofreció el brazo. Lo tomó, sin saber por qué su pecho palpitaba como si acabara de correr bajo la lluvia. Entraron a la pista de baile mientras el segundo compás del vals se deslizaba en espiral por el salón. Las manos del general eran firmes. Guiaba con una precisión perfecta, sin rigidez. Como si conociera su ritmo antes de que ella misma lo descubriera. Isabella no necesitaba pensar. Solo seguir. - Usted baila con gracia. - dijo él, apenas audible. - Gracias, general. - respondió ella con voz medida. - ¿Puedo hacerle una pregunta que no está en el protocolo? La joven lo miró de soslayo, pero asintió. - ¿Por qué parece tan sola? El corazón de Isabella se encogió. Como si alguien le hubiera leído el alma en voz alta en medio del salón. No respondió. No podía. - No debe. - continuó él, con ese tono entre suave y profundo - Una mujer como usted está hecha para caminar acompañada… no relegada a la sombra. Isabella apretó los labios. No era coqueteo. No era impertinencia. Era… observación. Pura y directa. - No me conoce. - susurró. - No. Pero los hombres como su esposo tampoco. Y eso… es una pena para todos. La música llegó a su clímax. Viktor giró con ella y la sostuvo con una elegancia que ningún otro hombre había mostrado. No hubo contacto indebido. No hubo alarde. Solo un dominio absoluto del momento. Cuando la melodía terminó, Isabella se encontró respirando hondo. El mundo, por un instante, había estado en silencio. Como si solo ellos dos hubieran existido. Entre Sangre y Memoria La música cayó en un suave silencio, como si el aire mismo se negara a perturbar la reverencia final. Isabella retrocedió un paso, dispuesta a agradecer por el baile, pero en ese instante, su muñeca rozó una de las medallas metálicas que colgaban del pecho de Viktor Vodrak. El filo del borde la arañó con un susurro seco. - Oh. - musitó ella, bajando la vista con sorpresa. Una delgada línea escarlata comenzó a formarse justo debajo de su palma. No era grave, pero la sangre brotó con rapidez, fresca y brillante contra su piel clara. - Milady… - Viktor tomó su mano con inusitada rapidez, envolviéndola con las suyas como si pudiera contener el daño con solo su tacto - Mis disculpas. No advertí que el broche estaba suelto. Pero no fue la herida lo que lo detuvo. Fue el aroma. En cuanto el primer aliento de sangre flotó en el aire, Viktor se quedó inmóvil, atrapado en una epifanía sensorial. El mundo alrededor - los murmullos, las risas, el crujir de sedas - se volvió lejano, como si la sala entera hubiese sido sumergida bajo el hielo. Rosas blancas. Flores de Nieve. Edelweiss. Ese era el perfume que desprendía la sangre de Isabella. No a hierro, no a sal, no a nada humano. A pétalos de invierno, a nieve caída en el bosque sagrado, al viento frío que arrastraba las voces antiguas de su tierra. Su tierra. Su clan. Su hogar antes de los pactos, antes de los tratados que los habían atado a las cortes de Europa. Sus pupilas se contrajeron, doradas y brillantes como ámbar encendido. - ¿General? - preguntó Isabella, con una voz suave, pero algo alarmada. Viktor parpadeó. Solo entonces cayó en cuenta de que sostenía su mano con fuerza excesiva. La soltó con cuidado. - Le ruego me perdone, lady Ashcombe. Permítame asistirla. La joven asintió con una sonrisa gentil, aunque sus ojos buscaron rápidamente un pañuelo. El duque ya tenía uno, blanco, bordado con hilo gris, que sacó de su chaqueta con movimientos elegantes. Se lo ofreció y ella lo envolvió sobre la herida. - No fue nada. Solo una rozadura. - Lo suficiente para que me avergüence. Mis medallas parecen más peligrosas que útiles. - dijo él con un intento de ligereza, pero su voz era más grave de lo habitual. Isabella rio con suavidad. - Quizá esa sea la verdadera esencia de un soldado. Viktor inclinó la cabeza, sin apartar los ojos de ella. Una parte de él no comprendía lo que acababa de sentir. La otra parte, la que no hablaba con la voz de los salones de palacio sino con la lengua de la sangre y la tierra, lo entendía perfectamente. la dama no era común. La fragancia no era un accidente ni una ilusión. No había sangre humana que oliera así. Años atrás, un anciano de su linaje había hablado de ciertas mujeres marcadas por la luna y las estaciones. Las llamaban Zorya, guardianas, aquellas que, incluso sin saberlo, eran faros en medio de las nieblas. ¿Lo sabría ella? No. No lo parecía. No aún. Pero el lazo estaba allí. - Gracias por el baile, general. - dijo Isabella, rompiendo el momento. Sus ojos brillaban, aunque también eran una cortina prudente. A diferencia de muchas damas, sabía guardar lo que pensaba. - El honor ha sido mío. - murmuró él con una voz baja y contenida - La escoltaré de regreso. - Gracias, general.
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