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1557 Words
Las Páginas Del Corazón Isabella se sentó en su secretaire en su habitación. Rowan había partido a Londres temprano por una reunión con otros nobles que lo habían considerado para unos negocios. La joven estaba muy orgullosa de esos logros y se lo había expresado al momento de despedirlo en la entrada. Ahora, frente al cuaderno que Rowan le había regalado, escribía sus pensamientos. 4 de mayo, 1846 Ashcombe Hall Esta mañana la luz entró temprano por las ventanas de la galería y cuando abrí los ojos, no pude evitar mirar hacia el lado izquierdo de la cama. Vacío, como cada día desde que Rowan regresó de París, pero sé que es por las reuniones, por sus deberes… No porque me evite. Me he convencido de ello. Hoy, después del almuerzo con Lady Honoria, sentí algo que no había sentido desde hace meses: orgullo. Un orgullo profundo, silencioso, que me desbordó por dentro. Rowan fue elogiado. Y no solo por su capacidad, sino por su entereza. Su presencia. Lady Honoria habló de él como si por fin comenzara a verlo con los ojos que siempre he usado para mirarlo. He cerrado la puerta con llave, encendí la lámpara de aceite sobre el escritorio y escribo aquí porque no hay otra parte donde pueda volcar esto. Amo a mi esposo. Lo amo sin reservas, sin cálculos. Y aunque sé que no soy tan experimentada como otras damas de sociedad, he aprendido. Por él. Por nosotros. Porque quiero que se sienta orgulloso de mí. Que cuando hable con otros, no solo vean a la joven que llegó a Ashcombe como una adición conveniente, sino a su compañera. A la mujer que lo ama y lo espera. A veces lo observo cuando cree que no lo hago. Tiene esa forma de ajustar los puños de la camisa cuando está nervioso. O de mirar al suelo por un instante antes de tomar una decisión. Esos pequeños gestos que nadie más nota, pero que yo guardo como tesoros. ¿Es eso el amor? Conocer incluso lo que el otro intenta esconder. En las reuniones, las damas susurran que soy afortunada. Que mi esposo se ha reformado por mí. Me preguntan cómo lo he logrado y yo solo sonrío, porque la verdad no puede explicarse: lo logré amándolo. Quizás esta entrega mía parezca ingenua. Pero lo cierto es que no temo al sacrificio. Si tengo que dar cada parte de mí para mantener esto vivo, lo haré. Lo haría mil veces. He bordado su inicial en mi pañuelo esta tarde. Es infantil, quizás, pero me hace sentir cerca de él. A veces se marcha por horas sin decir mucho. Vuelve con el rostro tenso, pero nunca me habla con dureza. Nunca me ha hecho sentir menos que su esposa. Y aún sueño con ser madre. Tal vez no fue este mes. Pero llegará el día. Lo sé. Y él será un padre justo, fuerte. Tal vez entonces pueda contarle todo lo que guardo en estas páginas. Por ahora, seguiré esperando. Trabajando. Amándolo en silencio cuando sea necesario y con palabras cuando él esté dispuesto a escucharlas. Mi esposo. Mi hogar. Mi esperanza. - Isabella A. Con el corazón emocionado, la joven volvió a guardar su diario y sonrió, perdida en sus ensoñaciones. Tinta y Deberes La biblioteca olía a papel envejecido, cera de abejas y lavanda. El reloj marcaba las diez y media de la mañana. El sol caía a través de los ventanales altos, dibujando líneas doradas sobre la alfombra oriental. Isabella se inclinaba sobre el escritorio de roble con la frente apenas fruncida, en plena concentración. Tenía la pluma cargada de tinta azul oscuro y ya había terminado tres cartas, pero aún quedaban cinco más. Sobre la mesa descansaban pilas organizadas: una para los orfanatos de las parroquias rurales, otra con invitaciones a un té benéfico y una más - la más importante - dirigida a la vizcondesa de Loxbridge, presidenta del Comité de Damas Protectoras del Hospital de St. Augustine. - Lady Honoria desea que se le recuerde su compromiso con la causa. - murmuró Isabella para sí, mientras inclinaba la pluma y comenzaba a escribir. “Querida vizcondesa, deseo expresar en nombre de Lady Ashcombe y de mí misma nuestro profundo agradecimiento por su generosa donación al pabellón infantil...” La caligrafía de Isabella era elegante y firme. Cuando terminaba una misiva, la dejaba secar unos segundos, la rociaba con polvo secante, la doblaba con precisión y sellaba con el lacre rojo que ostentaba la flor de espinas de los Ashcombe. La puerta se abrió sin anunciarse. - ¿No has parado desde el desayuno? - la voz grave de Lady Honoria retumbó suavemente en el recinto. - Quiero dejar todo listo antes de que parta la segunda valija, abuela. - respondió Isabella, levantando la vista con una sonrisa tranquila - Las cartas para las parroquias ya están listas y la del hospital va en curso. Lady Honoria caminó hasta la mesa y observó el trabajo de la joven. Su rostro, tan firme siempre, se suavizó apenas. - Eres meticulosa… y cuidadosa. Cualidades que muchas damas nobles creen prescindibles cuando ya tienen apellido. Pero tú las comprendes como si hubieses nacido para esto. Isabella bajó la mirada con humildad. - Solo quiero estar a la altura del nombre que llevo… y de la confianza que usted me ha dado. Lady Honoria tomó una de las cartas, leyó un párrafo y asintió. - Estás más que a la altura, Isabella. Estás dejando huella. La anciana salió sin añadir más, dejando tras de sí una estela de perfume de violetas y una impresión extraña: la aprobación de Honoria era como un sello en su alma. Y con eso, su mano se volvió más firme al escribir la última carta. “Y así, con fe en los principios que nos unen como mujeres de servicio, le extiendo mi sincera gratitud y esperanza de que nuestras casas puedan unirse nuevamente en un fin noble…” Firmó con delicadeza: Isabella Ashcombe. Y al sellar esa última carta, sintió que al menos por un instante… era verdaderamente feliz. La Espera La luz del mediodía se filtraba a través de las cortinas de encaje, tiñendo la biblioteca de un tono cálido, casi íntimo. El reloj marcaba las doce y cuarto cuando Rowan cruzó el umbral en silencio, sus pasos amortiguados por la alfombra. Se detuvo un instante al verla. Isabella estaba sentada al escritorio, inclinada sobre una hoja de papel, con la pluma entre los dedos y el rostro levemente fruncido en concentración. El perfil de su rostro, bañado por la luz, le confería una belleza apacible y doméstica. La bata de muselina blanca apenas marcaba la curva de sus hombros y el cabello recogido dejaba al descubierto la línea delicada de su cuello. Rowan se quedó allí, observándola. Isabella levantó la vista al sentir su presencia. Sus ojos brillaron, y la sonrisa que le ofreció fue espontánea, dulce, esperanzada. - ¿Has terminado tus reuniones por hoy? - preguntó con suavidad, dejando la pluma sobre el tintero. Se sentía lista para él. Para su atención, sus labios, su cuerpo. En los últimos días, él había sido más reservado. Ella lo atribuía al cansancio… y esperaba ser el alivio. Pero Rowan no se acercó. No la besó. No extendió la mano para tocar su rostro como solía hacer. Se dirigió sin apuro al sillón frente al ventanal y se sentó con un suspiro, cruzando una pierna sobre la otra. Observó el fuego encendido con una expresión ausente, como si lo que hubiese visto en ella fuera una pintura más del entorno. - He recibido esta mañana una carta del marqués de Everleigh. - dijo al fin, su voz medida, neutra - Quieren extender el acuerdo de importación al ducado de Montmorency. Será más rentable de lo que imaginábamos. Isabella parpadeó. Su corazón había dado un vuelco al verlo entrar y ahora latía con un peso que no podía explicar. Se obligó a no mostrarlo. Sus dedos acomodaron el borde de una carta como si no le doliera la indiferencia. - Eso es magnífico. - respondió, recogiendo el tono - Has trabajado tanto por ello. Me alegra que los frutos comiencen a madurar. Rowan asintió, sin mirarla. El silencio entre ellos se volvió denso, como una pausa mal medida en una sinfonía. Isabella pensó en levantarse, ir hacia él, sentarse en su regazo como solía hacerlo en los primeros meses. Pero algo en su postura - la rigidez en los hombros, la mirada baja - la detuvo. - Estoy escribiendo a la vizcondesa de Loxbridge. - continuó con una sonrisa ensayada - Lady Honoria desea reforzar la recaudación para el pabellón infantil. Creo que podemos sumar a las damas de Northumberland. La condesa de Whitley parece impresionada con nuestro último té. - Mmmm. - murmuró Rowan, sin emoción - Bien hecho. Isabella esperó otra palabra. Un elogio. Una caricia. Nada. Se volvió de nuevo a su carta, apretando la pluma con más fuerza de la necesaria. Fingió no notar que su pecho se cerraba, que la sensación de vacío comenzaba a morderle los bordes del alma. No lo presionaría. No preguntaría si algo iba mal. Porque ella era su esposa. Y eso debería bastar. Pero por primera vez desde que lo amaba, sintió que no era suficiente.
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