Regreso a casa con dignidad.

2706 Words
Aquel día, como si el pasado se negara a morir, Ginebra Vanucci pulsó el video que desde hace ocho años dormía en su carpeta de recuerdos silenciados. Había intentado evitarlo cientos de veces, pero no podía seguir ignorándolo. Desde entonces, el mar ya no tenía el mismo azul ni las olas la misma música. En ese tiempo, ella servía con orgullo en la marina, ostentando el rango de Sargento de primera clase. Su familia, los Vanucci, multimillonarios dueños de una de las flotas de cruceros turísticos más grandes del mundo, siempre la habían apoyado. De hecho, desde niña había crecido entre puertos y despedidas, viendo barcos partir y regresar, lo que forjó su amor por la vida marítima. Por eso, fue natural que eligiera una carrera relacionada con el océano. Sin embargo, esa decisión estuvo a punto de costarle la vida. Todo comenzó con un encuentro que pareció casual. Durante una de sus salidas, conoció a un hombre que parecía el indicado: educado, atento, atractivo. Pero en realidad, él solo la estudiaba, la analizaba, perfilaba su entorno, su carácter y especialmente la forma de pensar de su poderosa familia. En poco tiempo, y envuelta en una atmósfera romántica artificial, Ginebra accedió a casarse con él en alta mar. Lo que no sabía, era que aquel hombre era un mafioso italiano con un plan perverso. Si ella moría, él heredaría su fortuna, porque Ginebra ya tenía varios barcos cruceros a su nombre. Una oportunidad de oro para las actividades fraudulentas del mafioso. Por tanto, después del apresurado matrimonio, él la secuestró. Fue entonces cuando su familia, devastada, movió influencias que muy pocos podían imaginar. De inmediato, solicitaron ayuda directa a las fuerzas especiales italianas. No cualquiera podía costear una operación de búsqueda y rescate de semejante magnitud. Así comenzó una lucha implacable. El mafioso, previendo un ataque, había levantado una red de barricadas impenetrables, trampas y sicarios. Aun así, Tiziano Fiorenzo, agente de élite, supo abrirse paso entre cada obstáculo. El enfrentamiento fue cruel, sangriento, marcado por la desesperación y la estrategia. Mientras tanto, Ginebra pasaba días enteros sin comida ni agua, encerrada, golpeada y quebrada. Cuando finalmente Tiziano la encontró, estaba inconsciente, apenas respirando. La trasladaron a un hospital bajo estrictas medidas de seguridad. Desde allí, aún débil, grabó con el celular el momento en que condecoraban al teniente Fiorenzo, uno de los líderes que ayudó a coordinar la operación. Aquel video, ese archivo lleno de lágrimas y gratitud, se convirtió en su tesoro más íntimo. Desde entonces, jamás olvidó ese rostro, ni esa voz, ni esa mirada firme que la salvó. Ahora, había escuchado que él regresaba. Que Tiziano estaba de vuelta. Y por eso, no podía evitarlo: quería acercarse a él de cualquier forma, aunque no supiera por dónde empezar. Después de que le dieron la baja en la marina, Ginebra decidió no quedarse quieta. Aprovechó los programas educativos para veteranos y, tras meses de estudio intenso, obtuvo la acreditación legal para ejercer como terapeuta. Sabía que no podía alejarse del todo del uniforme, aunque ya no lo vistiera. Y sobre todo, sabía que tenía una misión pendiente, encontrarse con su salvador: Tiziano. Él la había salvado. Había arriesgado su vida por ella. Y en algún momento le tocaba a ella hacer algo por él. Cuando un veterano es enviado a casa, muchas cosas quedan mal: la mente, las emociones, la capacidad para tener buenas relaciones interpersonales, entre otros. Sabía muy bien que los informes podían decir lo contrario, pero las grietas no siempre eran visibles. Por eso, necesitaba acercarse. Su nuevo cargo le permitía acceder a archivos confidenciales, expedientes sellados, registros que no estaban a la vista de cualquiera. Y allí, en el de Tiziano Fiorenzo, encontró algo que no esperaba: “libertad por tiempo indefinido, sin bajas, con honores”. Un hombre así, condecorado, aún útil para la milicia, simplemente había sido liberado sin explicaciones. Eso no era normal. Y Ginebra lo sabía. Ese hombre, aunque jamás lo admitiera, necesitaba ayuda. Y ella, por todo lo que él hizo por ella, se sentía en deuda. No iba a dejarlo solo. No esta vez. Pasados dos días desde su regreso, bastaron unos minúsculos movimientos en el teclado para que lo supiera. Algo grave estaba pasando con ese hombre. No era común que alguien como él, reservado, metódico, con una imagen pública impecable, apareciera en una app de citas. Menos aún, buscando pareja como si necesitara llenar un vacío urgente. Por eso, ella se quedó quieta, observando su perfil con detenimiento. Las fotos eran recientes, los gustos demasiado específicos, las respuestas más sinceras de lo esperado. Algo no encajaba, y esa era su oportunidad. Si lograba hacer Match, se aseguraría de que él se sintiera cómodo, escuchado, comprendido. Porque en realidad, no buscaba amor, sino una rendija por donde colarse hasta la verdad. Y ella, con una sonrisa precisa y un perfil cuidadosamente armado, estaba dispuesta a dárselo. ...... Por otro lado, Amelie Bianchi siempre había sido un alma callada. Sus días transcurrían entre bocetos de vestidos, telas sedosas y silencios interminables. No tenía amigas. No salía. No reía mucho. Guardaba en su corazón la promesa que un día, siendo muy joven, le hizo a su tierno novio: "Te esperaré, Tiziano... Pase lo que pase." Era una diseñadora de moda reconocida, admirada en las revistas y en las pasarelas, pero su éxito nunca llenó el vacío que dejó la partida de Tiziano Fiorenzo a la guerra. También había estudiado administración, como él solía animarla: "Nunca dependas de nadie, Amelie. Sé fuerte." Y ella lo fue. Hasta ese día. Sus padres no dejaron de atormentarla. —Casi tiene treinta años, Amelie —le recriminaba su madre cuando algún pretendiente quería cortejarla—. Treinta. ¿Qué tanto esperas? ¿Acaso piensas quedarte sola para siempre? Nadie entendía. Nadie, salvo ella. Un día de la nada golpearon la puerta con fuerza. Era Saskia, su vecina. —¡Amelie! ¡Amelie, abre! Ella corrió, con el corazón en la garganta. —¿Qué ocurre? —preguntó, abriendo apenas un resquicio. Saskia, agitada, sonrió de oreja a oreja. —Es Tiziano... —jadeó—. ¡Mi hermano vuelve hoy! El mundo de Amelie se detuvo. Las llaves cayeron de sus manos. Los labios le temblaron y las lágrimas brotaron sin permiso. —¿Hoy...? —susurró, incrédula. Saskia asintió. —Hoy, Amelie. Hoy. Amelie se cubrió el rostro con las manos, dejando escapar un sollozo. El miedo la paralizó. Había perdido la esperanza de que volviera, aunque había rezado tanto por él... Pero ahora, ¿cómo enfrentarlo? ¿Cómo mirarlo sin romperse? ¿Cómo decirle la verdad sin lastimarlo? Se dejó caer de rodillas en el suelo, temblando de pánico recordando la promesa: "Promete que me esperarás." .... La bandera ondeaba en la entrada de la vieja casona de los Fiorenzo. Colores vivos, adornos sencillos, aroma a pan recién horneado y a campo limpio. Era una bienvenida pensada con amor, tejida con los recuerdos de quienes lo esperaban desde hacía años. —¡Ya vienen! —gritó Saskia desde la ventana, acomodándose el cabello con nerviosismo. —¿Seguro que está bien esto? —preguntó Sienna, un poco más cauta—. Él no es muy fan de las bienvenidas. —Es su casa. Aquí sí se le aplaude por seguir con vida —dijo su padre, Amador Fiorenzo, con voz firme. El gran Amador, con su espalda aún recta pese a los años y la jubilación como marine, esperaba en la entrada con una mano en el bastón y la otra sobre el pecho. Sus ojos, que habían visto guerras y muertes, ahora brillaban por el orgullo de recibir a su hijo. Estaban todos: los vecinos de siempre, viejos camaradas del cuartel retirados, un par de niños con pequeñas banderas de papel, y claro… ella. La mejor amiga de sus hermanas. Aquella niña que siempre lo seguía a todas partes y que ahora era una mujer. Una que lo miraba con una mezcla de nostalgia, temor… y algo más. El convoy se detuvo frente al portón de hierro. Del primer vehículo bajó un militar, abrió la puerta trasera y Zeus fue el primero en saltar. Majestuoso y fiel. Sus patas marcaron el suelo como si anunciara la llegada de un rey. Y entonces descendió él. Tiziano Fiorenzo. El General. El hermano ausente, el soldado indestructible. Con su uniforme impecable, barba de tres días, la cicatriz que cruzaba su ceja izquierda como una declaración de guerra constante. Su mentón cargaba otra marcade batalla. Sus ojos, en cambio, eran lo que más impresionaba: oscuros, profundos, vacíos. Como si no hubiese regresado entero. El silencio fue total. Hasta que alguien rompió en aplausos, y el resto lo siguió. Pero él no sonreía. Caminó despacio, como si el suelo lo fuera a traicionar. Miró a sus hermanas, luego al viejo Amador, y por un instante… sus ojos se posaron en ella. La única que no aplaudía. La única que tenía lágrimas en los ojos sin siquiera haberlo saludado aún. —Bienvenido a casa, hijo —dijo Amador, con voz quebrada pero orgullosa. Saskia corrió primero. —¡Tizi! ¡Dios mío, estás aquí! ¡Estás vivo, idiota! Lo abrazó fuerte, como si quisiera asegurarse de que era real. Él levantó los brazos apenas… y luego los dejó caer sobre su espalda, apretando sin fuerza. No sabía cómo devolver cariño. No tan rápido. —Yo también me alegro de verte, Sask —dijo con voz ronca. Sienna vino después, un poco más prudente, pero igual de emocionada. —Estás más flaco. Y tienes esa mirada horrible. —Le tocó la cara, con lágrimas en los ojos—. Te extrañamos cada día, Tizi. —Estoy bien —respondió él, sin mucha convicción. —¿Y Zeus? —preguntó ella. —Él está mejor que yo. Amador se acercó. Bastón en mano con su postura de marine. Sus ojos se humedecieron al ver a su hijo. —Bienvenido a casa, General. Tiziano hizo el saludo militar. —Padre. —Baja la mano y ven aquí, carajo —gruñó el viejo, y lo abrazó con fuerza—. Ya no estás en el frente. Aquí eres hijo. No soldado. Tiziano tragó saliva. Apretó los dientes. Sonrió un segundo mientras abrazaba a su viejo padre. Zeus emitió un quejido y entonces, sin previo aviso, una figura más pequeña, pero firme, se acercó entre la gente. Amelie. Su cabello más largo, su rostro más maduro. Sus ojos… igual de puros. Igual de llenos de todo lo que él extrañó cada maldita noche bajo la lluvia de fuego. —Hola, Tiziano —dijo ella con voz suave, temblorosa, pero valiente—. Bienvenido a casa. Él no dijo nada. No podía. Tenía las palabras atascadas en la garganta. Ella lo abrazó sin permiso. Se lanzó a su pecho con un suspiro largo, como si hubiera estado esperando ese momento toda su vida. Y él… cerró los ojos y correspondió a su abrazo. La apretó contra su pecho, con fuerza. Con rabia, dolor y amor reprimido. —Dios… —murmuró él, apenas audible—. Amelie… Ella no contestó. Se quedó ahí. Respirando su olor, sintiendo sus cicatrices bajo la tela del uniforme. —Pensé en este abrazo cada noche —susurró él—. Y me odiaba porque no podía tenerlo. —Yo también te pensé, Tiziano. Cada día. Cada vez que cruzábamos el patio con las chicas. Cada vez que entrenábamos. Él soltó una carcajada seca. —¿Aún recuerdas eso? —¿Cómo olvidarlo? Me enseñaste a defenderme. A disparar. A pelear. —Y que nunca confiaras en nadie. —Fallé en eso. Siempre confié en ti. Él bajó la mirada. —Eso fue un error. —¿Por qué? —Porque yo no soy el mismo. No soy el Tiziano que se fue. Ella alzó la cabeza, sin soltarlo. —No, no lo eres. Ahora eres el héroe que sobrevivió a mil guerras. Él sintió cómo se le apretaba el pecho. Miró al cielo. Apretó los dientes otra vez. —Te vi tantas veces en mi mente, Amelie. Siempre estabas riendo. Siempre con Sienna y Saskia. Él volvió a reír. Un poco más suave. Zeus ladró una vez. Todos lo miraron. Tiziano soltó a Amelie, solo un poco. —Vamos dentro —dijo Saskia—. Papá preparó la lazaña de mamá. Aunque esté muerta, él jura que bajó del cielo para ayudarlo. Sienna rió entre lágrimas. —Yo traje vino. Del bueno. Tiziano miró la casa. El porche, las flores, la tierra. Y se sintió extraño. —No me acostumbro a esto —confesó—. Todo está tan… limpio. —Te vas a acostumbrar —dijo Amador con dureza—. Porque esta es tu casa, y aquí se vive. No se sobrevive. Él asintió. Amelie le tomó la mano. Sus dedos se entrelazaron. Y no la soltó. No podía. Porque pensaba que esa mujer era lo único que no había perdido en la guerra. Sin embargo, no era así. Horas más tarde todos en la casa dormían. Solo el tic-tac suave del viejo reloj del pasillo parecía tener permiso de existir en la quietud de la noche. Tiziano no podía dormir. Zeus yacía a sus pies, moviendo apenas una oreja cada vez que él se movía. Salió al jardín, descalzo, con una taza de café en la mano. El cielo estaba cubierto de estrellas y la brisa traía consigo los aromas de su infancia: tierra mojada, flores silvestres, y el sutil perfume de alguien que no esperaba ver. —¿No puedes dormir? —preguntó Amelie desde el porche, envuelta en una bata ligera. Tiziano no respondió de inmediato. La miró. Cómo se sentaba a su lado sin pedir permiso, como siempre lo hacía de niña. Como si nada hubiera cambiado. Seguía viviendo en la casa de al lado —El silencio aquí me aturde —murmuró. —Te acostumbrarás —susurró ella. —¿Y tú? ¿Te acostumbraste a vivir sin mí? Amelie lo miró con esos ojos que lo habían seguido hasta el infierno. Él dejó el café a un lado y se giró hacia ella, con el corazón latiendo a ritmo acelerado. —Yo no vine a casa a curarme, Amelie. Volví porque te necesitaba. Porque cada vez que creía morir, pensaba en ti. En tu risa. En tus pasos pequeños detrás de mis hermanas. En tu voz gritándome que me abrigara, que era un bruto por salir bajo la lluvia. Ella parpadeó, herida. —Tiziano… —Calla —susurró él, y se acercó más. Con una mano temblorosa acarició su rostro—. No hay noche que no haya imaginado esto. Este instante. Tu piel bajo mis dedos. Tu mirada. Tu boca. Y entonces la besó. Fue un beso violento, necesitado. Un beso de años reprimidos, de balas esquivadas, de cuerpos enterrados y sueños rotos. Ella lo correspondió. Con necesidad, con rabia y con deseo. Pero apenas sus labios se separaron, Amelie bajó la mirada. Respiró hondo. Y levantó su mano izquierda. Entonces Tiziano lo vió,era un anillo delgado y dorado. Esa imagen fue letal. —No puedes volver a besarme, Tiziano. —¿Qué…? —Ni volver a decir lo que sientes por mí —dijo con la voz rota—. Porque me voy a casar. El mundo se detuvo. El viento pareció arrancarle el alma. Ni la guerra. Ni los disparos que rozaron sus piernas. Ni el fuego en sus costillas. Nada lo había herido tanto como eso. Se apartó lentamente. Como si su cuerpo pesara toneladas. —¿Desde cuándo? —Desde hace un año. —¿Sabías que volvería? Ella asintió. Él cerró los ojos. Lo entendió todo. No la juzgó. Pero dolía. Dios… cómo dolía. —Entonces fue un error. El beso —murmuró. —No… —susurró ella con lágrimas—. El error fue haber esperado tanto. Tiziano se puso de pie. No podía mirarla más. —Debí morir allá. Hubiera sido más fácil que esto. —No digas eso —suplicó ella. Pero él ya caminaba hacia la oscuridad del patio, con Zeus siguiéndolo de cerca. Silencioso y leal, tan herido como su amo.  
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