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Una esposa para el general

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Blurb

Tras la dolorosa pérdida de su mejor amigo en combate, Tiziano Fiorenzo, un condecorado general de las fuerzas especiales, es enviado de regreso a casa para sanar… o al menos intentarlo. Pero al volver a su ciudad natal, con el corazón aún en ruinas, descubre que Amelie, el gran amor de su vida, está a punto de casarse con otro hombre.

Sus hermanas mellizas, testigos del sufrimiento que él oculta tras su porte firme, deciden intervenir. Y es así como aparece Ginebra Vanucci, una exmarine hermosa, audaz y decidida, dispuesta a conquistar a ese hombre que muchos creen imposible de amar.

Pero… ¿puede un corazón herido volver a amar de verdad? ¿Será Ginebra capaz de borrar la sombra de Amelie y convertirse en el nuevo destino de Tiziano?

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Prólogo
Las municiones aún silbaban a lo lejos. El polvo, espeso, lo cegaba todo. Tiziano se abría paso entre los escombros, con las botas mojadas de sangre que no era suya. Y entonces lo vio. Renzo estaba tendido boca arriba, semienterrado bajo vigas partidas, con la mitad del cuerpo inmóvil y el pecho subiendo con dificultad. El aire le silbaba al salir. Una parte del rostro estaba cubierta de ceniza, la otra sangraba. —Renzo… —murmuró Tiziano, cayendo de rodillas junto a él—. No… no me jodas. No me hagas esto. Renzo sonrió, lento. Doloroso. —Llegaste tarde, bastardo. —Cállate —gruñó Tiziano, arrancando su chaqueta táctica para presionar la herida abierta—. No hables. Te voy a sacar de aquí, ¿me oyes? —No vas a poder —tosió, y un hilo rojo brotó de sus labios—. Lo sabes. —¡Renzo! —Escúchame, Tiz… Por una vez, escúchame. Tiziano bajó la mirada. Apretó la mandíbula. No podía mirarlo. No así. —No tengo a nadie, ¿recuerdas? —susurró Renzo—. Mi madre me dejó. Nunca supe lo que era una familia… hasta que tú me hiciste parte de algo. Hasta que me gritaste por primera vez que si me mataban, te ibas a cagar en mi tumba. Una risa temblorosa. —No fuiste mi hermano. Fuiste un padre. —No digas eso —susurró Tiziano, apretando los dientes hasta que crujieron—. No soy eso. —Sí lo eres. Lo fuiste para mí. Tiziano cerró los ojos. Quiso decir tantas cosas. Pero las palabras no salían. Solo los recuerdos: las noches sin dormir, las risas apagadas en los pasillos del campamento, el cigarro a medias, las confesiones rotas. —No… no puedes morirte. No así. Renzo extendió su mano, temblando, y la apoyó en el brazo de Tiziano. —Hay algo más que quiero decirte. —Renzo… —Esa chica… en la que siempre pensabas. La que nunca nombrabas, pero soñabas con ella cada noche… Ve por ella. Luego soltó un jadeo. —No sabes lo diferente que te mirabas cuando la mencionabas dormido. Por eso lo sé. Nunca amaste nada más… ni la guerra, ni el uniforme, ni a ti mismo. Tiziano bajó la cabeza hasta apoyar su frente en la de él. —No me dejes —susurró. —Nunca lo hice. Y entonces, solo hubo silencio. El pecho de Renzo ya no subía. La mano cayó con un golpe seco. Tiziano se quedó allí, de rodillas, inmóvil, con la sangre de su amigo empapando sus palmas. El mundo podía arder. No importaba. Porque lo único que le quedaba… ya no estaba. La guerra había terminado. Pero para él, lo importante ya estaba perdido. Tiziano Fiorenzo no permitió que cargaran a Renzo Cavallari en la plataforma junto a los demás cuerpos. No era un número. No era un caído más. Era su amigo. Su hermano. Su única familia. Lo alzó en brazos como quien carga una promesa rota. Tenía el uniforme rasgado, cubierto de sangre seca y polvo. El hombro izquierdo, herido. Una cicatriz gruesa le atravesaba la ceja derecha, abierta en la infancia y reabierta en batalla. Otra, más profunda, surcaba su clavícula, recuerdo de un disparo que no lo detuvo. Ninguno lo hacía. Era un muro humano. Una figura que imponía respeto y miedo a partes iguales. Pero él peleaba como un subordinado. Siempre al frente. Sin dar órdenes desde lejos. Nunca se escondía tras los muros. Era el primero en cruzar la línea y el último en retirarse. No hablaba mucho. Apenas dormía. Parecía hecho para resistir. Para matar. Sus compañeros lo llamaban la máquina sin alma. Él nunca lo desmintió. Y sin embargo, ahora caminaba solo entre la devastación, cargando en brazos a su mejor amigo muerto. Como si el dolor lo humanizara. Como si el peso de Renzo fuera lo único que todavía podía sostenerlo. Zeus, su perro de guerra, un pastor belga entrenado para el combate, no se apartó de su lado. Ni un paso. Con el hocico bajo, las orejas caídas y los ojos vigilantes, caminó junto a él durante kilómetros, sin emitir un solo sonido. Como si supiera que el silencio era el único luto posible. Cuando por fin llegó a la base, los soldados formaron sin que nadie lo ordenara. El silencio fue absoluto. Nadie se atrevió a mirarlo a los ojos. Nadie intentó quitarle el cuerpo. Solo Zeus, que se sentó a su lado mientras Tiziano colocaba a Renzo, con una ternura salvaje, en la camilla destinada al ataúd. Sus manos, curtidas por la guerra, temblaban. Y justo en ese momento, el hombre invencible cerró los ojos yaceptó la derrota. Las botas de Tiziano resonaban con fuerza sobre el suelo de concreto mientras ingresaba en el cuartel. Iba derecho, con el rostro endurecido, los puños cerrados y la mirada helada. La muerte de Renzo seguía en sus hombros. Aunque ya no lo cargara. En la sala lo esperaban tres de sus superiores. Eran hombres de rango. Duros, de los que no se quebraban con nada. Pero al ver a Fiorenzo entrar, rectos como estatuas, tragaron saliva. —General Fiorenzo —dijo el más alto—. Ha sido llamado a retiro temporal. Tiziano no respondió. —Es una orden directa —continuó—. Necesita descansar. No ha parado en diez años. Su cuerpo, su mente… —Estoy bien. La voz de Tiziano fue grave, ronca. Un disparo seco en el aire. —No lo está. Todos lo vimos… cómo trajo a Cavallari. Sabemos lo que significa para usted. Un silencio pesado se apoderó del lugar. —Merezco estar en el campo. Aún no se ha terminado. —Para usted nunca terminará, Fiorenzo. Pero si no lo detenemos ahora… acabará arrojándose al frente sin pensar. Lo conocemos. Y Cavallari no querría eso. El nombre hizo temblar apenas sus párpados. —Lo estoy dejando en libertad por tiempo indefinido —dijo otro oficial—. Sin bajas en su hoja. Con honores. La base no puede funcionar con una bomba de tiempo… aunque sea una bomba condecorada. —No necesito descanso —insistió Tiziano—. Necesito hacer algo. —Váyase a casa, Comandante. Antes de que lo que le queda de alma termine de pudrirse aquí. Tiziano dio un paso atrás. Respiró hondo. Zeus, acostado junto a su pierna, levantó las orejas. Había entendido todo. —Y se llevará al perro —dijo el primero de los oficiales—. No responde a nadie más. Ya lo intentamos. Solo le obedece a usted. Atacó a dos soldados que intentaron ponerle la correa. Tiziano bajó la vista hacia Zeus. El animal lo miró, serio, como si también llevara luto. —¿Y si no vuelvo? —Entonces será su elección. Pero si vuelve… no será el mismo. Lo sabe, ¿verdad? Tiziano no contestó. Solo se giró. Dio media vuelta. Y con Zeus caminando a su lado, salió del cuartel sin mirar atrás. Porque no le quedaba nada por mirar. El General Tiziano Fiorenzo entró en su habitación como si aún escuchara los bombardeos. Todo estaba en orden milimétrico. Abrió el armario de metal y tomó sus pocas pertenencias. Una placa oxidada, el reloj de bolsillo que Renzo le había dado para que no se perdiera en el tiempo, la bandera que había doblado él mismo mientras se preparaban para la última guerra. Si no regresaba sería la de los honores. Su ropa y su billetera con una foto desgastada, eso era todo. Zeus lo observaba desde la puerta, con la cabeza ladeada y la respiración pausada. Sabía que se iban. Sabía que esta vez el General no volvería pronto. Tiziano se agachó y acarició la cabeza del animal. —Nos vamos, muchacho —murmuró—. Pero no por decisión propia. El perro ladró levemente, como si entendiera cada palabra. Subieron al avión sin ceremonia. Pero todos los soldados se cuadraron al paso del General. Nadie lo detuvo. Nadie lo cuestionó. Sabían que era una leyenda viva. Una máquina de guerra condecorada por sus operaciones en Afganistán, Irak y Siria. El tipo que entraba primero… y salía por último. El que no dejaba a nadie atrás. El avión militar despegó sin sobresaltos. Tiziano se sentó al fondo, mirando el cielo por la escotilla. No dormía. No pensaba. Solo recordaba. El convoy lo esperaba al aterrizar en la base más cercana a su pueblo natal, en la región montañosa del norte. Eran camiones oscuros, donde sus ocupantes llevaban uniformes impecables. Nadie le hablaba más de lo necesario. Zeus iba a su lado, tranquilo pero alerta, como siempre. Sus ojos, negros y fieles, solo se posaban sobre su dueño. El General se mantuvo erguido durante todo el trayecto. Sin quitarse el uniforme. Sin quitarse la carga. Afuera, el mundo seguía su curso. Dentro de él, todo seguía roto.

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