Del otro lado de la ciudad, la clínica privada Altamura se alzaba como un templo impoluto del lujo y la discreción. Techos altos. Alfombras gruesas. Doctores silenciosos. Enfermeras con la mirada entrenada para no ver demasiado. En la sala privada del tercer piso, Jason Romano esperaba. Estaba de pie, con las manos entrelazadas a la espalda. Impecable con su reloj suizo en la muñeca y un anillo de ónix en el dedo meñique. No se movía, ni pestañeaba. Solo miraba hacia la puerta cerrada del quirófano, como si pudiera ver a través de ella. No estaba preocupado. Estaba expectante. A los pocos minutos, se escucharon pasos apresurados. Voces. —¡Romano! —gritó Anna de Bianchi, al borde del colapso—. ¿Dónde está mi hija? ¿Está viva? —¿Qué dijeron los doctores? —agregó Robert, agitado—. ¿So

