Explosión

1613 Words
POV Sadie McPherson La sedación me había dejado aturdida, pero la mano fría de Gianna en la mía me despertó abruptamente. Sentí un miedo irracional, un reflejo de los terrores pasados que mi mente no recordaba, pero mi cuerpo sí. Me sobresalté, mi respiración se aceleró en un jadeo. —Lo lamento, Sadie. Tranquila, por favor, solo soy yo, Gianna —me susurró, pero su voz estaba rota, ahogada por sollozos. La miré y sus ojos estaban hinchados y rojos; su rostro, por lo general tan resuelto, era ahora una máscara de dolor puro. —¡Oh, por Dios! Lo lamento mucho, Gianna. Yo no quería... es que... —murmuré, sintiéndome inmediatamente culpable por mi reacción, incapaz de articular el pánico que me había invadido. Solo podía llorar en silencio, una respuesta muda a la tensión. Me detuvo, su mano temblorosa acariciando mi mejilla. —No tienes que lamentar nada, Sadie. Ya pasó. Debemos irnos. Debo ver a mis padres en México. La mención de 'padres' me hizo fruncir el ceño, el cerebro tratando de encajar una pieza que no cabía. —Creí que ya habías visto a tu padre, ¿No dijiste que esta era su casa? —Pregunté, la extrañeza en mi voz era inconfundible. La mansión Siciliana y su dueño, Don Salvatore, se sentían como la máxima autoridad. Gianna se mordió el labio, un gesto que denotaba una ansiedad profunda. —Sí, lo es, pero es una larga historia, Sadie. Esta es la casa de mi padre biológico, pero yo crecí como hija adoptiva de otra familia, mi nombre con ellos solía ser Morna Fraser, hasta hace poco me enteré de mi verdadera identidad. No te preocupes, te contaré todo en el vuelo. Necesito contarlo. Su confesión, revelada con una prisa nerviosa, solo intensificó mi confusión. ¿Morna Fraser? ¿Adoptada? ¿Identidades dobles? A pesar de todo el caos, mi corazón se encogía por ella. Su vida, en apariencia tan estable y llena de compasión, era un laberinto de secretos. —De acuerdo, es solo que moverme es muy doloroso para mí —murmuré, sintiéndome inútil en mi fragilidad. —Descuida —me aseguró, levantándose con renovada determinación—. Uno de los sol... De los hombres de mi padre te cargará. En el auto y en el avión irás recostada, lo prometo. No sentirás nada. Esperé por el hombre, el mismo gigante silencioso que me había traído anteriormente. Su rostro seguía siendo una máscara de profesionalismo, pero su trato era increíblemente gentil. Me levantó con la facilidad con que se levanta a un niño pequeño, envolviéndome en una manta suave, y me llevó hasta la limusina. Una vez instalada, recostada en los lujosos asientos de cuero, Gianna entró al auto, su rostro aún bañado en lágrimas frescas, pero con una disciplina férrea. El hombre que me había cargado entró en el asiento junto a Gianna. Era uno de los escoltas de Salvatore, un tipo robusto y con cicatrices llamado Andrea Bellini. Antes de cerrar la puerta, Andrea le pidió a Gianna que bajara la ventanilla, y la oí hablar con su padre. La conversación era rápida, en italiano, y solo lograba comprender fragmentos: “Morna Fraser”, “Morire” (morir), y una mención recurrente a un plan que había salido terriblemente mal. Todo me sonaba sumamente turbio, palabras que pertenecían a un mundo que yo solo conocía por las películas. Sentí que estaba viajando a toda velocidad por un túnel muy oscuro, sin saber qué me esperaba al final. Justo cuando la tensión parecía alcanzar su pico, un sonido ensordecedor me hizo encogerme. La explosión. El estruendo fue tan fuerte que el auto tembló. Gianna se descontroló totalmente. Gritó, un sonido agudo y desgarrador que no parecía humano, golpeando el vidrio de la ventanilla con el puño cerrado. El conductor arrancó bruscamente. Andrea, sin perder un segundo, se giró hacia Gianna. Traté de alcanzarla, de ayudarla a calmarse, pero ella estaba fuera de sí. Parecía que acababa de presenciar algo horrendo. Antes de que pudiera tocarla, Andrea fue más rápido. Sacó una jeringa de un bolsillo interior y se la inyectó rápidamente en el brazo. La reacción fue inmediata: Gianna se desmadejó, su cuerpo se volvió flácido y su cabeza cayó sobre el respaldo. Esto me hizo sentir ansiosa y asustada de una manera nueva. ¿Otra vez estoy en peligro? ¿Exactamente en manos de quién estoy? ¿Quién es Gianna y su familia? La explosión, el sedante, la mención de una muerte... Todo me gritaba que estaba atrapada en el medio de una guerra de la que no tenía ni idea. Decidí que el pánico no era mi aliado. Mi mente, aunque vacía de recuerdos, estaba alerta. Decidí cooperar hasta que Gianna despertara y me explicara. La verdad es que aquí no me estaban maltratando; me estaban tratando con una increíble deferencia. Además, sin dinero, sin pasaporte (probablemente robado o destruido), y sin memoria, estaría irremediablemente perdida si intentaba huir por mi cuenta. Si ellos me llevaban a México, sería mucho más fácil para mí buscar ayuda y, con suerte, volver a Estados Unidos. La cooperación, por ahora, era supervivencia. El resto del viaje al aeropuerto y el vuelo fue un borrón. Gianna dormía, y yo me concentraba en la respiración, en el dolor sordo de mi cuerpo, y en la idea de que cada milla nos acercaba a una salida. Cuando Gianna despertó en el avión, lo primero que hizo fue interrogar a Andrea Bellini, su escolta, que la vigilaba atentamente. Era notable cómo, incluso en su estado de vulnerabilidad, ella recuperaba una cierta autoridad. Andrea le respondía con un respeto formal, siempre dirigiéndose a ella como "Señora". —¿Mi esposo? —preguntó Gianna, su voz temblando. Andrea respondió en un italiano rápido y sobrio, que logré entender solo en parte. Lo que sí comprendí fue la palabra “Fisicamente bene” (Bien físicamente) y la mención de que la explosión había sido un ataque. Al escuchar la respuesta, Gianna rompió en un llanto terrible y desgarrador, un lamento tan profundo que me heló la sangre. Ni siquiera sabía que estuviera casada. A cada momento, mis preguntas se intensificaban. ¿Quién era su esposo? ¿Por qué estaba en peligro su hermano? ¿Quiénes eran exactamente los Fascinelli? Pero ella estaba tan mal, tan consumida por el dolor y la culpa, que me apenaba abrumarla con mis dudas. Esperaría. Al llegar a México, el cambio fue drástico. Viajamos un buen tramo en carretera, dejando atrás el lujo para adentrarnos en la vasta extensión de un paisaje semidesértico y montañoso. Finalmente, llegamos a una hacienda imponente, sí, pero bastante escondida y, lo que era más alarmante, custodiada por una cantidad exagerada de hombres armados hasta los dientes. ¿En qué me metí? El terror que había mantenido a raya se elevó. Me encontraba en un refugio, pero era el refugio de un poder innegable, sombrío y violento. Con el paso de los días, refugiadas en esa fortaleza mexicana, empecé a conseguir respuestas de Gianna. La tristeza la había consumido, pero también la necesidad de desahogarse. Me contó que el padre que vi de reojo en Italia se llamaba Salvatore Bellucci. Me explicó que, tal y como yo sospechaba, era un capo mafioso que la dio en adopción a una pareja británica para mantenerla a salvo de esa vida. El plan había funcionado. Pero el destino se había burlado de ella. Su esposo, Giacomo Fascinelli, quien ahora estaba de vuelta en su hogar (según Don Gennaro, el consejero), era otro mafioso con planes de venganza en contra del señor Salvatore. La familia de su esposo, y quizá también él, eran los responsables de que hubiéramos sido vendidas como mercancía en ese contenedor. Gianna dijo que no podía estar completamente segura ni de la inocencia de su esposo ni de su culpabilidad en el asunto, y eso era parte de lo que la estaba consumiendo. La duda la carcomía. De lo que sí estaba segura, y lo que la hacía llorar sin consuelo, era del destino de su hermano adoptivo, Alastair. Dijo que sabía que Fascinelli y su gente dañaron a su hermano y, mientras ella estaba consumida por sus propios problemas matrimoniales y el descubrimiento de su adopción, su esposo no hizo nada por evitarlo ni se lo mencionó por un año entero en el que Alastair estuvo en coma. Gracias a Andrea, supo que él ya estaba despierto y recuperado, un alivio que venía con una culpa aún más pesada. El embrollo con la familia adoptiva de Gia también era complejo. Resulta que su madre adoptiva, Elisse Fraser, fue secuestrada, al igual que nosotras, por Enzo Fascinelli, su difunto suegro. En un afortunado golpe de suerte, el señor Salvatore la rescató. La llevó al médico y luego a su mansión con la intención de que se hiciera cargo de Gianna. Pero después, él pensó que si le daba a Gianna, Elisse la podría hacer pasar por la melliza de su hijo, Alastair. Por eso, Gianna nunca supo que era adoptada hasta que su esposo se lo confesó, y la pobre estuvo perdida en su mente por varios meses. Ahora, le haría mucho bien buscarlos y refugiarse en la única familia que amaba, pero ella pensaba que los pondría en peligro si los buscaba y se negaba a hacerlo. Mientras Gianna se ahogaba en su laberinto de secretos familiares, yo me aferraba a mi única certeza: Gianna me había salvado la vida y no podía abandonarla ahora, en este lugar no había peligro y yo no recordaba que alguien estuviera esperando por mi en casa así que simplemente me quedaría por un largo tiempo.
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