Al despertar

2048 Words
POV Sadie McPherson Cuando despierto, la oscuridad opresiva ha sido reemplazada por un tenue resplandor que se filtra por alguna rendija invisible. Lo primero que registro es el insoportable dolor que irradia desde cada fibra de mi cuerpo. Me siento como si cada hueso hubiera sido golpeado, cada músculo desgarrado. Intento moverme, pero la punzada me detiene. Luego, una voz suave y una cara que se asoma sobre mí: una chica joven, con el cabello oscuro y unos ojos grandes y expresivos, que me miran con una mezcla de lástima y preocupación genuina. —Hola, linda. Soy Gianna Bellucci. Tranquila, todo va a estar bien. ¿Cuál es tu nombre? —Su voz es un bálsamo en medio de mi confusión, un ancla a una realidad que no logro asimilar. Abro la boca para responder, pero mis labios están resecos y mi garganta se siente áspera. Trago saliva con dificultad. —Hola, Gianna —logro musitar, mi propia voz apenas un susurro ajeno. El sonido me parece distante, como si viniera de otra persona. —Soy Sadie McPherson. ¿Eres americana? La pregunta surge de un impulso, de un vago intento por encontrar algo familiar en este lugar y situación desconocidos. Su sonrisa es breve, un destello de luz en la penumbra. —No, es una larga historia. Soy italiana, pero fui criada entre México y Gran Bretaña. Tú sí eres americana, ¿cierto? Su respuesta me deja más confundida que antes. ¿Italiana? ¿México? ¿Gran Bretaña? Mi mente lucha por procesar la información, pero es como intentar atrapar agua con las manos. Los detalles se escapan, dejando solo una sensación de vacío. —Sí, soy americana —respondo, la afirmación se siente extrañamente hueca, desprovista de contexto. —¿En dónde estamos? El dolor es una niebla constante, pero mi mente, a pesar de todo, busca desesperadamente respuestas. Necesito saber. Necesito entender. Gianna suspira, su mirada se desvía un momento, como si buscara las palabras adecuadas. —Nos metieron en un contenedor. Creo que cruzamos en el Ferry, pero no sé exactamente dónde estamos ahora ni a dónde nos llevan. Hace poco solo escuché que el jefe de todo esto solo dio la orden de enviar el cargamento a su destino. La palabra "cargamento" golpea mi cerebro con la fuerza de un rayo. Un escalofrío helado recorre mi columna vertebral, a pesar del calor sofocante y el aire viciado que nos rodea. El dolor físico palidece ante la punzada de terror que se enciende en mi pecho. —¿Cargamento? —mi voz apenas sale. Los ojos de Gianna se llenan de una tristeza profunda, una sombra que conozco demasiado bien, aunque no sepa de dónde. Su voz se quiebra ligeramente al responder: —Sí, nos han vendido. La verdad se estrella contra mí, una ola helada de horror que me deja sin aliento. Vendidas. Esclavizadas. La palabra resuena en mi mente, vacía de cualquier recuerdo personal, pero cargada de un miedo ancestral. ¿Cómo llegué aquí? ¿Quién me vendió? Las preguntas se agolpan, una avalancha que amenaza con ahogarme. No hay imágenes, no hay sonidos, solo la certeza brutal de mi situación actual. Un vacío. Una nada. El tiempo sigue su curso, marcado solo por el monótono traqueteo del contenedor y la oscuridad casi total. Gianna insiste en que duerma y descanse. Me dice que ella estará despierta, alerta, cuidándome. Su voz, aunque llena de tristeza, tiene una fuerza subyacente que me tranquiliza. Confío en ella instintivamente, en esta extraña que acaba de revelar la magnitud de nuestra desgracia, pero que irradia una compasión que me arropa. Así que, a pesar del miedo y la confusión, cierro los ojos. El cansancio es abrumador, un peso que arrastra mi conciencia hacia el olvido, un refugio temporal del horror. Pierdo la noción del tiempo. Horas, quizá días. El tiempo dentro de un contenedor, en la oscuridad, sin ventanas, se disuelve en una indistinguible masa de miseria y letargo. Despierto sobresaltada con la voz de Gianna, que me llama en voz baja y urgente. —Sadie, nos hemos detenido —susurra, su tono cargado de tensión. El cese del movimiento es palpable, un silencio extraño y expectante después del constante traqueteo. Entonces, el silencio se rompe. Explosiones ensordecedoras de armas de fuego estallan en el exterior, resonando contra el metal del contenedor. Es un caos de sonidos metálicos y gritos ahogados, un enfrentamiento violento que nos hace encogernos a todas. Mi corazón late desbocado contra mis costillas. El miedo se aferra a mi garganta, dejándome sin aire. El olor a pólvora quemada se filtra levemente. De repente, los disparos cesan. Un silencio ominoso se instala, más aterrador que el estruendo anterior. Escuchamos crujidos y rasguños metálicos, y luego, con un estruendo ensordecedor, las puertas del contenedor se abren de golpe. Una luz cegadora inunda el espacio, haciendo que mis ojos se contraigan dolorosamente. Mi visión tarda en ajustarse, pero puedo distinguir la silueta imponente de un hombre alto, vestido de n***o y armado, enmarcado contra un cielo crepuscular. —Fuori, scappate via da qui. (Todas fuera, huyan de aquí.) —grita el hombre con una voz grave y autoritaria. Nadie parece entender lo que ha dicho. Las otras mujeres, que han permanecido en un silencio aterrorizado, se miran entre sí, confundidas y asustadas. Pero Gianna sí lo entiende. Se pone de pie con una agilidad sorprendente y se vuelve hacia nosotras, su voz firme y clara. —¡Todas fuera, huyan de aquí! —les dice en español, repitiendo la orden. Luego, se gira hacia mí, su rostro endurecido por la determinación. —Vamos, Sadie. Te ayudo a caminar. Me envuelve en un abrazo protector y me ayuda a bajar del contenedor, un acto de pura fortaleza en medio de mi debilidad. Mis piernas tiemblan, apenas pueden sostenerme. El frío del exterior es un shock para mi piel desnuda, un contraste brutal con el aire estancado del interior. Hay otros dos hombres abajo, con las mismas características imponentes que el primero. Cuando notan nuestra desnudez, actúan con una eficiencia sorprendente. Sacan unas mantas negras y nos cubren rápidamente, una por una, con un gesto de respeto que, en ese momento, me parece un milagro. El calor de la tela contra mi piel es reconfortante, una barrera simbólica contra la vulnerabilidad. Uno de los hombres se acerca a Gianna, su tono ahora más suave, pero con una autoridad inconfundible. —La signora Bellucci? —le pregunta. Gianna lo mira fijamente, sus ojos oscuros llenos de cautela. —Chi vuole saperlo? (¿Quién quiere saberlo?) —responde, su voz aún teñida de desconfianza. —Vostro padre, signora. Don Salvatore. Veniamo in suo soccorso ma lui chiede di vederla prima. (Su padre, señora. Don Salvatore. Venimos a rescatarla, pero él pide verla primero.) El nombre "Don Salvatore" parece suavizar el semblante de Gianna. Una chispa de reconocimiento, mezclada con una familiaridad compleja, aparece en sus ojos. Un ligero alivio, casi imperceptible, relaja sus hombros. Pero su atención vuelve a mí de inmediato. —Andiamo allora, ma arriva anche lei, ha bisogno di un medico d'urgenza. (Vamos entonces, pero ella viene también, necesita un médico urgente.) —ordena Gianna, su voz no admite objeciones. El hombre asiente con deferencia. —Come ordina, signora. Gianna se vuelve hacia mí, una pequeña sonrisa de alivio por fin ilumina su rostro. Me abraza con fuerza, y siento el peso de una carga enorme levantarse de mis hombros. —Ya estamos a salvo, Sadie. Vamos a la casa de mi padre, te atenderá pronto un médico —me dice. La luz al final del túnel. Esa frase resuena en mi mente con una claridad abrumadora. El alivio inunda mi ser, caliente y poderoso, secando las lágrimas que no sabía que estaba derramando. La promesa de seguridad, de atención médica, de un final para esta pesadilla, es todo lo que puedo procesar en ese momento. —Gracias, Gianna —le digo desde lo más profundo de mi corazón, mi voz rota por la emoción. Ella aprieta su abrazo. —Todo estará bien, pequeña. Ella me sigue abrazando por todo el camino. Primero, vamos en un auto, un vehículo lujoso y blindado, que avanza a toda velocidad por una carretera oscura. Intento orientarme, pero mi mente sigue en blanco. Según entendí de fragmentos de conversación en italiano, aún estábamos en Italia, a punto de cruzar a Eslovenia. El frío, el miedo, la confusión; todo se disuelve en la promesa de un futuro incierto pero, al menos, seguro. En Trieste, la ciudad resplandece con luces que se reflejan en el agua. Subimos a un avión privado, un jet elegante y confortable, listo para volar a Palermo. La cabina es un contraste chocante con el contenedor: asientos de cuero, luces tenues, la sensación de un lujo inimaginable para la situación en la que me encontraba hace solo unas horas. Arriba, a bordo, nos esperaba un equipo médico completo, listo para revisarnos. Gianna les dijo que estaba bien, que solo necesitaba una ducha, la cual se dio en cuanto estuvimos en el aire. Volvió renovada, con ropa limpia y una energía que yo anhelaba. En lo que a mí respecta, los médicos fueron más exhaustivos. Dijeron que debían sedarme para curar mis heridas. A pesar del dolor persistente, me aseguraron que no tenía ninguna lesión de gravedad, aunque sí tomaría meses que sanara por completo. La amabilidad de la enfermera que me atendió, sus palabras suaves, me ayudaron a relajarme. Mientras la sedación hacía efecto, mi mente se aferraba a la imagen de Gianna, mi salvadora, mi ancla. Cuando despierto, la sensación es similar a la primera vez, pero esta vez sin dolor agudo. La luz del sol se filtra por una ventana, y el sonido del motor del auto es suave y constante. Estoy nuevamente en un vehículo, y al mirar por la ventana, veo cómo entramos a una propiedad gigantesca, rodeada de muros altos y jardines inmensos. La opulencia es abrumadora. Volteo a ver a Gianna, que está sentada a mi lado, también despierta, en busca de respuestas. Ella solo hace una mueca, una expresión que parece decir: "Sí, esta es mi casa, y es tan extravagante como parece". En este punto, tengo muchas más preguntas que respuestas. ¿Quién es el padre de Gianna? ¿Qué clase de "rescate" fue ese? ¿Cómo encajo yo en todo esto? Pero el cansancio y el alivio pesan más que la curiosidad inmediata. Pienso que, llegado el momento, Gianna me lo explicará todo. Una vez que entramos a la casa, que es aún más impresionante y lujosa de lo que imaginé desde el exterior, una amable mujer del servicio nos recibe. Nos lleva a cada una a una habitación. Son suites, no simples dormitorios, con techos altos, muebles antiguos y una sensación de confort inigualable. Antes de que entremos a nuestras respectivas habitaciones, Gianna se detiene. Me toma de las manos, sus ojos llenos de una seriedad que no había visto antes. —Necesito hablar con mi padre, Sadie. Mañana hablaremos sobre lo siguiente que haremos. Por favor, descansa lo mejor que puedas esta noche. Sé que su intención es buena, pero dudo bastante que logre dormir. Me siento como si estuviera flotando en un mar de incógnitas. No entiendo bien la razón, pero una ansiedad profunda y creciente se ha apoderado de mí. No es solo el trauma físico; es una sensación de vacío, de algo que falta, que me oprime el pecho. En medio de esta cama de ensueño, rodeada de lujos y seguridad, no dejo de tratar de recordar el accidente al que sobrevivimos. Debió ser grave para terminar tan lastimada, pero ¿qué hacía yo ahí? ¿Cómo me encontró Gianna en ese contenedor? ¿Cómo llegué a Italia, un país del que no tengo el menor recuerdo de haber visitado? Mi mente es un lienzo en blanco sobre el que trato de pintar mis últimos días, pero no hay colores, solo una vasta y aterradora ausencia. Necesito descansar, sí. Y sé que poco a poco, con el tiempo y la seguridad que Gianna me ha ofrecido, esos recuerdos volverán. O al menos, eso espero. Mi esperanza es una chispa frágil, pero en este momento, es todo lo que tengo.
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