Me estiro y bostezo. Voy entreabiendo los ojos y busco con la mirada las cortinas que cubren el ventanal. El sol apenas está saliendo. Muevo la cabeza para ver la hora en el reloj sobre la mesilla de luz. Ni siquiera son las seis. Vuelvo a acomodarme en la cama, cierro los ojos y me doy la vuelta. Todavía me queda un buen rato para seguir durmiendo. Ismaíl no se despierta antes de las siete y media jamás. Me acurruco en los almohadones. El calor corporal, la tibieza de una respiración, el olor a loción mezclada con hombría, la punta de su nariz tocando la mía. Con el corazón latiendo a mil abro los ojos. En acto reflejo me separo hasta quedarme en el borde. Su boca, su mirada centellando, su torso desnudo, y su brazo extendido a lo ancho del colchón son lo primero que veo.

