Prólogo.
El humo del cigarro de Casimiro Landeros flotaba en el aire, mezclándose con el aroma del whisky que descansaba en su escritorio de caoba. Frente a él, sentado con la espalda recta y el gesto inmutable, estaba Vicente Altamirano, uno de los políticos más influyentes del país.
Entre ellos, sobre la mesa, no había contratos ni firmas, pero sí un acuerdo mucho más fuerte que cualquier documento legal: un pacto de poder.
—Es un trato conveniente para ambos —dijo Vicente, tomando su copa con elegancia—. Mi hijo Rafael es el candidato más prometedor de su generación, pero necesita respaldo financiero y empresarial. Lo que tú puedes ofrecerle, Casimiro.
El patriarca de los Landeros sonrió con calma, recostándose en su asiento.
—Y tú, Vicente, necesitas que mi influencia lo lleve hasta la presidencia. No nos engañemos, él tiene talento, pero el poder real no está en las campañas, sino en los intereses que las sostienen.
Vicente asintió con una media sonrisa.
—Así que sellamos la alianza con un matrimonio.
Casimiro entrecerró los ojos, satisfecho.
—Mi hija Esmeralda es la esposa perfecta para él. El país verá una pareja fuerte, estable. La familia ideal para proyectar su imagen. Pero más allá de eso, Rafael y yo trabajaremos juntos. Él tendrá su presidencia, y yo… bueno, tú sabes que en este mundo, los favores se pagan.
Vicente bebió un sorbo de whisky antes de responder:
—Siempre.
El silencio se asentó en la oficina. Ambos hombres entendían el peso de lo que acababan de acordar. Rafael y Esmeralda no tenían opción.
Horas después…
Cuando Rafael Altamirano entró al despacho de su padre, no se esperaba lo que iba a escuchar.
—Te vas a casar con Esmeralda Landeros —ordenó Vicente con la misma frialdad con la que solía informarle sobre sus estrategias políticas.
Rafael se quedó en silencio por un segundo antes de soltar una risa seca.
—¿Es una broma?
Su padre lo miró impasible.
—No lo es. Es un trato cerrado con Casimiro.
Rafael sintió una oleada de ira contenida.
—Así que ahora soy una pieza de ajedrez en sus negociaciones.
Vicente suspiró con fastidio.
—No dramatices, Rafael. Sabes perfectamente cómo funciona este mundo. Un matrimonio con Esmeralda no solo consolidará tu imagen, sino que te garantizará el apoyo financiero y empresarial que necesitas para asegurar la presidencia.
Rafael lo miró con dureza.
—No necesito el dinero de Casimiro.
—Sí lo necesitas —corrigió su padre con calma—. O al menos necesitas lo que él representa. La política no se gana con discursos, hijo. Se gana con influencia, con estrategias bien calculadas.
Rafael se pasó una mano por el cabello, exhalando con frustración.
—Esto es ridículo.
Vicente dejó su copa en la mesa y se inclinó ligeramente hacia él, con una sonrisa apenas perceptible.
—No es un sacrificio tan grande, Rafael. Esmeralda es bellísima, y no finjas que no lo sabes. Además, siempre ha estado enamorada de ti.
Rafael entrecerró los ojos, sintiendo una punzada de molestia ante esas palabras.
—¿De qué demonios hablas?
Vicente se encogió de hombros con indiferencia.
—Desde que era una niña, te miraba como si fueras su héroe. Casimiro dice que nunca ha querido a otro hombre. Si lo piensas bien, esto no solo es beneficioso para nosotros, sino que también es lo que ella siempre ha querido.
Rafael apretó la mandíbula.
Claro que conocía a Esmeralda. Había crecido viéndola en eventos familiares, siempre callada, observándolo con esos grandes ojos llenos de admiración infantil. Pero nunca la vio como una opción.
Y ahora, de pronto, querían que la tomara como esposa, como parte de un maldito pacto político.
—No pienso casarme con ella solo porque le parezco interesante —espetó con sarcasmo—. No voy a casarme con nadie por conveniencia.
Vicente se reclinó en su asiento y cruzó las manos sobre el escritorio.
—No tienes opción, Rafael. A menos que prefieras perder la presidencia antes de tenerla.
Silencio.
Rafael sintió la presión apretándole el pecho.
No tenía opción.
Mientras tanto, en la mansión Landeros…
Esmeralda había sentido admiración por Rafael Altamirano desde niña. Tenía ocho años la primera vez que lo vio en una de las reuniones entre ambas familias. Él tenía quince y no se fijó en ella más que para revolverle el cabello con fastidio.
Años después, cuando ella creció, lo observaba en silencio en cada evento social. Su porte impecable, su mirada determinada, su seguridad… Era la clase de hombre que cualquier mujer envidiaría tener como esposo.
Pero no de esta manera. No así. No como un simple acuerdo entre dos hombres ambiciosos.
“Te casarás con Rafael” la orden de su padre retumbaba en sus oídos.
Esmeralda sintió que el mundo se le derrumbaba.
—No… —susurró, negando con la cabeza—. No puedes hacerme esto.
Casimiro la miró con indiferencia, encendiendo otro cigarro.
—No puedes negarte. Es una orden.
—Yo… —ella sintió su respiración agitarse—. Papá, por favor…
Casimiro se acercó a ella con lentitud y bajó la voz a un tono gélido.
—Sabes lo que pasará si no lo haces, Esmeralda. Sabes quién pagará las consecuencias.
El estómago de Esmeralda se contrajo de inmediato.
Las lágrimas se acumularon en sus ojos.
—No…
Casimiro la tomó del mentón con fuerza y la obligó a mirarlo a los ojos.
—No vuelvas a decirme que no.
El miedo se instaló en cada fibra de su cuerpo.
No tenía opción. Nunca la tuvo.
Con la garganta seca y la voz rota, Esmeralda pronunció las palabras que la condenarían.
—Me casaré con él.
Casimiro sonrió con satisfacción.
—Buena chica.
Esmeralda apretó los puños con fuerza.
Había admirado a Rafael en silencio durante años.
Pero ahora, ese sentimiento se había convertido en un anillo de hierro que la ataría a una vida que jamás quiso.
Y lo peor era que Rafael tampoco la quería.
Ambos estaban condenados a ese matrimonio.
Un pacto que los ataría de por vida.
****
El salón de la mansión Landeros resplandecía con la opulencia de una celebración digna de la élite del país. Cristales relucientes, mesas decoradas con flores blancas, invitados vestidos con sus mejores galas. Todo estaba calculado a la perfección.
Pero para Esmeralda, aquella noche no era un festejo.
Era su condena.
Los murmullos comenzaron en cuanto descendió las escaleras de la mansión. Su vestido era una obra de arte, una creación ceñida a su figura que realzaba cada curva con la precisión de un diseñador que sabía cómo hacer brillar a una mujer. Su cabello caía en ondas suaves y su maquillaje destacaba la profundidad de sus ojos, haciéndola lucir absolutamente deslumbrante.
Pero no era solo su belleza lo que capturaba la atención. Era la forma en que bajaba los escalones con gracia, con la elegancia de quien estaba acostumbrada a ser el centro de atención… aunque en su interior estuviera hecha pedazos.
Rafael, quien hasta ese momento había permanecido inmóvil con una copa en la mano, sintió cómo el aire pareció estancarse en su garganta cuando la vio.
Por un segundo—solo un segundo—se quedó sin palabras.
La mujer que venía hacia él no era la niña que solía mirarlo con admiración en las reuniones familiares. No era la chica sumisa que su padre acababa de venderle como esposa.
Era una mujer. Una jodidamente hermosa.
Apretó los dientes y bebió un sorbo de su whisky para ocultar su reacción. No podía darse el lujo de que nadie notara el impacto que Esmeralda le causaba.
Ella llegó al final de la escalera y se detuvo frente a él. Su mirada era firme, desafiante, y Rafael recuperó la compostura al instante. No iba a dejarse llevar por un maldito vestido o una cara bonita.
La ceremonia de compromiso transcurrió sin incidentes. Brindis, discursos calculados, la bendición de ambas familias.
Pero lo que todos vieron fue solo una fachada.
La verdadera batalla comenzó cuando quedaron a solas.
Rafael la llevó a una de las terrazas privadas de la mansión, lejos de la multitud, lejos de las apariencias. El silencio entre ellos era tan pesado como el destino que los unía.
Finalmente, él fue el primero en hablar, con su voz baja y afilada como una daga.
—Bueno, Esmeralda. Tu padre ya te cumplió el capricho de casarte conmigo.
Esmeralda sintió que la sangre le ardía en las venas. ¿Era eso lo que él pensaba?
—¿Capricho? —susurró con una risa amarga—. ¿Crees que yo pedí esto?
Rafael la observó con una expresión inescrutable, sus manos en los bolsillos de su elegante traje.
—Sé que has estado enamorada de mí desde que eras una niña —murmuró con una sonrisa irónica—. Siempre siguiéndome con la mirada en cada reunión, siempre tan… fascinada.
El pecho de Esmeralda se contrajo. Sí, había sentido admiración por él en el pasado, pero eso no significaba que quería casarse de esta manera.
Pero Rafael no le dio oportunidad de responder antes de soltar la sentencia que la haría arder de humillación.
—Espero que entiendas que jamás te voy a amar.
El aire se estancó entre ellos.
Esmeralda sintió la bofetada de esas palabras, pero no le daría el gusto de verla afectada. Si él quería jugar sucio, ella también podía hacerlo.
Le sostuvo la mirada con firmeza y, con una frialdad impecable, respondió:
—Supe que mi padre invertirá una buena suma en tu campaña, Rafael.
El ceño de Rafael se frunció levemente.
—Así que gratis no es —continuó ella con una sonrisa sin emoción—. ¿De verdad creíste que solo yo obtendría algo de este acuerdo?
Su tono fue dulce, pero su mirada era un espejo de su resentimiento.
Si él pensaba que ella estaba feliz con ese matrimonio, se aseguraría de que supiera que no era así.
—Si acepté este matrimonio, es porque… —se detuvo, su garganta se cerró de repente.
No podía decirlo.
No podía confesar sus motivos.
Rafael esperó, como si esperara que terminara la frase, pero cuando el silencio se prolongó, sonrió con frialdad.
—Sea cual sea tu razón, no importa. Este matrimonio será un infierno para los dos.
Esmeralda alzó la barbilla, con el fuego encendido en su mirada.
—Lo mismo digo, Rafael.
La promesa quedó suspendida entre ellos.
A partir de ese momento, su matrimonio no sería una unión.
Sería una relación basada entre la pasión y el poder.