El aire del psiquiátrico era frío, estéril, con ese aroma a desinfectante que parecía quedarse impregnado en la piel. Esmeralda caminó por el pasillo largo y blanco acompañada de una enfermera, mientras los tacones de sus botas resonaban suaves contra el suelo de linóleo. En sus manos llevaba un pequeño ramo de flores frescas. Nada demasiado elaborado. Sólo un gesto. Un símbolo. La puerta de la habitación 206 se abrió con un suave chirrido. Ahí estaba ella. Su madre, sentada junto a la ventana, con el rostro girado hacia el jardín interior del hospital. Sus ojos estaban abiertos, fijos en un punto invisible. El cabello revuelto le caía sobre los hombros y las manos reposaban, inertes, sobre su regazo. —Hola, mamá —susurró Esmeralda, con voz suave mientras se acercaba. Se agachó, colo

