-Dios te bendiga hijo, abre los ojos, ya llevas tres días durmiendo. ¡Qué b********d tan grande te han hecho!
-No lo atormentes Martha, ya ha tenido bastante –dice el papá de Martín a su esposa.
-¿No ves cómo le dejaron el rostro? Y para colmo, esposado a una cama de hospital…
Un sobresalto recorre el cuerpo de Martín. La primera reacción fue accionar violentamente el brazo donde siente las esposas. Se descubre encadenado al barrote de una oxidada camilla de hospital, en una habitación colectiva donde no menos de 20 pacientes y sus familiares comparten la pesadumbre de sus enfermedades. Martín solo puede abrir un ojo, con el que observa el rostro lastimero de su madre y el gesto compungido de su papá.
-Tienes cuatro costillas rotas hijo, no te muevas mucho. Por el ojo no te preocupes, los médicos dicen que el hematoma bajará en unos días.
-¿Desde cuándo estoy acá?
-Ya son tres días, el grupo antisecuestro ha venido varias veces. Te inculparon de un delito muy feo.
- ¿Cuál?
- Secuestro y asesinato. Dicen que tienen registros de tu celular. Nosotros dijimos que no era tuyo, pero el aparato guardó una llamada que le hiciste a Laila, una hora antes de que te encarcelaran.
- Si fui yo, pero el celular me lo dejaron en el taxi. Necesito un abogado, y ella también.
- Ya contratamos uno, pero debajo del asiento encontraron una pistola, y ya comprobaron que se usó para matar a la niña secuestrada.
- ¿Qué? ¡Ese Catire! ¿Y Laila… dónde la tienen?
- Hace tres días que la metieron en el ala de mujeres de La Cuarta. No sabemos nada de ella.
Martin comienza a entender la celada con que aquel desconocido lavó su delito y se lo endosó magistralmente. Ningún abogado puede contra tales pruebas: un taxista anda de aquí para allá como un mensajero itinerante; con nadie permanece más de media hora y así ninguno puede servirle de coartada. Sabe que pasará toda la vida en la cárcel, a menos que…
- Tiene que haber un propósito de Dios en todo esto. Papá: ¿A donde me van a llevar?
- A “La Cuarta” -dice el anciano, mientras la frase ocasiona un puchero de lloro en la madre.
- Lo sabía. Fue el catire al que le hice la carrera, la cosa salió de allá, o sea que para allá me está mandando Dios…
Golpeado y meditabundo, Martín recuerda el encuentro personal con Jesucristo: “Ve y dile a mis hijos que los amo, y que pronto estaré con ustedes”. Dios no le dijo “estaré con ellos” sino que le incluyó en su promesa, y de esta forma, la cadena de casualidades se convierte en un fino y elegante plan divino, donde Martín juega un papel preponderante de mensajero, y quién sabe qué otras cosas tienen planeadas para su vida.
El temor de saberse rodeado por criminales, y las frecuentes matanzas que se desatan en las cárceles venezolanas, le hiela la sangre; pero se da ánimos pensando en que si Dios te manda a un sitio con un propósito, no hay fuerza natural o sobrenatural que pueda vencerte.
- Si Dios me acompaña, soy invencible -murmuró.
El que si está irremediablente asustado es Víctor, medio recinto penitenciario le conoce por sus abusos y muertes. Lo mantienen en un ala llamada “los polipresos” al que no tienen acceso el resto de los reos, porque si lo ponen con los demás sería como echar carne a una jauría de perros hambrientos.
Sabe que no será mucho tiempo el que le permitan allí, tarde o temprano lo mandaran con la población del penal, y le van a sacar las tripas, le cortarán la cabeza y la meterán en su cuerpo, para después cocerlo como a un lechón.
Recuerda cómo pasó de carcelero a encarcelado: La Unidad de Respuesta Inmediata (URI) entró y le encontró llorando, no había podido cumplir la “orden” de matar a Martín después de sacarle la confesión y el paradero de sus cómplices. Lo creía culpable, pero esa presencia de Dios que inundó la morgue, y el resplandor que salía del torturado le hacían dudar de si en verdad fue Martín el culpable de esos delitos.
Víctor era un oficial de seguir instrucciones, cuesten lo que cuesten, sean buenas o malas, por eso se había destacado en la Judicial y aunque nunca recibía reconocimientos públicos, todos los superiores y subalternos le tenían el respeto que se le guarda a alguien que no le teme a nada. Pero ahora se sentía vulnerable, quebrantado. Había visto la gracia de Dios sobre aquel evangélico y la prueba irrefutable de que Dios existía: Su primo Ender se transfiguró en un demonio, que temía en gran manera al poder de Dios que acompañaba al creyente, y se sujetaba con pavor y sumisión cuando escuchaba el nombre de Jesucristo.
El recuerdo del demonio diciendo “mátalo, mátalo, mátalo” le hinchaba la cabeza. Revivió el momento en que tomó la pistola y accionó el gatillo en la nuca de Martín.
Esperaba que los sesos del hombre se esparcieran por el lugar, pero en lugar de eso, la bala atravesó la cabeza como si fuera de mantequilla y le salió por la frente sin dejarle un solo rasguño. No fue como dispararle a un fantasma, fue más bien como si la carne fuera el Mar Rojo de Moisés y se abriera para que la bala traspasara los tejidos, cerrándose tras ella como lo hizo el mar sobre los egipcios.
Y después del tiro cantó el gallo.
Entonces Víctor escuchó una voz, como el estruendo de muchas aguas, que le decía: “Me negarás tres veces, entonces creerás, y serás salvo”.
Víctor accionó de nuevo su arma, la bala volvió a recorrer la cabeza de Martin y éste ni se movió.
Cantó de nuevo el gallo.
Víctor sabía que Pedro había negado a Jesús tres veces, y casi como queriendo ver qué pasaba al tercer canto del gallo, disparó de nuevo sobre la cabeza del evangélico y sucedió el milagro:
En lugar de ver su masa encefálica saliendo por la frente, después de la bala, surgieron miles de flores que embellecieron el lugar y perfumaron el ambiente con la Gracia que sólo el cielo puede dar en su inmenso amor a los hombres.
Víctor arrojó de sí la pistola, y mientras lloraba entró la URI. Ese fue su encuentro personal con Jesucristo.