¿Cómo lograba Bianca tanta confianza sin una sola prenda encima? Me costaba entenderlo. Yo, en su lugar, estaría buscando con desesperación una manta, pero ella... ella se pavoneaba como si estuviera en la portada de una revista.
Negué con la cabeza y apreté el bolso con más fuerza. Su contenido era sagrado ahora. No se lo merecían. No después de lo que habían hecho.
—No se puede vender. Yo poseo... —Mi voz se quebró, pero me obligué a seguir—. Yo poseo un tercio de las acciones.
—Ajá, y Dylan y yo poseemos el sesenta y seis por ciento juntos. —La sonrisa de Bianca se ensanchó, venenosa—. Te superamos en votos, Claire.
Mientras Bianca hablaba, lo vi de reojo: Dylan, con su mirada de cachorro apaleado, acobardándose en un rincón. Esa expresión me hizo un nudo en el estómago. Antes me habría derretido viéndolo así. Ahora solo me revolvía el alma.
—No vendo. —Mi voz salió firme, aunque sentía que el piso se hundía bajo mis pies.
—Perfecto. —La sonrisa de Bianca brilló a la luz de la lámpara—. Estarás a merced de quien nos compre. —Su voz goteaba satisfacción. Luego curvó los labios en un falso puchero—. Pobrecita Claire. Espero que quienquiera que sea no decida cerrar todo el lugar.
Me superaban. Lo sabía. Ellos lo sabían. Todo lo que podía hacer ahora era retirarme con la cabeza en alto.
—Ya veremos. —No me reconocí al decirlo, pero me aferré a esas dos palabras como si fueran mi escudo.
Sólo cuando estuve fuera de su vista, giré sobre mis talones y crucé la sala con pasos apresurados. Las lágrimas amenazaron con salir, pero las fulminé con un manotazo furioso antes de que se atrevieran a caer. Arranqué mis pies del suelo y corrí hacia el ascensor.
No llores. No aquí.
Respiré hondo, conteniendo el temblor que se me instalaba en el pecho. Metí los pies en los zapatos mientras el ascensor descendía. Apreté la mandíbula, arreglé mi expresión y respiré hondo de nuevo. Nadie vería cuánto me temblaban las entrañas.
Las puertas se abrieron y los dos hombres que esperaban apenas alzaron la vista de sus teléfonos. Nadie notó nada. Bien.
Salí del edificio, y el atardecer proyectó una cálida luz naranja.
Entonces vi el coche de la empresa, el Malibú azul eléctrico. Mi coche ahora.
Con una firmeza renovada, apreté el control remoto y me deslicé en el asiento de cuero.
—¿Quieres vender? Perfecto —murmuré para mí misma, encendiendo el motor—. Estaré mejor sin ti.
El rugido del motor me reconfortó. Salí del estacionamiento y me dirigí a mi apartamento. No era tan grande ni lujoso como el de Dylan, pero al menos era mío.
Cuando llegué, lancé las llaves sobre la mesa y mi bolso sobre la cama. Me quedé de pie en medio de la habitación, tamborileando los dedos sobre mi cadera.
¿Y ahora qué?
Miré mi reflejo en el espejo. El suave traje azul que llevaba me cubría del cuello hasta los tobillos.
¿Monja?
Solté una risa amarga. Dylan no reconocería a una monja ni aunque una se le plantara enfrente y lo abofeteara.
Me reí a carcajadas, mi risa rompiendo el pesado silencio que me rodeaba. Dylan pensaba que ya no sabía cómo divertirme, que me había dejado ganar por la tristeza y la decepción. Pues bien, estaba a punto de mostrarle lo equivocado que estaba.
Con media docena de pasos, me dirigí directamente a mi armario. Lo abrí de golpe, como si buscara algo más que ropa, como si en esos estantes pudiera encontrar la fuerza para lo que estaba a punto de hacer. Rebusqué entre mis prendas: pantalones azules, blazers negros, camisas blancas. Nada interesante. Un vestido color melocotón apareció, recordándome la época en la que me invitaron a un cóctel. Pero no, ese color hacía que mi piel se viera horrible cuando se mezclaba con mi cabello rubio.
¿Qué debería ponerme para esto?
Fue entonces cuando un destello de rojo apareció desde el fondo del armario, atrayéndome como un imán. Perfecto. Lo tomé con rapidez y lo saqué de su funda plástica. Elegante, sexy, y con un escote que definitivamente necesitaba una doble verificación. Sí, este era el elegido.
Tiré el vestido sobre la cama y me sumergí de nuevo en el armario en busca de los zapatos adecuados. Puede que no tuviera los tacones de aguja rojos de Bianca, la ex mejor amiga que me apuñaló por la espalda, pero mis Jimmy Choo rojos con tiras y diamantes incrustados eran más que suficientes para lo que estaba planeando. Los compré para una ocasión especial, para Dylan, pero ahora sabía que él no merecía ver este vestido, ni mucho menos ver cómo me veía con él puesto.
Me tomé una hora en la ducha, luego otra más frente al espejo para el maquillaje. Cuando terminé, me enfrenté a los lentes de contacto. Normalmente, los anteojos eran mi mejor opción, pero hoy no. Esos contactos tenían que estar en mis ojos. El primero intento no se quedó en su lugar, el segundo resbaló, y el tercero... bueno, el tercero me hizo gruñir mientras la punta de mi dedo tocaba mi ojo y el contacto se caía al suelo.
—¡Ewww! —me quejé, sintiendo un escalofrío recorrer mi columna.
Golpeé el mostrador de mármol, molesta, y tras un respiro, recogí el contacto. Lo lavé con la solución y, con determinación, lo intenté nuevamente. Esta vez, el contacto se deslizó perfectamente. Parpadeé, asegurándome de que estuviera bien colocado, luego me peiné, dejando que mis ondas cubrieran mis mejillas, resaltando las sombras oscuras que había pintado en mis ojos. Apenas me reconocí en el espejo. Y ni siquiera me había puesto el vestido todavía.
Finalmente, el material escurridizo del vestido se deslizó sobre mis caderas, como un sueño hecho realidad. El ajuste era perfecto, terminando justo entre la cadera y la rodilla. Cada paso que daba me daba más confianza, como si el vestido estuviera absorbiendo mis inseguridades y transformándolas en algo mucho más poderoso.
Mi corazón, recién roto por Dylan, latía con fuerza, pero si había algo que dolía más que su traición, era la posibilidad de perder el control de Cronwell. Ese sí era un golpe que no podía permitir.
Me miré una vez más en el espejo y sonreí. Estaba lista.
Me metí en el coche y dejé que el GPS eligiera el bar más cercano. No tenía cabeza para decidir nada, así que dejé que esa voz monótona me guiara. Cuando llegué, un hombre de piel bronceada tomó mis llaves y se fue sin decir nada.
Con la mano presionada contra mi estómago, entré al bar. La decoración clandestina me calmó un poco; las luces bajas, el ambiente cargado de murmullos y el suave aroma a licor me hicieron sentir que tal vez había encontrado el lugar adecuado para desconectarme.
Los taburetes rojos se alineaban en la barra, y detrás de ellos, una mezcla de hombres y mujeres se movía con agilidad preparando tragos. La música se deslizó por mi sistema, tan embriagadora como el alcohol que fluía libremente.
Me abrí paso entre la multitud relajada y me senté en un taburete vacío. Una mujer con un tatuaje en el brazo me miró con expresión neutra y asintió cuando pedí un whisky con hielo.
No tenía sentido perder el tiempo. Sabía exactamente lo que quería: una copa y un acompañante. La bebida fue la parte fácil.
Recorrí el lugar con la mirada, intentando identificar a alguien que no pareciera un completo desastre. Justo cuando empezaba a convencerme de que esta noche no sería tan mala, un fuerte golpe me hizo girar la cabeza.
Fruncí el ceño al ver la causa del ruido: un hombre gordo, con los ojos llorosos y la cara roja como un tomate, tambaleándose en su asiento.
—Hey, cariño —balbuceó, con una sonrisa torcida—. Parece que te vendría bien pasar un buen rato.
Su aliento me golpeó como un puñetazo en el estómago, una mezcla agria de alcohol y algo más que prefería no identificar. Por el tambaleo de su cabeza y su torpe forma de hablar, supe que había estado bebiendo desde mucho antes de que yo llegara.