Mari Cuando crucé la puerta de casa, el silencio me duró exactamente dos segundos. —¿¡Pero se puede saber qué es esto!? —gritó Patri, saliendo de la cocina, agitando su móvil como si fuera una orden judicial—. ¿¡Por qué no me dijiste que el hombre del oso es tu superior!? —¿Dónde estuviste? —preguntó Silvia, más serena, pero con esa ceja arqueada que usaba solo cuando estaba a punto de psicoanalizarme sin mi consentimiento—. ¿Y quién te transformó en una diosa? —¡Sí, eso! —saltó Patri, señalándome de arriba abajo—. ¿Dónde hacen esos milagros, por favor? Me quedé de pie en el umbral, aún con el abrigo de Patri puesto, como una adolescente que vuelve a casa con los tacones en la mano y el rímel corrido. —¿Podemos... respirar primero? —murmuré, colgando el abrigo con la delicadeza de qu

